Rescata

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sábado, 31 de octubre de 2020

La abuela Ana nos cuenta detalles de su vida mientras hornea un Dünnekuche en la cocina a leña

La abuela canturreaba en alemán mientras introducía en el horno de la cocina a leña un Dünnekuche recién elaborado sobre la mesa de madera de la cocina. La misma donde su madre también había amasado Dünnekuche para sus doce hijos, siete varones y cinco mujeres.
La nieta, Florencia, la miraba hacer, mientras lavaba y guardaba los trastos utilizados durante la tarea.
Disfrutaba esos momentos con su abuela.
- ¿A qué edad aprendiste a cocinar, abuela?
- Preguntó curiosa.
- A los seis años tuve que empezar a ayudar a mi madre en la cocina.
- Contestó la abuela. Éramos muchos en la familia. Aprendí a cocinar y a lavar la ropa desde muy chica. Casi todos los años nacía un hermano nuevo, imagínate. Tuve que dejar la escuela en segundo grado para cambiar los pañales de mis hermanos.
- ¿En serio?- se sorprendió Florencia. ¿Tan chica? Eras demasiado chica, abuela. ¿Y la escuela? – insistió Florencia.
- La escuela no importaba- respondió la abuela. No había tiempo para pensar en la escuela. Primero había que ayudar en casa. No era importante que las mujeres fueran a la escuela. La prioridad era que estudiaran los varones, si es que se salvaban de tener que salir a trabajar al campo. Todas las familias eran muy humildes.
- ¿Y a vos no te gustaba ir a la escuela? – preguntó Florencia.
- Sí. Mucho – respondió la abuela. Pero nadie te preguntaba. No importaba que las mujeres supieran leer y escribir. Las mujeres tenían que saber cocinar correctamente, coser, bordar y todas esas cosas, para conseguir un buen marido.
- ¿No podías estudiar o hacer otra cosa que casarte?- inquirió Florencia.
- ¡Noooo! Tenías que elegir entre casarte o ser monja, como mi hermana, que no quiso casarse y tener hijos.
- Entonces es verdad lo que leí.
- ¿Qué, Florencia? ¿Dónde?- preguntó ahora la abuela.
- En el libro “La vida privada de la mujer alemana del Volga”, del escritor Julio César Melchior.
- Sí, es verdad. No teníamos infancia. Algunas de mis hermanas se casaron a los 14, 15, 17, 20 y yo a los 16. Pasé de la cocina de mi mamá a la cocina de mis suegros, cuando me casé con mi marido. Mi primer hijo nació a los 17 años. Y el segundo a los 18. ¡Imagínate! ¡Éramos tan inocentes! No sabíamos absolutamente nada de la vida.
- ¿Después, qué pasó después?- quiso saber Florencia.
- Mi tercer hijo nació muerto- reveló con tristeza la abuela. Tuve ocho hijos en total, dos mujeres y seis varones.
- ¿Y después? – insistió Florencia.
- Y después… A sacar el Dünnekuche del horno y a tomar mate – cambió de tema la abuela, abriendo el horno y sacando un Dünnekuche que lucía espectacular.
-¡Qué rico huele! -opinó la nieta.

miércoles, 28 de octubre de 2020

Historia de los juntadores de maíz alemanes del Volga

Hace muchos años existía una tarea rural muy sacrificada para los alemanes del Volga: der "Belschkanpreger" (el cosechero o juntador de maíz a mano), que desapareció cuando empezaron a surgir las primeras cosechadoras con plataforma maicera. De esta tarea anual, que comenzaba a finales de marzo y se prolongaba durante varios meses, participaba toda la familia. Los mayores de Pueblo Santa María aún recuerdan con nostalgia cómo partían caravanas de más de diez carros a "juntar maíz". Los niños dejaban la escuela pendiente hasta su regreso. Las casas se cerraban con llave y toda la familia se hacía al camino, siguiendo el derrotero de la cosecha de maíz. La mayoría recorría varias zonas y partidos del país, yendo de estancia en estancia. Durmiendo debajo de los carros, que se estacionaban a la intemperie, cerrando sus costados con las mismas chalas de maíz o chapas o lonas, formando una especie de dormitorio. La comida se cocinaba sobre un fogón. Eso significaba pasar frío, a veces, demasiado. Sobre todo cuando se producían heladas muy fuertes. También sucedía que en el trayecto nacieran niños o murieran integrantes del grupo familiar.
Don Miguel Lambrecht cuenta que "los juntadores de maíz usaban un cinto de tela de bolsa de arpillera, con ganchos para sostener la maleta de lona de dos metros de largo, como se llamaba a la bolsa donde se arrojaba el choclo que se cortaba de las plantas de maíz. La maleta se llevaba entre las piernas. Cuando una maleta se llenaba podía llegar a pesar unos 30 kilos -afirma.
"Después -continúa don Miguel-, se cargaban en una chata para llevarlas hasta la troja, hecha con cañas y chala de maíz.
"Para desprender el choclo de la planta se usaba una aguja y un montador para no lastimarse demasiado los dedos y las manos. Había que ser rápido para cortar y tirar dentro de la maleta el choclo porque cuánto más bolsas llenabas por día, más ganabas. Era un trabajo duro pero, una vez que te acostumbrabas, no había problema.
"Salíamos en carro de la colonia -agrega don Miguel-. Toda mi familia: mi esposa, mis hijos y mis suegros, con algún cuñado. Íbamos en caravana de muchos carros. A veces, llegábamos hasta alguna estancia cerca de la Capital.
"Era un trabajo hermoso. La alegría de estar todos juntos. Fue una época maravillosa de mi vida" -sostiene con nostalgia don Miguel. (Autor: Julio César Melchior).
(Más historias en mis libros "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga", "La vida privada de la mujer alemana del Volga", "La infancia de los alemanes del Volga" y "La gastronomía de los alemanes del Volga". Para más información enviar WhatsApp al 01122977044).

martes, 27 de octubre de 2020

La abuela le enseña a su nieta a preparar Maultasche (Varenick)

Sonia le había pedido a su abuela que le enseñara a elaborar y cocinar Maultastache. La abuela, como respuesta, le propuso:
-Vení mañana a casa y los preparamos juntas. Así va a ser más fácil para vos.
A Sonia le pareció una idea estupenda. Por dos razones. Primero y fundamental, aprendería a cocinar Maultasche, y segundo, almorzaría los Maultasche de la abuela.
-Que son riquísimos -pensó. No hay como los que prepara ella.
-Bueno… -dijo la abuela. Andá trayendo a la mesa harina, sal, huevos, crema, la ricota…
-Pará, pará, abuela, no vayas tan rápido.
-Cuántas veces en tu vida comiste Maultasche, querida? -preguntó la abuela.
-Muchísimas -respondió Sonia, que tenía 16 años.
-Y nunca le prestaste atención qué llevan los Maultasche y con qué se hacen?
Sonia se puso seria. Ese comentario no le gustó para nada. La hacía sentir juzgada y condenada. Como si su abuela le hubiera dicho la frase que permanente le repite a su madre "los jóvenes actuales no sirven para nada. Ni lavarse los calzones saben".
-Muy bien -continuó la abuela, como si nada hubiera sucedido. Vamos a comenzar. Tiramos los ingredientes en una fuente redonda: la harina, la sal y los cuatro huevos.
-Cuánto de harina? Cuánto de sal? -preguntó Sonia un poco decepcionada con la explicación que le estaba brindando su abuela.
-Eso es fácil, querida. Te vas a dar cuenta vos misma mientras los vayas amasando. No tienen mucho secreto, como verás. Todo es muy sencillo.
-Claro! Muy sencillo! Para vos es sencillo, abuela, que ya los sabés preparar pero no para mí, que los quiero hacer por primera vez -argumentó molesta Sonia.
-Me viste hacerlos desde bebé -insistió la abuela. Me vas a decir que no son fáciles de hacer?
Sonia no respondió. Solamente atinó a bajar la mirada.
La abuela continuó colocando y uniendo ingredientes.
-Mirá -explicó la abuela. Se mezcla bien todo hasta obtener una masa que se pueda trabajar con el palote.
-Y el relleno, abuela?
-Paciencia, querida, paciencia. Ya vamos a llegar al relleno. Primero termino de unir esto. Vos andá pelando dos o tres manzanas. No muchas -volvió a explicar de manera ambigua la abuela.
-Dos o tres manzanas -refunfuñó pensando Sonia. Así no voy a preparar nunca.
-Después, en otra fuente redonda, se unen la ricota, las manzanas cortadas en pequeñas rodajitas, la crema y el azúcar. Así! Mirá! Revolviendo para que todo se una. Con paciencia -repitió la abuela.
-Y las cantidades? Cuánto de ricota y de crema? Y de azúcar? -insistió Sonia.
-Eso te lo va a dar la experiencia. No seas tan ansiosa. Prestá atención en cómo los hago. Viste que no tienen ningún secreto? Es muy fácil.
Sonia no dijo nada. No quería herir a su abuela insistiendo en las cantidades y las proporciones. Sabía que eso le sacaría la sonrisa. Porque la abuela era de pocas pulgas.
-Y finalmente -continuó la abuela, se estira la masa sobre la mesa, se cortan cuadrados o rectángulos, como a vos más te guste, se rellenan y se cierran así: mirá! Con mucho cuidado, para que no se abran cuando los arrojamos dentro del agua hirviendo. Y eso es lo que vamos a hacer ahora, a hervirlos.
Sonia ya no decía nada. No opinaba. No preguntaba. Sólo miraba. Nada más.
-Una vez que los Maultasche están cocidos hervidos -prosiguió la abuela, se los escurre y se le puede poner encima trocitos de pan dorados previamente en aceite o una cebolla dorada también en aceite. Antes se usaba grasa. Viste que fácil de hacer que son? No hay nada más fácil para cocinar que los Maultasche -concluyó la abuela.
Sonia no opinó. Sólo pensó en que si deseaba aprender a cocinar los Maultasche iba a tener que conseguir el libro "La gastronomía de los alemanes del Volga", del escritor Julio César Melchior.
-No me queda otra -reflexionó almorzando los ricos Maultasche de la abuela.

viernes, 23 de octubre de 2020

EL ESCRITOR JULIO CESAR MELCHIOR PARTICIPA DE UN CERTAMEN LITERARIO NACIONAL

Organizado por Inspirate Global Art.
Participan alrededor
 de 1350 obras de todo el país.
Fuente: coronelsuarez.gob.ar

La Dirección de Gestión Cultural y Ceremonial felicita al escritor suarense Julio César Melchior, quien quedó seleccionado con uno de sus poemas, como finalista en un certamen literario nacional del que participaron 1350 obras y cuyo primer premio será la edición completa y comercialización de un Ebook.

Un importante logro para el escritor que durante la pandemia, que modificó totalmente nuestras vidas diarias, no solamente lanzó una nueva edición de su libro “La gastronomía de los alemanes del Volga”, sino que también desarrolló una profusa actividad poética en distintos medios que lo llevó a ser consagrado finalista de un certamen literario nacional, organizado por Inspirate Global Art.
Los resultados finales se conocerán durante las próximas semanas pero, quedar entre los finalistas de más de mil obras participantes, marca todo un logro para la poética del escritor Julio César Melchior y también un mérito por la permanente reinvención artística y cultural y personal, a la cual ya nos tiene acostumbrados el escritor oriundo de Pueblo Santa María.
“Felicitar a Julio Cesar y desde la dirección de Gestión Cultural acompañamos sus logros, deseándole los mejores augurios para esta etapa final”, afirmó el director Marcelo Castorina.

Libros sobre los alemanes del Volga del escritor Julio César Melchior

sábado, 17 de octubre de 2020

La triste historia de Julia

“Nos casamos en la colonia, un jueves y al día siguiente nos fuimos a trabajar al campo, de matrimonio. Mi marido realizaba las tareas rurales y yo tenía que cocinar para los patrones y limpiarles el chalet. Fueron muy duros conmigo. Me trataron muy mal. Me hacían trabajar todo el día. Había pisos en la casa que tenía que lavarlos con cepillo, arrodillada. Y uno no se podía quejar porque enseguida te despedían, te tiraban a la calle como a un saco de basura”- cuenta bajando la mirada. Los ojos se le llenan de lágrimas: “Los patrones tenían un hijo –agrega- que me hacía la vida imposible. Me tocaba toda. Me metía las manos por todas las partes del cuerpo cuando se acercaba en silencio y me agarraba desprevenida, lavando ropa en el lavadero. Fue muy feo. Y no lo podía contar a nadie. Ni siquiera a mi marido. Nos hubieran echado enseguida y nosotros no teníamos a dónde ir. Menos mal que el hijo de los patrones se fue a estudiar a la Universidad. Fueron tres años horribles. Me la pasaba llorando”- confiesa.
Doña Julia llora en silencio, desahogándose.
Luego de unos minutos, dice: “Ahí estuvimos quince años. Nacieron mis seis hijos. Cuando nació mi último hijo, el patrón llamó a mi marido y le dijo que ya no nos podía tener, porque éramos muchos, que él quería un matrimonio más joven, sin hijos. Y nos despidió. Juntamos nuestras pocas cosas y nos fuimos a casa de mi mamá hasta conseguir un nuevo trabajo. Mi marido hizo algunas changas y a los dos meses nos fuimos a trabajar a otro campo, lavando, planchando y cocinando, para los patrones”- remarca. “Mis hijos empezaron a trabajar desde muy chicos porque no se podían quedar con nosotros, al patrón no le gustaba. Decía que nos iba a tirar a la calle si no hacíamos algo y que él no alimentaba parásitos. Y así nos fuimos quedando solos, mi marido y yo”- revela.
“Estuvimos en el campo hasta que lo vendieron, en total treinta años. Después nos fuimos a vivir a la casa de mis padres, que ya no estaban. Mi marido sufrió mucho porque ya estábamos grandes para conseguir trabajo y así fue: hacía changuitas y nada más. Fueron años muy duros. Menos mal que teníamos algo de dinero ahorrado. Mi marido murió de tristeza. No podía estar sin trabajar. Me dejó sola”- sentencia doña Julia llorando, que hoy vive lejos de su casa, lejos de su colonia, en el hogar de su hijo, en otra ciudad, otra gente, otra cultura. (Autor: Julio César Melchior).

Las abuelas y su vida cotidiana

Las abuelas se levantaban de madrugada para hornear el pan, preparar el desayuno, lavar la ropa de toda la familia, preparar el almuerzo en la cocina a leña, zurcir, coser, planchar, carpir y mantener limpio de malezas su jardín y la huerta, regar las flores y las verduras, llevando, a veces, baldes mas pesados que ellas. Y dentro de todas estas actividades, siempre se hacían un tiempo para tomar su Biblia y su rosario y asistir a misa. A misa había que asistir todos los días del año.
Aparte de todo esto también se hacían tiempo para ayudar a los demás, colaborar en los quehaceres de la iglesia, participar de eventos que organizaban las hermanas religiosas para recaudar fondos para la escuela: obras de teatro, kermeses, y muchas otras cosas.
Y, como si todo esto no fuera poco, concebían hijos, los daban a luz, los alimentaban, los criaban y educaban.
¿Cómo era posible que las abuelas pudieran hacer tantas cosas durante un día? Mirando desde la vida moderna, nos parece increíble que hayan tenido tiempo, fuerza de voluntad y una entrega tan total y absoluta a su familia y a sus seres queridos.
Todos estos detalles y respuestas a estas preguntas, las pueden encontrar en mi libro "La vida privada de la mujer alemana del Volga". Escribir a juliomelchior@hotmail.com.

lunes, 12 de octubre de 2020

La abuela le muestra un secreto a su nieta

La abuela estaba tomando mate en la galería, protegida por una enorme y antigua parra, cuando llegó su nieta, Mariela.
-¿Qué hacés, querida, paseando bajo este sol? ¿Con el calor que está haciendo?
-Estaba aburrida y me dieron ganas de visitarte -respondió la nieta, de diecisiete años.
-Vení sentate a mi lado y acompañame a tomar mate. Pero antes, andá a la cocina, y buscá, en la alacena, a la derecha, unos Kreppel que amasé esta mañana temprano, antes de que amaneciera. Porque de día es imposible. Además los freí en la cocina a leña, porque salen más ricos -afirmó la abuela.
Mariela fue a buscar los Kreppel y regresó, para sentarse al lado de su abuela, mientras ya estaba comiendo uno.
-¿Están ricos? -preguntó sonriendo la abuela.
-¡Riquísimos! -exclamó Mariela.
-Tomá un mate. Te va ayudar a bajarlo. ¿Viste que lindo que están floreciendo los rosales?
-Sí -contestó la nieta, cuando en realidad ni los había visto. Pasó al lado de ellos, sin prestarles la más mínima atención.
-¿Abuela? ¿Vos siempre viviste en esta casa?
-Sí -respondió la abuela. Nací en la habitación de atrás. Por aquellos años era muy raro que se pudiera contar con un médico en la colonia. Siempre había una mujer mayor que era la partera. Doña Águeda trajo muchos hijos al mundo. Pobre Águeda. Murió hace ya tantos años que muy pocos la deben recordar. Así pasa con todos.
-¿A qué jugaste cuándo eras chiquita, abuela? Porque antes no había nada para hacer.
-¿Cómo que no había nada para hacer? -preguntó sorprendida, casi ofendida, la abuela. A nosotros nunca nos sobró el tiempo para aburrirnos, como les pasa a ustedes ahora. Al contrario.
-¿Y a qué jugaban? ¿Qué chiches tenían?
-Ahhhh! -suspiró la abuela. Teníamos tantos juegos. ¡Tantos! -repitió. Me acuerdo de la rayuela, la soga, la payana, las muñecas que hacía mi mamá… Nunca voy a olvidar esas muñecas -volvió a suspirar.
-Eran de arpillera ¿no? -preguntó la nieta.
-Sí. De arpillera. Los ojos eran dos botones negros. El pelo lana de oveja o hilo de atar chorizos o lana de algún pulóver viejo. La boca se bordaba. Mi mamá también les cosía ropa…
-También jugaban a los Koser -agregó la nieta.
-Sí. También jugábamos a los Koser -repitió la abuela. Después hizo un breve silencio y giró para mirar a su nieta.
-¿Cómo es que vos, de pronto, sabés tantas cosas de mi niñez, cuando hasta hace apenas unos años no querías saber nada de todo eso? No querías ni oír hablar del pasado de la colonia.
-Eso era antes, abuela. Sucede que tuve que hacer un trabajo para la escuela sobre la niñez en las colonias y eso me llevó al libro "La infancia de los alemanes del Volga", del escritor Julio César Melchior. En ese libro cuenta cómo era la vida de los niños de antes. Cuenta todo.
-¡Con razón! -dijo la abuela.
-Ese libro no solamente menciona los juegos sino que enseña a jugarlos.
-¡Qué bueno! -afirmó la abuela. Me alegra saber que nuestra infancia no se va a perder, cómo se perdieron tantas cosas de antes. Hablando de las cosas de antes… Yo ahora te voy a mostrar un secreto.
-¿Cuál, abuela?
-Paciencia. Quedate sentadita acá que ya vengo. Voy a la pieza y enseguida regreso. No me tardo.
Así fue: la abuela fue a la pieza y regresó con una cajita pequeña, descolorida y ajada, atada con hilo, también descolorido y deshilachado.
-¡Mirá! -murmuró emocionada la abuela, mostrando el contenido a su nieta.
-¿Qué es eso, abuela? -preguntó intrigada Mariela. Son piedras, abuela.
-No son piedras -corrigió la abuela conteniendo el llanto. Son las payanas de tu tío Luisito. Él las quería tanto. Amaba estás piedritas. Y era muy bueno jugando a la payana. Luisito… -suspiró emocionada la abuela.
-Mi tío Luis… ¿Cuál tío Luis?
-Uno de tus tíos que murió a los ocho años de pulmonía. Era menor que tu mamá. Pasaron tantos años y todavía me cuesta hablar de él. Enseguida lloro. Estas eran sus piedritas. Son de canto rodado. Vos no te das una idea lo difícil que era conseguir este tipo de piedritas. Casi imposible. A él se las trajo un albañil que trabajaba en una obra en construcción en la ciudad de Buenos Aires. Estás piedras están conmigo desde el día que murió. Hace ya más de cincuenta años.
Mariela quedó conmocionada. Abrazó a su abuela y juntas lloraron en silencio, la memoria de un ser querido. (Autor: Julio César Melchior).

sábado, 10 de octubre de 2020

Libro "La infancia de los alemanes del Volga"

El libro “La infancia de los alemanes del Volga”, es una obra bilingüe -escrita en alemán y en español-, y es el resultado de varios años de investigación, de recopilación y análisis de fuentes orales y archivos familiares antiguos, casi perdidos en el olvido de los años y rescatados por el escritor Julio César Melchior, luego de una paciente y ardua labor.

Reconstruye con fidelidad histórica cómo era la infancia de los niños alemanes del Volga, en qué contexto familiar, social, económico, educativo, religioso y cultural nacían, vivían, se desarrollaban y se formaban como personas. También rescata y reconstruye su vida diaria, los juegos, sus tradiciones y costumbres ancestrales, las canciones que cantaban, las salutaciones de año nuevo y las adivinanzas que aprendían en sus hogares y en la escuela.
Es un verdadero rescate histórico del patrimonio inmaterial valiosísimo de nuestros pueblos alemanes, vertido en un lenguaje ameno que invita al lector a transitar por una época a la que siempre se quiere regresar, para mantener viva desde nuestra adulta cotidianeidad, la esencia que nos indica a cada instante que un mundo mejor es posible.
Lo pueden encontrar en el barrio de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires, o en Librería Lázaro, en la ciudad de Coronel Suárez, y también en Pueblo Santa María o desde cualquier lugar del país, por correo. O consultar al WhatsApp 011 2297-7044.

viernes, 9 de octubre de 2020

Todas las recetas de los alemanes del Volga

"Arde el fuego en la cocina a leña. La sopa exhala su vaho de vapor. El ambiente huele a caldo. Abuela cocina. Su casa es un hogar donde se comen las comidas más ricas. Ella sabe recetas que heredó de su madre y ésta, a su vez, de la suya, generación tras generación, durante centurias. Las llevaron de Alemania al Volga y del Volga las trajeron a la Argentina. ¿Dónde? En la memoria. Jamás estuvieron escritas en papel alguno. Simplemente las legaban.  Las transmitían demostrando cómo se hacían. Así sobrevivieron. Y así continuarán sobreviviendo, sostiene abuela. ¡Y tiene razón! "-escribe Manuel Schamberger.
Y agrega que "hasta que un día el escritor Julio César Melchior realizó un paciente trabajo de investigación de varios años y rescató todas las recetas en un libro, para que permanezcan en la memoria para siempre. 
"Una obra que debe estar en todos los hogares donde resida un alemán del Volga, porque todas estas recetas forman parte de nuestra identidad, no solamente personal, sino como pueblo" -sostiene Manuel Schamberger.
(Lo pueden encontrar en el barrio de Belgrano, en CABA, o en Librería Lázaro, en la ciudad de Coronel Suárez,  y también en Pueblo Santa María o desde cualquier lugar del país, por correo). Escribir a juliomelchior@hotmail.com.

Amanecer en la colonia de antaño

Los pájaros trinan en el amanecer, surcando el cielo de la colonia rubia. Se escucha el pregón del lechero, carnicero, panadero… Las voces de las amas de casa que salen a la vereda a realizar su compra diaria. La algarabía de los niños conversando en alemán. Los ruidos melodiosos que salen de la herrería, carpintería… El silencioso parlotear de la tijera del sastre y el habla cansino del martillo del zapatero.
El sacristán echa a volar las campanas de la torre de la iglesia llamando a misa. El sacerdote se apresta en la sacristía. Los monaguillos preparan sus enseres. Las velas del altar arden. Doña Agüeda reza el rosario sentada en el primer banco, junto a Doña Ana, ataviadas de negro, las cabezas cubiertas con un pañuelo del mismo color, y las miradas fijas en Jesucristo.
En el campo, los hombres labran la tierra bajo un cielo estrellado de gaviotas. Abren surcos en la tierra virgen para sembrar trigo. El trigo que florecerá en espigas de harina, pan y hostias.
Y en la inmensidad, los ojos de Dios velando a su pueblo: inmigrantes peregrinos que llegaron de allende el Volga para hacer fructificar el suelo argentino. (Autor: Julio César Melchior) Más historias en mis libros "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga" y "La infancia de los alemanes del Volga". Lo pueden consultar en el barrio de Belgrano, en CABA, o en Librería Lázaro, en la ciudad de Coronel Suárez, y también en Pueblo Santa María o desde cualquier lugar del país, por correo). Escribir a juliomelchior@hotmail.com.

La infancia de nuestros abuelos

"El libro “La infancia de los alemanes del Volga”, es una obra bilingüe -escrita en alemán y en español-, y es el resultado de varios años de investigación, de recopilación y análisis de fuentes orales y archivos familiares antiguos, casi perdidos en el olvido de los años y rescatados por el escritor Julio César Melchior, luego de una paciente y ardua labor.
Reconstruye con fidelidad histórica cómo era la infancia de los niños alemanes del Volga, en qué contexto familiar, social, económico, educativo, religioso y cultural nacían, vivían, se desarrollaban y se formaban como personas. También rescata y reconstruye su vida diaria, los juegos, sus tradiciones y costumbres ancestrales, las canciones que cantaban, las salutaciones de año nuevo y las adivinanzas que aprendían en sus hogares y en la escuela.
"Es un verdadero rescate histórico del patrimonio inmaterial valiosísimo de nuestros pueblos alemanes, vertido en un lenguaje ameno que invita al lector a transitar por una época a la que siempre se quiere regresar, para mantener viva desde nuestra adulta cotidianeidad, la esencia que nos indica a cada instante que un mundo mejor es posible" -palabras expresadas el día de su lanzamiento.
El prólogo está cargo del periodista Jorge Eduardo Piaggio y la obra de tapa, es creación de la talentosa artista plástica Guillermina Victoria.
(Lo pueden encontrar en el barrio de Belgrano, en CABA, o en Librería Lázaro, en la ciudad de Coronel Suárez, y también en Pueblo Santa María o desde cualquier lugar del país, por correo). Escribir a juliomelchior@hotmail.com.

miércoles, 7 de octubre de 2020

Historia de vida de la abuela Elisa, una alemana del Volga de 89 años, que nos cuenta su infancia

"Yo empecé a trabajar a los ocho años, el día que ordeñé mi primera vaca, cuando mi madre enviudó, siendo muy joven y con ocho hijos. Yo tenía diez años y tres hermanos menores que yo: un varón de seis, una nena de cuatro y otro varón de un año. Los otros eran solamente un poquito más mayores que yo. Todos tuvimos que dejar la escuela y empezar a ayudar a sostener a la familia. Vivíamos en el campo. El patrón le permitió a mi mamá seguir estando, con la condición de que el tambo continuara produciendo, como cuando vivía mi papá. Por lo que todos tuvimos que abandonar la escuela y ponernos a trabajar en el tambo. Yo estaba cursando tercer grado. Me acuerdo que me gustaban mucho los números y las lecturas en alemán" -recuerda doña Elisa.
"Nos levantábamos a las tres y media de la mañana, porque eran muchas las vacas que había que ordeñar hasta las ocho, en que pasaba el carro a recoger los tarros con leche para llevarlos a la fábrica. Después venía el desayuno y luego otra vez afuera, a arriar las vacas a sus respectivos potreros. Regresar a casa y ayudar a mamá a lavar la ropa de toda la familia, hacer las camas, limpiar la casa. Un montón de tareas que tuve que aprender de golpe. Había días en que lloraba porque no quería levantarme tan temprano o porque estaba cansada de tanto trabajar, a veces, me dolía mucho la cadera, y también había días que quería ir a pescar con mis hermanos, como antes, o jugar con mis muñecas. Pero no se podía. Mamá era implacable. Y hoy la entiendo. No le quedaba otra. Adónde íbamos a ir, si ni casa teníamos. No teníamos un techo dónde vivir. Estábamos obligados a quedarnos trabajando en el campo. Y el patrón se aprovechaba de eso. Nos explotaba al máximo a la hora de pagarle los sueldos a mamá. Siempre tenía una excusa para reconocernos algo y nos descontaba todo. Siempre -revela doña Elisa con tristeza.
"Así es como desde muy chica supe lo que es trabajar para sobrevivir. Porque no solamente estaba el trabajo de ordeñar las vacas y todo lo que ya conté sino que también tenía que ayudar a cocinar, a limpiar el corral de los cerdos, que criábamos para carnear y hacer chorizos con una familia vecina, barrer el gallinero, recoger los huevos, darle de comer a las gallinas, barrer el patio, durante el verano juntar Blater, bosta de vaca, para la cocina a leña, que estibábamos en el patio y regar la quinta de verduras y hortalizas, que era inmensa, porque sembrábamos y producíamos para nosotros y una vez a la semana, mi hermano mayor, con un carrito, tirado por un caballo, iba a la colonia a vender verduras y huevos y alguna que otra gallina, pavos, patos, gansos. El trabajo era interminable" -afirma doña Elisa.
"Cómo si todo eso no fuera suficiente, mi hermano menor murió de pulmonía a los tres años. Fue una tragedia que mi madre nunca pudo superar. Cargó con ese inmenso dolor durante toda su vida. Cada vez que recordaba ese momento, lloraba. Médico no había. La ciudad más cercana quedaba a más de cincuenta kilómetros. Y tampoco teníamos dinero. Eran épocas difíciles. Tampoco teníamos auto. Sólo un carrito. Y el patrón llegaba una o dos veces al mes solamente. Mi mamá estaba siempre sola con nosotros. En el medio del campo. Un ranchito de adobe, un galpón de chapa y dos o tres árboles" -rememora con los ojos llenos de lágrimas.
"Esa fue mi niñez y fue mi adolescencia. Crecí de golpe. Maduré muy rápido, como todos los niños de aquella época de la colonia. Desde muy pequeña ya tuve que asumir responsabilidades y obligaciones de adulto. Por eso me casé tan joven. Yo me casé a los quince. Y a los dieciséis ya nació mi primer hijo. Pasé de trabajar en un campo, con mi mamá, a trabajar en otro, a la par de mi marido. Con él tuve que aprender actividades relacionadas con la ganadería, para poder ayudarlo. A la par criaba gallinas, cerdos y hacía huerta, lo mismo que cuando era niña. Éramos pobres y había que trabajar. Los hijos iban llegando, tuve seis, y había que darles de comer y vestirlos. Nada fue fácil. Sin embargo, con mi marido conseguimos construir nuestra casa, en la que trabajamos durante casi veinte años, hasta que estuvo lista. Haciendo muchísimo sacrificio para ahorrar, a veces, incluso privándonos de cosas. Pero fuimos felices juntos. Muy felices. Lo mismo que tampoco me quejo de mi niñez. Mi madre hizo lo que pudo y ella, tanto como la vida, me hicieron crecer, me formaron y me transformaron en lo que soy -concluye satisfecha, doña Elisa, acotando que tiene doce nietos que son su mayor orgullo y que es muy feliz. (No olvidemos a nuestras madres en el "Día de la Madre", a celebrarse durante las próximas semanas, y llenemos su alma de amor y hagámosle un hermoso regalo, obsequiemos un libro que rescata su historia y su cultura: "La vida privada de la mujer alemana del Volga", "La gastronomía de los alemanes del Volga", "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga", "La infancia de los alemanes del Volga"). Autor: Julio César Melchior.

martes, 6 de octubre de 2020

¿Se acuerdan de los ricos Kreppel que amasaba la abuela?

Cómo olvidar aquellos sabrosos Kreppel que amasaba la abuela en la larga mesa de madera de su humilde casita de adobe, junto a la cocina a leña, siempre encendida. Aquellos Kreppel que freía en grasa que ella misma elaboraba después de las carneadas. Todo era casero. Todo era natural. Todo estaba hecho por sus manos hacendosas y su memoria sabia, que atesoraba la herencia que había recibido de sus ancestros, oriundos de aquella lejana aldea, ubicada junto al río Volga, en la milenaria estepa rusa, y que muchos años antes habían escapado de las guerras y penurias de su patria alemana.
Cómo olvidar las largas tardes de verano, de nuestra infancia, cuando nos esperaba con grandes fuentes colmadas de Kreppel bañados en abundante azúcar y mate cocido o té con leche. Esas tardes interminables de juegos y sonrisas junto a mis primos. De escuchar a mi abuela reír al compás de nuestras conversaciones relatando travesuras cometidas a la hora de la siesta, en las huertas que producían verduras y hortalizas de todos los colores, aromas y sabores.
Cómo olvidar esos Kreppel de la abuela, si jamás volví a probar nada igual desde aquellos años de mi adolescencia, cuando ella tuvo que partir junto al Señor, que se llevó ya ancianita, siempre alegre, siempre cantando en alemán, en su casita de adobe, la casita donde nació, se casó, crió a sus hijos, fue inmensamente dichosa y también nos hizo inmensamente felices a nosotros, sus numerosos nietos, que nunca la olvidamos, ni a ella ni a sus sabrosos Kreppel, por más que ya hayan transcurrido más de cuarenta años. (Autor: Julio César Melchior).
Para leer la receta completa de los Kreppel, ingresar a este enlace: https://hilandorecuerdos.blogspot.com/2014/05/receta-de-kreppel-de-la-abuela-maria.html
(Más recetas tradicionales en el libro "La gastronomía de los alemanes del Volga". Consultar al WhatsApp 011 2297-7044 ).

Cuatro libros para mamá en su día

Se aproxima el "Día de la madre". Día especial. Día para rendirles homenaje a nuestras amadas madres. Día para agasajarlas con libros que rescatan no solamente la historia de sus ancestros y de su pueblo sino también su propia historia como mujer y como mamá.
Libros que rescatan su vida personal, todo lo que hizo por su familia y por sus hijos. Su abnegado sacrificio, su entrega silenciosa, el trabajo a la par del hombre, su amor inconmensurable, que no tiene fronteras ni límites.
Los libros son: “La vida privada de la mujer alemana del Volga”, “La gastronomía de los alemanes del Volga”, “Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga” y “La infancia de los alemanes del Volga”.

¡Cómo olvidar nuestra niñez!

Como olvidar esos juegos, en esos fondos inmensos que tenían los patios de nuestros padres, con el Nuschnick a 30 metros de la casa, el gallinero, el chiquero, para trepar los techos cuando papá no nos veía, la huerta para hacer alguna travesura durante la siesta, los árboles frutales, para trepar buscando nidos de pájaros, y un universo inmenso de fantasía. Nosotros jugando en la tierra, abriendo caminos, construyendo puentes, fabricando carros y automóviles con maderitas, latitas, chapitas, clavos y un martillo que le birlábamos a papá, sin que se diera cuenta. También corríamos por los pastizales jugando a los vaqueros, imitando los sonidos de sus pistolas, montados en palos de escoba; o marcando la Z del Zorro por doquiera. De vez en cuando buscando lombrices cerca del canal por donde corría el agua que salía de la pileta de la bomba, para ir a pescar al arroyo que queda a pocos metros de la colonia, para terminar casi siempre pescando cantores o algún pececito ínfimo, que terminábamos llevando a casa en algún tarro con agua del arroyo. A veces nos “perdíamos” en algún potrero arrancando choclos para llevarlos a casa y cocinarlos en alguna olla oxidada que, también, encontrábamos por ahí. Haciendo una fogata que otra que los piratas del Caribe. Juntábamos todas las ramas secas que había, troncos, lo que encontrábamos para que las llamas fueran abundantes. Todo eso en pleno verano. Terminábamos colorados, medio cocinados de frente. Siempre había alguien a quien se le ocurría correr a casa y buscar una pava, sin que su madre se entere, otro que salía corriendo a buscar yerba, otro azúcar, otro el mate, algún otro pan, y terminábamos merendando. A veces éramos más de una docena de niños. Podrán imaginar ustedes la sorpresa de esa pobre madre cuando veía su pava nuevamente: negra quedaba, ni limpiándola con detergente, lavandina y virulana y la esponja de acero juntos, volvía a quedar como antes. Por supuesto, que también estaba el fútbol, y cualquier pelota venía bien: de trapo, de plástico, de goma pero casi nunca, de cuero. Eso sí, algún balón o terminaba dentro del pozo ciego del baño, porque alguno de nosotros olvidaba cerrar la puerta, o terminaba dentro de la cocina de algún vecino, tras ingresar sorpresivamente por la ventana, rompiendo un vidrio, y yendo a caer sobre la mesa de las mujeres que tomaban mate. Imagínense ustedes el escándalo de estas inocentes señoras. Tantos pero tantos recuerdos que es imposible resumirlos a todos en este breve escrito. Por eso es que escribí el libro “La infancia de los alemanes del Volga”, para perpetuar la memoria de nuestra niñez. Autor: Julio César Melchior.

viernes, 2 de octubre de 2020

¿Se acuerdan de los sabrosos Wicknudel o Wickelkleis que cocinaba mamá?

Cómo olvidar los sabrosos Wicknudel que cocinaba mamá si cada vez que lo hacía, la cocina se convertía en una fiesta. Desplegaba abundante harina sobre la antigua mesa de madera gastada, herencia de los abuelos, colocaba sobre la cocina a leña una olla grande con abundante estofado, que emanaba un vapor que llenaba el ambiente de aromas que quedaron para siempre adheridos a su recuerdo y nosotros, niños pequeños, jugábamos en el piso con maderitas, algún martillo hurtado sigilosamente a papá, latitas, fabricando autitos, carros o vaya uno a saber qué artefactos estrafalarios estaría imaginando por aquellos años nuestra cabecita inocente, libre de problemas y preocupaciones.
Cómo olvidar los sabrosos Wicknudel que cocinaba mamá, que después comíamos todos juntos, papá y mis hermanos, sentados alrededor de la mesa, desde el más pequeñín de todos hasta el que ya estaba en edad y tenía permiso de tener novia. Los almuerzos y las cenas eran sagradas. Ningún integrante de la familia debía faltar jamás. Y siempre había que agradecer a Dios la bendición de tener suficientes alimentos.
Cómo olvidar los sabrosos Wicknudel que cocinaba mamá, si ella era el alma de la casa, la alegría del hogar, la sabiduría en persona, la que lo sabía todo, la que lo solucionaba todo, la que nos acompañaba en las noches de llanto, junto a la cama, y en los momentos de felicidad, siempre sonriente, siempre alegre, siempre venciendo obstáculos, siempre mamá, siempre mi mamá. La única. La inolvidable. La que siempre velará por mí, por más años que cumpla y por años que pasen. Ella siempre será mi madre y yo siempre seré su hijo pequeño. (Autor: Julio César Melchior).
(La receta de los Wicknudel que cocinaba mi madre, están en mi libro "La gastronomía de los alemanes del Volga").