Rescata

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domingo, 30 de diciembre de 2018

Frohes neues Jahr!

Quién se acuerda de esta tradición de Año Nuevo: Wünsche gehen?

“Cuando éramos niños, el día de Año Nuevo era para nosotros una jornada de fiesta” -recuerdan los más ancianos de la colonia. “Salíamos a visitar a toda la parentela vor wünsche (para desear feliz Año Nuevo). Entrábamos en todas las casas para desear un feliz comienzo de año a todos los integrantes de cada familia, y ellos, a cambio, nos obsequiaban masitas caseras, unas golosinas, escasas en aquel tiempo, y un poco de dinero, cuando había. Para los niños humildes de la colonia era, quizás, la única fecha del año en que recibían una golosina. Por eso no dejábamos de visitar ningún pariente ni amigo. Con cada regalo armábamos un paquetito que llamábamos Pindle: poníamos las golosinas en el centro de un pañuelo y uníamos sus cuatro puntas mediante un nudo”.

Así comenzaban Año Nuevo los niños de la colonia

El primer día del año los niños se levantaban bien temprano a la mañana, casi con el amanecer, para saludar a sus padres deseándoles feliz año nuevo, recitando un poema varias veces centenario y de autor desconocido, que dice así: Vater und Mutter ich wünsche euch glückseeliges neusjahr, langes leben und Gesundkeit; frieden und einigkeit und nach eren Tod die ewige klückseeligkeit”. “Das wüsnsche mir dir auch”, respondían mamá y papá mientras les obsequiaban algún presente.
Cumplido este ritual, los pequeños salían a visitar a parientes y amigos para también desearles la felicidad en el año nuevo que comenzaba. Pero esta ocasión el poema era otro: glück und segen / auf allen Wegen! / Frieden im Haus / jahrein, jahraus! / In gesunden und kranken Tagen / kraft genung, Freud und Leid tragen! / Stets im Kasten ein stücklein Brot, / das geb’ uns gott!
Al finalizar la jornada todos los niños de la colonia, sobre todo los más humildes, se sentían dichosos con la enorme cantidad de regalos que lograban reunir tras una larga jornada de “trabajo”, visitando tíos, abuelos y demás parientes (Julio César Melchior).

domingo, 23 de diciembre de 2018

El Pelznickel y el Christkindie, dos personajes tradicionales de la Navidad de los alemanes del Volga


El Pelznickel, de barba enmarañada, arrastrando su larga y gruesa cadena, ataviado de prendas oscuras y gastado sobretodo negro, viene vociferando sonidos guturales, cual monstruo prehistórico escapado del fondo de los tiempos para castigar a los niños díscolos. En la mano un Rutschie, una rama fina y delgada, para descargar sobre los dedos de los infantes que, una vez sorprendidos en su falta, no saben rezar o, a causa del pánico, se olvidan del Padrenuestro, confundiéndolo con el Avemaría. 
Un solo eco de su voz a lo lejos, provoca que los niños huyan despavoridos a esconderse debajo de la mesa y de la cama o detrás de la falda de la madre. Imposible huir de este personaje que conoce las faltas y las travesuras cometidos por todos los niños de la colonia a lo largo del año.
Pero como todo tiene su recompensa, una vez que el Pelznickel hubo partido de la casa, dejando a los niños inmersos en un mar de lágrimas, llega el Christkindie, el niño Dios, personificado en una niña vestida de blanco inmaculado, para calmar el llanto, mitigar el sufrimiento y brindar consuelo a las almas de los pobres niños de la colonia.
Toda ella es dulzura y santidad y lleva colgado en uno de sus brazos, una canastilla llena de galletitas caseras, frutas y alguna que otra humilde golosina que, para los niños colonienses, es el manjar supremo, una delicia que saborean solamente en estas ocasiones o en Pascua, cuando llega el conejito. (Autor: Julio César Melchior).

La historia del Pelznickel y la pequeña Elisa

El Pelznickel la miró a los ojos, hasta el fondo de su alma. Parecía poder atisbar en los rincones más recónditos de su interior, allí dónde ocultaba las travesuras que sus padres no debían saber jamás, como la tarde que dejó escapar las ovejas, arruinando la quinta y la cosecha de verduras para el invierno, ocasión en que el culpable terminó siendo el pobre perro que, dicho sea de paso, recibió una furibunda paliza por el delito que no cometió. Elisa, de nueve años, cerró los ojos. Temblaba. Apenas respiraba. A su lado, su hermano la observaba de reojo, consciente de que él sería próximo.
El Pelznickel gruñó unas palabras para demostrar que estaba muy enojado con la niña. Le ordenó que abriera los ojos y se arrodillara frente a él. A continuación le preguntó si se había portado bien durante el año. Sí -mintió Elisa. Lo que aumentó la furia del Pelznickel, un viejo barbudo, de pelambre enmarañada, calzado en botas de lluvia y un vetusto sobretodo negro, de invierno. Lo grupo que le provocaba un mar de sudor. A quién se le ocurría vestirse con ropas de invierno para aparecerse a los niños durante la Nochebuena.
El Pelznickel le revisó las manos y las uñas y la obligó a rezar, primero el Padrenuestro, después el Avemaría, después el Credo… Elisa tartamudeó, tropezó con las palabras, se confundió, empezó a sentir como sus manos comenzaban a temblar y a sudar. Hasta que no soportó más y estalló en llanto. Un llanto desgarrador. Pero no se movió ni nadie la rescató. Los demás niños miraban absortos, porque sabían que después les tocaría a ellos, y los padres y tíos observaban cómplices, conocedores de la rutina que se estaba desarrollando desde tiempos inmemoriales.
El Pelznickel repitió el espectáculo con todos los niños de la casa. Todos, los seis, a su turno, lloraron. Poco o mucho, pero lloraron. Las mujeres y los varones. Nadie quedó indemne de un castigo. Para la mayoría solo consistió en rezar. Para el más díscolo, sin embargo, la pena fue, además de orar, recibir unos golpes sobre las palmas de las manos, con un Rutschie.
Concluida la labor, el Pelznickel se marchó como había llegado: lanzando estertóreos gritos guturales y agitando la pesada cadena que, año a año, traía consigo para anunciar su terrorífica arribo. (Autor: Julio César Melchior).

Rumbo a América

Arrastró los tres grandes baúles a lo largo del puerto y con la ayuda de su esposa y de su hijo mayor, los subió al barco, y con el resto de energía física que le quedaba, los acomodó en el fondo de la bodega, junto a otros bultos, de formas variables y contenidos dispares.
Sus cuerpos estaban profundamente cansados pero interiormente se sentían satisfechos. La primera etapa del largo viaje se había desarrollado sin mayores contratiempos. Los hubo, es cierto. Lo mismo que también era cierto que hubo que enfrentar momentos de mucha angustia. Pero la meta estaba lograda. La aldea quedaba atrás. Cada vez más lejos. Rusia ya no los quería. En realidad, nunca los quiso. “Nos usó mientras fuimos útiles y ahora nos expulsa” -pensó Joseph. 
Allá lejos, en la aldea, allá, en la lejana Rusia, quedaban la pobreza, el hambre y el sufrimiento; pero también permanecían seres amados, padres, tíos, primos, abuelos, que no quisieron, no se atrevieron o no pudieron escapar del dolor. 
Por eso, en el barco, se mezclaban la alegría y la tristeza. La esperanza y la angustia. Los pasajeros que emigraban eran conscientes que casi con seguridad jamás iban a volver a reencontrarse con los familiares que quedan atrás. Rusia estaba inmersa en un caos social, político y económico que terminaría consumiendo muchas vidas y muchas aldeas habitadas por descendientes de alemanes.
El barco se fue alejando. Cada pasajero se recluyó en su espacio. Algunos en sitios muy diminutos, dado la cantidad de pasajeros que el capitán había permitido ascender en aras de ganarse un dinero extra.
El viaje iba a ser largo. Casi un mes. La comida empezaría a escasear y a ser racionada rigurosamente. La mayoría pasaría hambre. Todos terminarían infectados de piojos y con el cuerpo lleno de ronchas de tanto rascarse. La falta de agua dulce, completaría el panorama. 
Así y todo, arribaron al puerto de Buenos Aires con el alma henchida de esperanza y la idea fija de forjar un futuro mejor para sí mismos y sus descendientes.
Y transcurridos más de cien años de aquella emigración y de aquel viaje, podemos escribir con total seguridad de que lograron cumplir su meta. (Julio César Melchior).

lunes, 17 de diciembre de 2018

“A mi casa llegó el Pelznickel” recuerda don Federico Schulmeister


“En la Nochebuena, a las doce de la noche, asistíamos al templo. Por aquellos años todos los eventos sociales como familiares y privados, tenían como eje central a la iglesia y al sacerdote. No existían las grandes comilonas de hoy en día” -recuerda Federico Schulmeister. Y agrega: “teníamos que asistir todos, desde la persona más grande hasta el niño más pequeño de la casa. No debía faltar nadie”.
“Después de la misa, regresábamos a casa. Mis padres abrían la Biblia y rezaban. Mientras los niños, entre expectantes y llenos de miedo, nos sentábamos a esperar al Pelznickel. Ni bien escuchábamos sus gritos y el ruido de su enorme cadena, la cocina se convertía en un lío de pánico. Algunos niños se metían debajo de la mesa, otros se escondían en los dormitorios y otros detrás de las faldas de los vestidos de mamá y las hermanas mayores. 
“El Pelznickel” -acota-, siempre llegaba enojado, a los gritos: 'dónde están los chicos que se portaron mal durante el año', exclamaba. Y nosotros, traviesos por naturaleza, temblábamos de miedo. 
“Nos llamaba, nos hacía arrodillar y, uno a uno, nos preguntaba cómo nos habíamos portado a lo largo del año. Y guay si mentíamos! Él lo sabía todo (porque con anterioridad nuestros padres le revelaban todas las diabluras que habíamos cometido). 
“Concluido el interrogatorio (algún niño siempre salía corriendo horrorizado por tan tremendo suplicio), nos controlaba la limpieza de las manos y las uñas y nos hacía rezar.
“Finalmente se iba a visitar otra casa de la misma manera en que había llegado: a los gritos y agitando estruendosamente su enorme y larga cadena”. (Autor: Julio César Melchior).

lunes, 10 de diciembre de 2018

El adiós al Volga


Ver por última vez las aguas del río Volga, desencadenó en él una revolución interna de sensaciones e imágenes: mi abuelo intuyó con absoluta certeza, que jamás iba a regresar a la aldea, que las circunstancias de la vida, llámense económicas, sociales, políticas, o simplemente destino, nunca se lo iban a permitir. 
Quiso retener en su memoria el fluir del agua, su color intenso, la bravura de su ímpetu; pero, muy en el fondo de su alma, sabía que eso era imposible, porque el transcurrir del tiempo siempre diluye los recuerdos, primero los pinta de color sepia y finalmente los transforma y los aleja, hasta quitarles nitidez y emoción.
Agitó las riendas y los caballos se pusieron en marcha, arrastrando el carro en el que viajaban mi abuelo, su esposa, sus cinco hijos, tres baúles y unas pocas cosas que pudieron llevar. 
En la aldea quedaba no solamente el pasado, una vivienda, su hogar, al que jamás regresarían, sino padres, hermanos, tíos y abuelos. Un universo de gente que los veía alejarse en el horizonte, envueltos en una bruma de polvo, que levantaban los caballos y el carro al cruzar la inmensidad rusa rumbo a la estación, donde abordarían el tren que los llevaría a Alemania, para, en el puerto de Bremen, embarcar rumbo a la Argentina.