Rescata

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domingo, 26 de julio de 2020

Doña María Berta, una abuela alemana del Volga, nos revela su niñez

“Nos levantábamos a las cuatro de la mañana para ordeñar las vacas, mi padre, mi madre, mi hermano, mis tres hermanas y yo. Los pies hundidos en el fango hasta las rodillas, chapoteando en el barro, el excremento y el pis de los animales. En invierno soportando una helada tremenda: las vacas tenían el lomo blanco de escarcha. Bajo la lluvia, titiritando de frío. Terminábamos a las ocho y media. La mayor parte de la leche se vendía y un resto se utilizaba para elaborar crema, manteca y queso. Todo con artefactos que funcionaban de manera manual, con manivelas que había que hacer girar y girar y girar. Allí también colaboraban todos los hijos, sin importar la edad" -cuenta la abuela María Berta Stadelmann.
“Después, a los niños menores de la casa, nos mandaban a limpiar el chiquero y el gallinero. Teníamos que dejarlos bien limpios, para que los animales no se enfermaran de ninguna peste. Utilizábamos mucha agua, que obteníamos llevándola desde el tanque del molino con grandes baldes, y barríamos con escobas confeccionadas con ramas de árboles. Por supuesto, que también teníamos que recoger los huevos. Y a veces, cuando era época de sequía y la pastura escaseaba, hasta teníamos que sacar a pastorear los cerdos para que no se murieran de hambre. Un trabajo que no nos gustaba porque era muy difícil mantenerlos juntos. Siempre alguno se nos escapaba. Sobre todo cuando eran pequeños" -agrega.
“A la tarde nos tocaba la quinta. Trabajar con la pala, puntear la tierra, darla vuelta para sembrar verduras y hortalizas. Carpir con la azada para que estuviera limpia y ordenada. Rastrillar sacando las malezas secas. Regar llevando agua con los baldes" -relata.
“Aparte de todo eso, mi hermano tenía que ayudar a mi padre en el campo: arando, sembrando, cuidando los animales. Y mis hermanas y yo, teníamos que ayudar a mi madre en todos los quehaceres de la casa: preparar la comida, lavar la ropa de todos en la fuente con la tabla de lavar, coser y remendar las prendas que estaban rotas" -recuerda.
“No nos quedaba tiempo libre ni siquiera para jugar. Y ni que hablar para ir a la escuela. Mi hermano mayor fue hasta segundo grado. Mis hermanas hasta primero. Y yo apenas asistí medio año.
¡Así era la vida de antes!” -concluye. (Investigación y autor del texto: Julio César Melchior).

El día que me fui del Volga

Aquella mañana que marché de la aldea, abracé a mi madre, que lloraba desconsolada. Le dije adiós sabiendo que jamás volvería a verla. Intuí que la Argentina, esa tierra llena de promesas, quedaba demasiado lejos para prometer un regreso.
Le extendí la mano a mi padre, que la tendió temblorosa, mientras una lágrima rodaba, furtiva, por su mejilla.
Mis hermanitos observaban sin entender. Eran demasiado niños todavía para comprender palabras tales como adiós, exilio y desarraigo. Lloraban porque veían llorar y porque sus padres lloraban desconsolados como nunca los habían visto llorar jamás. Percibían la angustia que envolvía el aire y que se ahondó cuando puse en marcha el carro cargado con mis baúles y los caballos comenzaron a caminar, lentamente, camino del adiós.
Volví la cabeza y mi mirada, por última vez, vio la figura de mi padre y las manos de mi madre agitando su pañuelo mojado de llanto; y a mis hermanitos corriendo detrás de mí, despidiéndome. Los vi parados, sumidos en el dolor, empequeñecidos, derrotados por el destino, hasta que el carro se perdió en la distancia y su imagen se trocó en horizonte vacío, en ayer, un ayer a cada trote más lejano, melancólico y añorado. (Autor: Julio César Melchior).

martes, 7 de julio de 2020

Tambera. Quintera. Trabajadora rural. Huérfana de padre. Sin adolescencia. Historia de vida de una abuela alemana del Volga

Tambera. Quintera. Trabajadora rural. Huérfana de padre. Sin adolescencia. María Sauer falleció hace unos días en Capital Federal. Nos dejó su legado en una entrevista concedida unas antes de morir y esto es lo que nos contó:

“Mi papá murió cuando tenía trece años. Mi hermano mayor dieciséis y mi madre treinta y ocho. Éramos ocho hermanos y una mujer ordeñando en el tambo, a partir de las cuatro de la mañana, con las piernas metidas en el barro y bosta hasta las rodillas, con lluvia, con mucho frío. En invierno se nos congelaban las manos. Las vacas tenían el lomo blanco por las heladas. Pero la leche debía estar en los tarros para cuando pasara el carro que los buscaba para llevarlos a la fábrica de quesos, a las ocho y media.
“Mis hermanos menores lloraban. Estábamos a la intemperie. Nada importaba. No había queja posible: había que trabajar para sobrevivir. Teníamos una quinta de verduras enorme, que había que regar todos los días con baldes de veinte litros de agua, hacíamos conservas y dulces para todo el año. Carneábamos dos veces al año y hacíamos chorizos, jamones, de todo. Mamía cosía ropa para fuera. Horneábamos el pan en el horno de barro. Teníamos unas pocas ovejas para consumo. Un gallinero, que era un galponcito con aves y animales domésticos de todo tipo. Mamá vendía huevos, gallinas, pavos, gansos; lechones; leche, manteca, crema, ricota…
“Vivíamos cerca de la colonia, en un campo de ochenta hectáreas que nos dejó papá. En las que también se sembraba un poco de pastura y trigo.
“Mamá nunca se volvió a casar. Murió a los noventa y dos años, en la chacra donde enviudó y vivió toda su vida. Y de la cual partí para buscar trabajo en otras ciudades, hasta recalar en la Capital Federal. Donde vivo. Sola. Jamás me casé.
“Hice de todo para sobrevivir, igual que mi madre. Pero mi historia de grande no es tan importante. Lo importante es recordar la niñez y la vida que llevamos en aquellos lejanos tiempos. Tiempos de sacrificios; pero también de mucha felicidad. Porque éramos felices de estar en familia, todos juntos. Había unión. No importaba la pobreza. Lo más importante era la familia y la fe en Dios. Por eso todos salimos buenas personas”. (Autor: Julio César Melchior).
(Si quieren conocer más sobre la vida de nuestras abuelas consultar mi libro "La vida privada de la mujer alemana del Volga").

sábado, 4 de julio de 2020

Historia de vida de una abuela alemana del Volga

“Mi papá me contó que vino a la Argentina con sus padres cuando tenía cinco años” revela Rosa Simon, de 90 años. “También me dijo que se acordaba del barco en el que viajaron” –agrega. “Y que vio llorar a su padre el día que sepultaron a su hermana, que murió en un accidente de carro, en el campo, cerca de la colonia”.
“Mi papá me contaba que los comienzos en la colonia fueron muy difíciles y muy duros, que no había nada. Solamente campo y más campo. Que llegaron aquí y enseguida empezar a trabajar y que siempre hicieron lo mismo: trabajar y trabajar. Año tras año. Toda la vida. Mi abuelo murió a los cuarenta y cinco años y mi papá a los cincuenta, muy jóvenes los dos. ¡Y yo llegué a los noventa! ¡Noventa años!” –repite. “¡Parece mentira! ¡No lo puedo creer” –enfatiza.
“Mi papá trabajó siempre en el campo. Me acuerdo que me contaba que al principio no había más que paja vizcachera y malezas. También que todo era pobreza. Que la vida que llevaban era muy humilde. Que no sobraba nada. Siempre fueron pobres. En el campo nunca quieren pagar nada. Cuando yo empecé a trabajar, ya desde muy chiquita, tampoco ganaba nada. Pero había que ayudar a la familia. ¡Cuánta gente rica se aprovechó de nuestra pobreza!” –remarca con dolor.
“Mi hermanito murió a los nueve años de frío. Vivíamos en el campo y estábamos en plena cosecha de maíz, durmiendo bajo los carros, y él se enfermó de gripe y su cuerpo nunca se recuperó. Mis padres nunca lo olvidaron. Sufrieron mucho. ¡Eran tiempos muy duros!” –sentencia.
“Mis padres tuvieron siete hijos en total. Los varones pudieron ir a la escuela pero las mujeres no. Solamente hicimos primer grado. Teníamos que ayudar en la casa” –recuerda.
“Como todas mis hermanas y mis amigas, yo también me casé muy joven. Tuve nueve hijos. Los criamos con mi marido. Tratamos de darles todo lo que pudimos, que no fue mucho. La vida del pobre nunca es fácil” –subraya.
“Recién pudimos comprarnos nuestra casa después de muchos años de casados. Acá nacieron y crecieron mis hijos y acá murió mi marido y acá voy a morir yo. Siempre en la misma casa y siempre en la colonia, mi colonia” –sostuvo Rosa Simon dos años antes de morir, el día que me contó su vida, y un año antes que una de sus hijas se la llevara a vivir con ella, a Bahía Blanca, lejos de su casa y lejos de su colonia. (Recopilación histórica: Julio César Melchior)
Para conocer más sobre las mujeres y las tradiciones de los alemanes del Volga, consulten mis libros "La vida privada de la mujer alemana del Volga" y "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga".

El triste final de la casa de mis bisabuelos

Mis tías, luego de mucho batallar con mi abuela, de ochenta y nueve años, lograron obtener la llave de la casa de mis bisabuelos, cerrada hacía más de veinte años. Para limpiarla –adujeron. Para hacer orden –sostuvieron. Ni lo uno ni lo otro. La verdadera razón de tanto interés repentino por la vivienda en la que habían desarrollado su vida mis bisabuelos, era arrasar con su memoria. Borrarlo todo. Tirar a la basura, quemar, destruir. Abrir todo. Violentar todo. Buscar. Husmear. Encontrar cosas útiles y tirar lo inútil. Que, según ellas, significaba tirar todo, absolutamente todo. Salvo, claro está, dos o tres nimiedades que tuvieran algún valor económico. Ni siquiera se salvaron los retratos de mis bisabuelos. ¿Para qué los querés si no sabés quiénes son? –me reprocharon cuando quise salvarlos. Los vi consumirse en el fuego angustiado. Lo único que remedaba sus facciones, desaparecía para siempre. Era como si nunca hubieran existido.
Mis tías y mis tíos sacaban y sacaban más y más cosas de la casa. Papeles amarillos, ropa, sábanas bordadas, cortinas tejidas a crochet, almohadones de plumas, colchones de lana de oveja… todo iba a parar sobre una gran fogata que ardía en el fondo de la casa. Emanaba humo negro, oscuro. De luto.
Yo era apenas un niño y presencié cómo arrasaron con todo. Destruyeron mis raíces. Mis recuerdos. Me dejaron las manos vacías. Lo que para mí hoy tiene un valor incalculable para ellos no significó nada. Todo les pareció vetusto. Viejo. Desechable. Lo pasado pisado –me dijo una de mis tías al descubrir mi mirada devastada que observaba horrorizado como tío Luis hachaba, haciendo pedazos, un ropero antiguo, una mesa gastada, sillas heredadas de generación en generación.
Era la época en que había que deshacerse de todo vestigio que nos remitiera a nuestro pasado alemán del Volga. Estaba mal visto. Era doloroso soportar como nos trataban. El prejuicio, la discriminación, la ignorancia de los demás, dolían mucho –se disculpó muchos años más tarde una de mis tías, anciana ya, que participó de la quema.
No pararon hasta que la casa estuvo vacía. Solo quedaron las manchas de humedad y los rectángulos oscuros en las paredes, dónde hubo cuadros colgados. Y un eco devastador repitiendo nuestras voces ajenas. Y detrás de ese eco, un silencio de tumba profanada.
-Así está mejor –exclamó satisfecha tía Bárbara, al recorrer la casa pasando revista.
Cumplida la misión decidieron que había llegado el momento de venderla. Todos tenemos nuestras propias casas –adujo tía Clara. ¿Para qué la queremos? ¿Para juntar mugre? –preguntó satisfecha de haber encontrado una excusa que no iba a discutir nadie.
Con tesón inquebrantable fueron horadando la resistencia de abuela. Ella no quería vender. Y era lógico que fuera así. Después de todo era la casa de sus padres, la casa dónde había nacido y había sido feliz. Pero, tanta insistencia, tanto martirizarla diariamente con “la casa se viene abajo”, que abuela terminó accediendo.
Y la vendieron. Y se repartieron el dinero.
Los nuevos propietarios la reformaron. Los que vinieron después también. La modernizaron –dijo tía Marta.
Y así fue como la casa de mis bisabuelos desapareció para siempre. Al igual que todo lo que había dentro. (Autor: Julio César Melchior).