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jueves, 31 de diciembre de 2020

Wünsche gehen: una antigua tradición de Año Nuevo de los alemanes del Volga

Durante el primer día del nuevo año se llevaba a cabo en las colonias una tradición ancestral que tenía a los niños como protagonistas y que se llama: Wünsche gehen, cuya traducción aproximada podría definirse como ir de casa en casa a expresar buenos deseos (en este caso, de año nuevo).
Los niños esperaban esa jornada con ansias y con júbilo, porque ante cada deseo de feliz año nuevo recibían una recompensa. Obsequio que podía consistir en galletitas caseras, recién horneadas, o en casos excepcionales, algunos caramelos, chocolatines o masitas compradas en la ciudad (golosinas que eran una delicia para los niños de aquel tiempo, porque solamente tenían acceso a ellos, los domingos de Pascua, cuando llegaba el conejo o en estas ocasiones de Año Nuevo).
La ceremonia comenzaba bien temprano a la mañana, cuando los niños saludaban a sus padres, recitando un poema centenario y de autor desconocido, que dice así: -Vater und Mutter ich wünsche euch glückseeliges neusjahr, langes leben und Gesundkeit; frieden und einigkeit und nach ihrem Tod die ewigkeit glückseeligkeit”.
-Das wüsnsche mir dir auch -respondían mamá y papá mientras les obsequiaban golosinas.
Cumplido este ritual, los pequeños salían a visitar a parientes y amigos para también desearles la felicidad en el año nuevo que comenzaba. Pero en esta ocasión el poema era otro:
-Glück und segen / auf allen Wegen! / Frieden im Haus / jahrein, jahraus! / In gesunden und kranken Tagen / kraft genung, Freud und Leid tragen! / Stets im Kasten ein stücklein Brot, / das geb’ uns Gott!
Como cuento en mi libro "La infancia de los alemanes del Volga", con cada regalo los pequeños armaban un paquetito que llamaban Pindllie, lo que significaba en la práctica colocar las golosinas en el centro de un pañuelo y unirlo en sus cuatro puntas mediante un nudo central.
Al finalizar la jornada los niños de la colonia, se sentían dichosos con la cantidad de golosinas que lograban reunir tras una larga jornada de “trabajo”, visitando tíos, abuelos y demás parientes.(Autor de la recopilación histórica: Julio César Melchior).

Tres recetas de dulces caseros, con sus ingredientes y modo de preparación

Durante el verano, cuando los árboles frutales producían a pleno, más cantidad de fruta de lo que la familia y parientes alcanzaban a consumir, las abuelas aprovechaban todo ese sobrante de frutas para elaborar dulces caseros, que envasaban en frascos que esterilizaban hirviéndolos en una cacerola o con un trapito embebido en alcohol, y después guardaban en el sótano o en algún lugar fresco, para ir consumiendo durante todo el año.
En esta oportunidad, les voy a revelar tres recetas de dulces que elaboraba mi abuela, que se pasaba horas quitándoles la cáscara y el carozo y después, junto a la cocina a leña, revolviendo cada tanto, hasta terminar de cocinarlos. Así, durante días y días, levantándose a las cuatro de la mañana, para aprovechar el fresco del amanecer.
Estas recetas aparecen publicadas en mi libro "La gastronomía de los alemanes del Volga", donde van a encontrar muchas recetas más de dulces caseros que elaboraban las abuelas de las colonias y aldeas. No solamente eso, sino que también van a encontrar más de 150 recetas tradicionales más, rescatando todas las comidas que cocinaban nuestras abuelas.

Dulce de ciruela

Ingredientes:
- 1 kilo de fruta
- 800 gramos de azúcar
Preparación:
Se corta la fruta en trozos y se pone a hervir hasta que se convierta en puré. Colar. Poner a hervir nuevamente y agregar el azúcar. Dejar cocer hasta que la preparación se espese, revolviendo cada tanto con la cuchara.

Dulce de zapallo

Ingredientes:
- 1 kilo de zapallo
- 500 gramos de azúcar
- Agua
Preparación:
Hervir el zapallo y hacer un puré. Agregar el azúcar y llevar a fuego bajo sin dejar de revolver. Si es necesario agregarle un poquito de agua. Cuando se obtenga el punto de mermelada, retirar del fuego y dejar enfriar. Una vez frío, envasar.

Dulce de tomate

Ingredientes:
- 1 kilo de tomates enteros
- Azúcar
Preparación:
Poner en una olla el contenido de los tomates y medir igual cantidad de azúcar y de agua. Hervir por una hora a fuego suave, hasta que adquiera la consistencia deseada. (Autor: Julio César Melchior).

El pasado de mi abuela y de todas las abuelas de las colonias y aldeas

Mi abuela, al igual que todas las abuelas de las colonias y aldeas, conservaba un universo interior que solamente era suyo, íntimo y secreto, reservado y oculto, que por temor, vergüenza, timidez o prejuicio, jamás se atrevió a revelar. Allí tenía guardadas muchas experiencias, algunas profundamente traumáticas y dolorosas, otras no tanto, pero igualmente censuradas por lo que antiguamente la opinión pública consideraba inmoral o a consecuencia de la excesiva rigidez de los postulados de la iglesia, que no permitía que la mujer se atreviera a vivir una existencia que estuviera de acuerdo a sus deseos personales.
Habiendo descubierto ese mundo interior, que pugnaba por salir, que oprimía el corazón de la abuela, y por supuesto, de casi todas las abuelas de las colonias y aldeas, y se manifestaba sutilmente en sus miradas, gestos, actitudes, comportamientos y en sus silencios, decidí investigar la causa para transformarlo en un libro y en un acto de liberación colectiva.
Fue así como, después de cinco años de trabajo, de entrevistar durante horas y horas a más de un centenar de ancianas, que muy gentil, amable y generosamente, me abrieron su corazón y su alma, nació mi libro "La vida privada de la mujer alemana del Volga". Una obra que las rescató como mujeres, que les dio visibilidad, que mostró sus sensaciones y sentimientos, muchos de ellos reprimidos desde su infancia, y también puso al descubierto sus angustias y sus miedos. Los reales y los imaginarios. Les dio un espacio para que hablaran libremente de sus sufrimientos y de sus sueños postergados. De temas tabú, de los que nunca se atrevieron a hablar ni consigo mismas. Como la pasión y el sexo. Los matrimonios arreglados. La influencia del sacerdote en sus vidas no solamente conyugales sino íntimas y privadas. La presencia constante y censora de la Iglesia, de la sociedad y del que dirán, el mandato patriarcal, las costumbres y las tradiciones que pesaban sobre ellas.
Y las abuelas, al ver el libro publicado, se vieron y se sintieron reivindicadas, revalorizadas y al fin, libres de tantos años de opresión, incomprensión y silencio. Más aún, cuando la obra fue presentada en Buenos Aires y fue adquiriendo trascendencia y cada día mayor éxito, tanto en el país como en el exterior. Lo que significaba que no solo sus vecinos sino mujeres y hombres de otras ciudades y culturas se interesaban en ellas y en su pasado. Que las comprendían y entendían. Que querían saber de ellas y de la manera en que habían vivido y afrontado su niñez, su adolescencia y adultez, junto con el matrimonio y la llegada de numerosos hijos, cuya crianza y educación, les representó un sacrificio enorme, junto con el esfuerzo de trabajar a la par de sus esposos.
Pasado el tiempo, y transcurridos más de diez años de aquella experiencia literaria y profundamente humana, el libro continúa reeditándose permanentemente. El éxito de la obra sigue intacto. Se continúan vendiendo decenas y decenas de ejemplares. Y el interés de los lectores va en aumento. Hay quienes lo adquieren para leerlo y aprender, para tenerlo en su biblioteca, para descubrir su pasado de descendiente de alemanes del Volga y comprender su presente, también lo adquieren muchos estudiantes para utilizarlo como material de investigación para escribir sus tesis finales para obtener su título en la universidad, y maestros y profesores que lo usan en materias específicas en escuelas secundarias, terciarias y universitarias. Y, por supuesto, muchos lo desean para obsequiar.

Los Wickelnudel o Wickelkleis de mi abuela

Durante nuestra infancia, la abuela nos cocinaba suculentas ollas de Wickelnudel para todos nosotros, sus nietos, que éramos como quince.
Se levantaba bien temprano a la mañana, encendía la cocina a leña, tomaba mate y ya se aprestaba a reunir los ingredientes y a amasar: 1/2 kg de harina, 2 cucharadas de levadura, 1 pizca de sal, 1 huevo y leche.
Amasaba la receta que había heredado de su madre, que de niña, llegó de la aldea Kamenka, junto a sus padres, en barco, en una larga travesía de un mes, dejando atrás el mítico río Volga, al que jamás volvió a ver.
Acto seguido preparaba el estofado donde iba a cocinar los Wickelnudel, con: 500 gramos de carne, 4 dientes de ajo, 1 cebolla grande, pimientos de los tres colores, 2 zanahorias chicas y 3 papas medianas.
El resto de la receta la rescato en mi libro "La gastronomía de los alemanes del Volga", en el que atesoro muchas recetas más de la abuela, para compartirlas con ustedes.
Cada uno de los platos tradicionales que preparó mi abuela en mi niñez están ligados a recuerdos imborrables compartidos con ella, con mi abuelo, mis primos y mis tíos. Momentos que me llenaron de alegría y felicidad. Instantes que conservo frescos en mi memoria, pese a los años que transcurrieron.
Esos recuerdos estarán en mi corazón y en mi memoria para siempre. (Autor: Julio César Melchior).

sábado, 26 de diciembre de 2020

Stollen, el pan dulce alemán (historia y receta)

Fuente: actualidaddealemania.wordpress.com

El Stollen, también llamado Christollen, Weihnachtsstollen o Striezel es un pan dulce típico alemán. Por su forma debe recordar al niño Jesús recién nacido envuelto en pañales. Por eso su capa externa de azúcar glaseada.
Los orígenes del Stollen se remontan muy atrás en la larga tradición de la cocina alemana. Por eso no es de sorprender que la primera mención que se hace de este pan dulce en un documento escrito date del año 1329, en Naumburgo, a orilla del Saale, como un regalo ofrecido a un obispo. Claro que, por aquel entonces, era un pan mucho más liviano, ideal para los ayunos de adviento.
Recordemos que, por aquellos años, las tradiciones católicas no permitían la ingesta de leche y de manteca durante los períodos de ayuno. Por eso es que la masa de los primeros Stollen sólo podía ser elaborada con ingredientes sencillos, como agua, avena y aceite de nabos.
Esta forma de elaboración primitiva desagradaba profundamente a los nobles de la época debido a su sabor austero, por lo que en 1440 rogaron al príncipe Ernesto de Sajonia y a su hermano, el duque Alberto, que intercediera ante el Papa Nicolás V para que fuera posible incluir la manteca en la receta del Stollen. Pero el Papa rechazó rotundamente la petición.
El primer Papa que permitió por fin incluir este alimento en el ayuno de Adviento fue Inocencio VIII que en 1491 escribió una carta autorizando su uso, que fue llamada “Carta de la manteca” ( Butterbrief), poniendo como condición que se sustituyera el aceite por la manteca. La Butterbrief tenía aún algunas exigencias más insólitas: cada vez que se elaboraba un Stollen, debería pagarse una cantidad a la Iglesia para construir la catedral de Freiberg. La Butterbrief también establecía en sus comienzos que sólo los nobles y algunos de sus allegados podían probar este pan dulce, pero no pudieron impedir que pronto se extendiera al pueblo este permiso.
La influencia de Dresden
La tradición oral cuenta que un pastelero de la corte ( Hofbäcker) llamado Heinrich Drasdo en Torgau ( Sajonia) fue el primero en añadir frutos secos a la fórmula porque lo encontraba demasiado sencillo para ser un pan dulce navideño. Y así se “enriqueció” hasta llegar a la forma conocida en la actualidad, y al mismo tiempo el Dresden Stollen fue conocido primero en Sajonia y posteriormente en toda Alemania.
Como dato adicional podemos agregar que existen varias variantes de Stollen, como por ejemplo, entre muchos otros tipos, el MandelStollen ( de almendras), ButterStollen ( de manteca), MarzipanStollen ( de mazapán), MohnStollen ( de semilla de amapola), Nuss-Stollen ( de nueces).
Obviamente que el Stollen clásico sigue siendo el DresdenStollen. La tradición dice que tras haber sido cocinado en el horno, el Stollen debe reposar tres semanas en un sitio fresco, para que las frutas vayan dando el aroma y el sabor por su interior.
Y como broche final, a continuación la receta de un Stollen alemán :
Ingredientes:
1 kilo de harina de trigo
80 grs de levadura fresca
1 pizca de azúcar blanca
1 cucharada de leche tibia
250 grs de manteca
200 grs de pasas de uva
100 grs de almendras peladas y picadas
100 grs de cáscara de limón cristalizada
100 grs de cáscara de naranja cristalizada
Media cucharadita de sal
200 grs de azúcar blanca
2 yemas de huevo
2 cucharadas de manteca derretida
Azúcar impalpable para espolvorear
Preparación:
Colocar la harina en un tazón grande y deshacer la levadura encima. Espolvorear con la pizca de azúcar y agregar la cucharada de leche tibia. Tapar y dejar reposar durante una hora en un lugar tibio.
Calentar 375 ml de leche con 250 gras de manteca hasta que esta última se haya derretido. Verter dentro del tazón con la harina y la levadura, y agregar las almendras, las cáscaras cristalizadas, la sal, el azúcar y las yemas. Mezclar con las manos hasta formar una masa suave, después incorporar las pasas de uva. Volver a cubrir el tazón y dejar reposar en un lugar tibio durante otra hora o hasta que la masa haya duplicado su volumen.
Darle una forma alargada y colocar sobre una placa para llevar al horno.
Hornear en horno precalentado a 190° entre 45 a 60 minutos.
Retirar del horno y barnizar con dos cucharadas de manteca derretida.
Espolvorear con azúcar impalpable mientras aún está caliente.

jueves, 24 de diciembre de 2020

Así se celebraba la Navidad en las colonias de antaño

En tiempos de nuestra niñez las celebraciones de Navidad eran muy austeras y humildes porque la mayoría de los habitantes de la colonia eran familias de escasos ingresos económicos y también porque, por aquellos años, lo más importante no eran ni el pino lleno de adornos y menos que menos las grandes comilonas, con sus respectivas sobremesas de pan dulces y ostentosos brindis, sino la asistencia a misa, llamada "Mette", o Misa de Gallo, que comenzaba a las doce de la noche, hora en que se conmemora el natalicio de Jesús.
A esta misa asistía toda la colonia, mayores, adolescentes y niños, absolutamente todos. Salvo los que se encontraran impedidos por alguna causa física o tuvieran a su cargo una tarea laboral impostergable, contaban con el permiso para faltar.
No se admitía, bajo ningún punto de vista, no concurrir a esta misa. Además, nadie lo hubiera hecho. No se asistía por obligación sino por convicción y por fe: se creía profundamente en Dios y la fe se practicaba con el ejemplo.
Lo importante era que la familia completa estuviera presente al momento de producirse el nacimiento del Niño Dios.
Y ese nacimiento se celebraba con alegría, con los corazones alborozados de felicidad y pletóricos de esperanza.
Y un último detalle, fundamental para la Navidad y los niños de la época, después de misa, una vez que toda la familia estaba ya en casa, llegaba el Pelznickel y el Christkindie. Dos personajes que marcaron fuertemente nuestra niñez. (Autor: Julio César Melchior).

miércoles, 23 de diciembre de 2020

El Pelznickel y el Christkindie, dos personajes tradicionales de la Navidad de los alemanes del Volga

El Pelznickel, de barba enmarañada, arrastrando su larga y gruesa cadena, ataviado de prendas oscuras y gastado sobretodo negro, viene vociferando sonidos guturales, cual monstruo prehistórico escapado del fondo de los tiempos para castigar a los niños díscolos. En la mano un Rutschie, una rama fina y delgada, para descargar sobre los dedos de los infantes que, una vez sorprendidos en su falta, no saben rezar o, a causa del pánico, se olvidan del Padrenuestro, confundiéndolo con el Avemaría. 
Un solo eco de su voz a lo lejos, provoca que los niños huyan despavoridos a esconderse debajo de la mesa y de la cama o detrás de la falda de la madre. Imposible huir de este personaje que conoce las faltas y las travesuras cometidos por todos los niños de la colonia a lo largo del año.
Pero como todo tiene su recompensa, una vez que el Pelznickel hubo partido de la casa, dejando a los niños inmersos en un mar de lágrimas, llega el Christkindie, el niño Dios, personificado en una niña vestida de blanco inmaculado, para calmar el llanto, mitigar el sufrimiento y brindar consuelo a las almas de los pobres niños de la colonia.
Toda ella es dulzura y santidad y lleva colgado en uno de sus brazos, una canastilla llena de galletitas caseras, frutas y alguna que otra humilde golosina que, para los niños colonienses, es el manjar supremo, una delicia que saborean solamente en estas ocasiones o en Pascua, cuando llega el conejito.  (Autor: Julio César Melchior).

martes, 22 de diciembre de 2020

La historia del Pelznickel y la pequeña Elisa

El Pelznickel la miró a los ojos, hasta el fondo de su alma. Parecía poder atisbar en los rincones más recónditos de su interior, allí dónde ocultaba las travesuras que sus padres no debían saber jamás, como la tarde que dejó escapar las ovejas, arruinando la quinta y la cosecha de verduras para el invierno, ocasión en que el culpable terminó siendo el pobre perro que, dicho sea de paso, recibió una furibunda paliza por el delito que no cometió. Elisa, de nueve años, cerró los ojos. Temblaba. Apenas respiraba. A su lado, su hermano la observaba de reojo, consciente de que él sería próximo.
El Pelznickel gruñó unas palabras para demostrar que estaba muy enojado con la niña. Le ordenó que abriera los ojos y se arrodillara frente a él. A continuación le preguntó si se había portado bien durante el año. Sí -mintió Elisa. Lo que aumentó la furia del Pelznickel, un viejo barbudo, de pelambre enmarañada, calzado en botas de lluvia y un vetusto sobretodo negro, de invierno. Lo que le provocaba un mar de sudor. A quién se le ocurría vestirse con ropas de invierno para aparecerse a los niños durante la Nochebuena.
El Pelznickel le revisó las manos y las uñas y la obligó a rezar, primero el Padrenuestro, después el Avemaría, después el Credo… Elisa tartamudeó, tropezó con las palabras, se confundió, empezó a sentir como sus manos comenzaban a temblar y a sudar. Hasta que no soportó más y estalló en llanto. Un llanto desgarrador. Pero no se movió ni nadie la rescató. Los demás niños miraban absortos, porque sabían que después les tocaría a ellos, y los padres y tíos observaban cómplices, conocedores de la rutina que se estaba desarrollando desde tiempos inmemoriales.
El Pelznickel repitió la actuación con todos los niños de la casa. Todos, los seis, a su turno, lloraron. Poco o mucho, pero lloraron. Las mujeres y los varones. Nadie quedó indemne de un castigo. Para la mayoría solo consistió en rezar. Para el más díscolo, sin embargo, la pena fue, además de orar, recibir unos golpes sobre las palmas de las manos, con un Rutschie.
Concluida la labor, el Pelznickel se marchó como había llegado: lanzando estertóreos gritos guturales y agitando la pesada cadena que, año a año, traía consigo para anunciar su terrorífico arribo. (Autor: Julio César Melchior). Para conocer más tradiciones festivas de Navidad y Año Nuevo de los alemanes del Volga no dejen de consultar mi libro “La infancia de los alemanes del Volga”, una obra bilingüe (español y alemán) Para más información comunicarse por privado o al 01122977044.

domingo, 20 de diciembre de 2020

El escritor Julio César Melchior, cerrando un año que le resultó espectacular

Por sus libros y por sus blogs, donde recibe cientos de visitas cada día “Deseo un año bueno para todos, que sea pleno de logros personales, que todos nos demos cuenta que no depende de las circunstancias, tampoco depende de los demás. Todo depende de uno mismo”
“Muy contento y muy feliz. Para mí fue un año, en lo literario y laboral, espectacular, maravilloso” expresó el escritor de Pueblo Santa María Julio César Melchior, a poco de recibir una nueva satisfacción con la que cierra el año: obtuvo el primer premio del certamen literario Luisa Braganza, en la Categoría B. 
El cuento “Noche de perros” formará parte de una antología, que será publicada por la provincia de Buenos Aires. Este certamen contó con el apoyo, acompañamiento y la jura de la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires.
Agrega que “fue un año lleno de logros, que superaron cualquier expectativa que yo podía haber hecho cuando comenzó este año. Hay que tener en cuenta que fue un año complejo por el tema de la pandemia, que nos afectó a todos. También circunstancias personales de salud que fueron muy difíciles. Y a pesar de todo eso, fue un año que yo puedo catalogar de espectacular, porque fueron muchos los objetivos cumplidos, otros que llegaron a fuerza de sobreponerme, de afrontar nuevos desafíos y de plantearme nuevos objetivos. De siempre intentar mejorar y crecer, lo que todos nos proponemos en la vida”.
Dice Julio que siempre trata de enfocarse “en lo que amo. Y a partir de ahí tratar de empezar de nuevo, de construir a partir de las posibilidades que tengo. Y siempre tratar de hacer lo mejor posible. No porque no me queda otra, sino, a partir de ahí, hacer lo mejor posible, poniendo todo en lo que hago. Cuerpo, alma, poner el cuerpo. Con dolores que te dejan una enseñanza muy grande, y está en uno aprender de esa enseñanza o quedarse en la queja, nada más. Aprender del dolor y seguir creciendo, superándome. A veces el objetivo en la vida no es competir con los demás, sino competir contra uno mismo y contra los obstáculos que le va colocando la vida”.
Indica que el cuento por el que acaba de obtener un primer premio, “Noche de perros”, “no tiene nada que ver con los alemanes del Volga, ni con todo mi trabajo habitual. Es un cuento que está fuera de todo. Se van a sorprender mucho. Es como una nueva etapa literaria, por ponerle un rótulo. Como si el que hubiera escrito ese cuento fuera otra persona. Yo creo que tiene que ver con eso de reconstruirse y comenzar nuevas etapas”.
Suma que “dentro de todo lo que fue sucediendo este año, el ganar este premio fue como un gran halago. Significa que lo que estoy haciendo lo estoy haciendo bien. Y significa un halago, un reconocimiento para el alma y para las personas que me apoyan y me quieren. Junto a mí hay un montón de gente que me apoya. Y también la gente que no está cerca, pero me quiere y apoya mis trabajos. Entonces es un premio compartido con todos”.
A lo largo del año hubo otros acontecimientos que hacen que este sea un año espectacular para Julio César Melchior. 
“Hace poco llegué a la final de un concurso internacional de poesía, lo que estuvo muy bueno. A principio de año publiqué el libro ‘Letanías pos mortem’, durante el año se lanzó la 14° edición del libro ‘La Gastronomía de los alemanes del Volga’. Durante el año se agotó el libro “Historias…”, se está por agotar el libro ‘Lo que el tiempo se llevó’; siguió teniendo muchísima repercusión el libro ‘La vida privada de la mujer alemana del Volga’; el blog explotó de visitas, es impresionante las visitas grandes que hay. Y este último tiempo estuve haciendo algunos trabajos con algunos artistas locales. Todavía no puede decir nada al respecto, pero son algunos trabajos que se van a ir conociendo en los próximos meses”.
Así resume, con esta enumeración, Julio César Melchior un año que fue muy bueno para su historia de escritor.
En el cierre de la entrevista deja un mensaje para el año que termina: “agradezco infinitamente a toda la gente. Primero, a mi familia, después a toda la gente que está cerca de mí, siempre. Y luego a todos en general, a mis lectores, a mis amigos, a los medios de comunicación, a todo el equipo de esta Radio que están siempre, siempre. Eso es lo que verdaderamente importa. Deseo un año bueno para todos, que sea pleno de logros personales, que todos nos demos cuenta que no depende de las circunstancias, tampoco depende de los demás. Todo depende de uno mismo. Muchas veces las circunstancias pueden ser muy duras, pero depende de uno mismo. Es uno mismo el que tiene ponerse un objetivo, trazarse un plan y luchar contra lo que sea. Siempre va a llegar, no importan las circunstancias, que pueden ser muy duras, pero uno siempre puede salir adelante”.

martes, 15 de diciembre de 2020

Ganador del primer premio concurso literario organizado por la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Coronel Suárez con el apoyo y acompañamiento de la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires


Me siento inmensamente feliz y quiero compartir mi alegría con todos ustedes, que me acompañan diariamente, por obtener el primer premio, con mi cuento "Noche de perros", en el concurso literario organizado por la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Coronel Suárez, con el apoyo y acompañamiento de la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires.
Muchas gracias a los organizadores y al jurado.
La entrega del premio se realizará el jueves 17, a las 11, en sala Bicentenario del Mercado Municipal de las Artes “Jorge Luis Borges”, en la ciudad de Coronel Suárez.

La casa de mamá

La casa de mamá tenía un cielo de estrellas y una luna de ensueño donde uno podía pedir cualquier deseo y éste irremediablemente se volvía realidad. En casa de mamá, cuando éramos niños, “veíamos” a Melchor, Gaspar y Baltasar recorriendo el patio montados en sus camellos luego de dejarnos los regalos de reyes; al conejito de Pascua dejando en los niditos que armábamos con cajas de zapatos y papel recortado, una infinidad increíble de huevitos de chocolate y golosinas; al Pelznickel entrando en la cocina arrastrando cadenas mientras nos asustaba gritando “¿Dónde están losniños malos?” y al Christkindie llenándonos las manos de sorpresas y bendiciones...
La casa de mamá olía a pan casero, a café con leche, a sabrosas comidas tradicionales, a chucrut, a pepinos en conserva y mil olores más que al recordarlos nos llenan el alma de ternura y el corazón de nostalgia y añoranza. Porque unidos a ellos está la imagen de mamá cocinando, lavando la ropa, cociendo, tejiendo, bordando, enseñándonos a escribir, compartiendo un secreto, ayudándonos acrecer... y está también la imagen de papá, tan serio y tan formal, pero en el fondo tan bueno y tan dulce, trabajando el campo, arando, sembrando, tejiendo sueños para el futuro de sus hijos... y los interminables atardeceres de invierno, en los días de lluvia, sentados alrededor de la mesa comiendo Kreppel, haciendo la tarea escolar, esperando que el tiempo pase y poder volar y poder crecer y poder ser grandes como mamá y papá.
Evocar la casa de mamá es recordar nuestra casa de la niñez, su enorme corredor donde jugábamos durante las siestas de verano, el patio inmenso, donde conquistamos los primeros sueños y concretamos nuestras primeras aventuras imitando los ídolos infantiles... y también es recordar la angustia del momento que dijimos adiós para marchamos y hacer nuestra vida, las lágrimas de mamá y el abrazo fuerte muy fuerte y silencioso de papá al despedimos y desearnos la mejor suerte del mundo... y el inesperado regreso a la casa cuando hubo que decirle adiós para siempre a nuestros queridos padres.
La casa de mamá en la colonia está poblada de recuerdos, llena de afectos inolvidables; pero está vacía, porque ya no están mamá ni papá ni nuestros hermanos. Está dolorosamente vacía. (Autor: Julio César Melchior).

sábado, 5 de diciembre de 2020

Los dulces caseros de la abuela

 
-Mi abuela hacía un dulce de higos que nunca voy a olvidar -recordó Raúl. Me acuerdo de ir a su casa, a la tarde, después de la escuela, a tomar mate cocido con pan casero untado con manteca y dulce de higos. También me acuerdo que en verano hacía un dulce de tomates especialmente para el abuelo, porque le gustaba muchísimo. A veces, lo comía con la cucharita, de tanto que le gustaba. También le hacía un dulce de zapallo, con esos zapallos grandes, de antes, con cáscara dura, tan dura, que abuela andaba a los hachazos con el cuchillo para poder partirlo. Y lo que le costaba pelarlo.
-Te acordás del dulce de ciruelas coloradas que cocinaba sobre la cocina a leña? -preguntó su hermano Rafael. Tenían dos árboles que daban tantas ciruelas que se pasaba días y días cocinando el dulce, llenando frascos, para guardarlos para el invierno. Te acordás? Se levantaba a las seis de la mañana, para cocinarlo con la fresca. Le regalaba ciruelas a los vecinos y dulce a todos los familiares y amigos.
-Sí -respondió Raúl. Cómo me voy a olvidar? Si la abuela cocinaba dulces de con cuánta fruta madura encontraba, de manzanas, peras, guindas. Aparte los abuelos tenían un patio grande, con una huerta y varios árboles frutales.
-Me hiciste acordar -agregó Rafael entusiasmado, del dulce de membrillo que cocinaba. Te acordás?
-Sí, cómo me voy a olvidar! -exclamó sonriendo Raúl. Te acordás que, cuando los membrillos producían a pleno, era tal la cantidad que daban, que también lo sentaba al abuelo a pelar membrillos? Cómo rezongaba el abuelo jaja. Horas y horas pelando membrillos para hacer dulce, compota y no sé qué otras cosas más. La cáscara era dura. No solamente le estropeaba las manos sino que se las teñía de un color raro. Qué tiempos aquellos!
-Sí -reconoció su hermano Rafael. La abuela tenía alacenas y alacenas llenas de frascos con dulces de todos los colores. Y eran tan ricos!
-Es imposible -acotó Raúl, olvidarse de sus dulces, su pan casero y el mate cocido después de la siesta, en verano. (Autor: Julio César Melchior). (Las recetas de los dulces caseros de la abuela, están en mi libro "La gastronomía de los alemanes del Volga"). Para mas información comunicarse por privado o al 01122977044. O en Librería Lázaro, Coronel Suárez.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Historia de la epopeya emigratoria de la familia Gottfriedt

 
José Gottfriedt reunió a su esposa, Ana, e hijos, vendió su casa, sus enseres de trabajo, todo por pocos rublos, porque eran muchas las familias que vendían sus tierras, su vivienda, y muchos también los que se aprovechaban de esa situación, y dejó atrás su aldea natal, en las márgenes del río Volga, llamada Kamenka. Dando inicio así a un largo camino de desarraigo, de cruzar fronteras, de noches sin dormir y largos días de angustia, de cientos y cientos de kilómetros, que le condujeron hasta el puerto de Bremen, en Alemania.
Allí, luego de varios días de espera, de realizar todo tipo de trabajos en el puerto, para reunir el dinero que necesitaban y efectuar engorrosos trámites, de los que poco y nada entendía, para conseguir los pasajes, abordaron un buque rumbo a Brasil. Un mes viajando en las bodegas, amontonados, junto a otras familias que también huían de la opresión, del hambre y de la falta de libertad. Soportando roedores, ratas que merodeaban de noche comiéndose los pocos restos de alimentos que encontraban, pulgas y piojos. Rezando esperanzados por las noches. Agradeciendo cada plato de comida, aunque más no fuera un mísero jarro de sopa aguada.
Los bebés que nacían morían a los pocos días, lo mismo que los ancianos. El lugar y el ambiente era demasiado insalubre para su endeble salud. Se les realizaba un breve responso y con el corazón destrozado de los familiares, los cuerpos eran arrojados al mar. Dejados atrás, en las frías aguas, como quedaban atrás los parientes y los amigos, en la ya lejana aldea, donde, en los cementerios descansaban padres y abuelos.
Un mes después, José Gottfriedt descendió en Brasil. Un país desconocido, con una lengua totalmente ajena, ininteligible, un clima opuesto, con un calor insoportable, lejos del frío y la nieve, nuevos trámites, revisación médica, pero con un gobierno que prometía libertad y condiciones de progreso, y una tierra que, a simple vista, se veía generosa, productiva, con todas las condiciones necesarias como instalar una casa y comenzar una nueva vida, lejos de las penurias y el sufrimiento.
Después de largas e interminables revisaciones médicas e intrincados trámites legales, que se complicaban por la profunda diferencia idiomática, los colonos comenzaron a abandonar el puerto, guiados por hombres que representaban a las autoridades del estado. Primero, abordaron una larga hilera de carros, amontonando baúles y enseres unos sobre otros, lo mismo que a personas (a algunos colonos no les quedó otra alternativa que viajar sobre la pila de baúles, ante la falta de espacio), para finalmente cambiar varias veces de transporte hasta llegar a destino. Un destino que, cada hora y cada día que transcurría, parecía más y más lejano.
La promesa consistía en la concesión de tierras vírgenes para cultivar trigo, como lo habían hecho durante toda su existencia en Rusia, generación tras generación. Conocimiento y experiencia les sobraba. Lo mismo que coraje y fuerza de voluntad para empezar de nuevo en un lugar totalmente ajeno. Dios los acompañaba y los iba a acompañar siempre.
Al llegar al sitio designado por el gobierno, la desazón fue grande. No solamente parecían estar en el medio de la nada, soportando un sol y un calor sofocante, con temperaturas desconocidas para ellos, sino que la vegetación y los árboles parecían querer devorarlo todo. Agobiaba ver semejante desmesura. Tantas tonalidades de verde. Y tanto animal salvaje desconocido acechando entre la maleza o saltando entre las ramas de los árboles. Gritos, chillidos, aullidos, completaban el panorama. Para los colonos fue desconsolador descubrir el lugar e imaginarse lo que les esperaba. Pasarán meses, tal vez años, hasta que podamos sembrar los primeros granos de trigo, pensaban no sin razón.
José Gottfriedt recordaría esa experiencia por el resto de su vida. La contaría decenas de veces. Lo mismo que sus hijos más pequeños que presenciaron y vivieron lo que para la familia representaron los años más traumáticos de sus vidas. No tanto por el trabajo duro y agotador que significó desmalezar y hacer habitable el lugar sino por la presencia permanente de pequeños monos, bestias desconocidas para ellos, que no solamente los acechaban durante el día si no que, durante las noches, bajaban de los árboles por decenas, invadiendo primero el campamento y luego los techos de las viviendas, metiéndose en cuanto escondrijo encontraban abierto, buscando alimento, algunos de manera agresiva y sumamente salvaje.
A pesar de todos los contratiempos y el trabajo rudo, realizado sin descanso, venciendo mil y un obstáculos, el descampado se fue transformando en aldea y la aldea en un pequeño poblado. Pero así como la incipiente localidad crecía, por la llegada de nuevos colonos, también había otros que desertaban, luego de varios años de lucha, cansados y agotados de combatir malezas y alimañas.
Como José Gottfriedt, que una noche, escuchando como los monos merodeaban de a decenas por el techo de su precaria casa, que había logrado levantar luego de años de trabajar sin tregua, asustando a su esposa e hijos, que nacieron en aquel paraje desolado, decidió emigrar a la Argentina.
Desde hacía más de un año mantenía correspondencia con familiares y amigos oriundos de su misma aldea, Kamenka, de allá, en Rusia, que habían emigrado a la Argentina y estaban instalados en una colonia fundada en 1887 por alemanes del Volga a 15 kilómetros de la Estación de Ferrocarril Sauce Corto (actualmente ciudad de Coronel Suárez).
En la correspondencia le contaban detalles de la localidad, fundada hacía apenas algo más de diez años, de la productividad de la tierra, de los excelentes rindes que estaban obteniendo en las cosechas de trigo, también le brindaban detalles de la benignidad del clima, le explicaban que aquí las estaciones se diferenciaban claramente, entre primavera, otoño, invierno y verano, y que las temperaturas no eran tan agobiantes como en Brasil. Y, por supuesto, le remarcaban que por estos lares no existían monos.
Todos estos detalles, sumado al hartazgo de afrontar cotidianamente tantos infortunios, hicieron que José Gottfriedt decidiera hacer nuevamente los baúles y volver a emigrar. Esta vez a la Argentina.
Por lo que otra vez, afrontó el penoso proceso de la despedida, de familiares y amigos. De la casa que había construido y transformado en su hogar. De la tierra que lo cobijó durante aquellos años y que él creyó iba a ser su terruño hasta el final de sus días. Otra vez tuvo que malvender todo lo que había logrado adquirir con tanto sacrificio, esfuerzo y coraje. Sólo se quedó con lo que podía transportar en la larga travesía que nuevamente lo esperaba, no sólo a él, si no a su esposa y a sus hijos pequeños, entre ellos, un bebé de meses.
Cargó los baúles y a su familia al carro, y en soledad, retornaron por dónde habían llegado, desandando el complicado y peligroso camino al puerto. Largas noches y eternos días de viaje. Pasaron penurias. Con extravíos incluidos. La vastedad era inmensa y el silencio, a veces, insoportable. No fue sencillo.
En el puerto, otra vez, los trámites y las explicaciones que exigían las autoridades al ver que abandonaba el país que, según ellos, le ofrecía todo para afincarse. Pero fue inútil. Inútil hablar, porque el colono hablaba en alemán y las autoridades en portugués. E inútil porque nada lo haría cambiar de parecer. La decisión estaba tomada.
Concluidos los trámites, ascendieron al buque y emprendieron el viaje rumbo al puerto de Buenos Aires, donde otra vez, los esperaban autoridades aduaneras, con sus tediosas revisaciones médicas, sus registros, sus preguntas inteligibles y su eterna dificultad para entender el idioma alemán. Siempre con filas interminables de inmigrantes, provenientes de infinidad de naciones del mundo, hablando diferentes idiomas: polacos, rusos, judíos, italianos, españoles, turcos, franceses, entre otros. Todos con ansias de comenzar una nueva vida. Los había casados, con familia numerosa, viudos y viudas, con hijos y sin hijos, jóvenes de ambos sexos y hasta adolescentes y algún niño que llegaba escapando del hambre y de las guerras.
Finiquitados todos los trámites, engorrosos, pesados, por momentos tediosos y molestos, comenzaron el recorrido por los caminos de la indómita pampa, cargando sus baúles, sus enseres, su soledad y su esperanza, sus ansias de volver a comenzar, de encontrar una tierra, construir una vivienda, un hogar, y estar con personas y familias de su mismo origen, rumbo a Pueblo Santa María, que los fundadores habían bautizado Kamenka, el mismo nombre de la aldea de la que emigraron las primeras 24 familias y 1 persona soltera, que sentaron las bases de la nueva localidad.
Al llegar por fin al incipiente poblado descubrieron, con desazón, una vez superada la emoción y la felicidad, que ya no quedaban tierras disponibles de la inmensa extensión de campo que había dispuesto Eduardo Casey, para ser colonizada. Es más, periódicamente iban arribando más y más contingentes de familias en busca de un nuevo horizonte, sin encontrar nada de tierra virgen para sembrar sino tampoco espacio donde radicarse dentro del tejido urbano, y entonces, así como llegaban, decidían inmediatamente partir rumbo al sur de la provincia de Buenos Aires o hacia la provincia de La Pampa, para adquirir campos en nuevas colonizaciones que se anunciaban y fundar sus propias colonias.
José Gottfriedt, luego de unas semanas de tratativas, y con el dinero que traía, fruto de su trabajo y la venta de su vivienda y enseres domésticos en Brasil, consiguió un terreno donde levantar su nueva vivienda. Cosa que hizo, con la colaboración de su esposa, hijos y vecinos. Una vivienda precaria, como la de la mayoría de las familias de esa calle, la última de la colonia, que ya tenía construcciones distribuidas por doquiera, sin seguir ningún trazado urbano lógico ni ordenado. Con calles cortas y sin salidas. El objetivo primordial de todos, era tener una casa y trabajo. No había tiempo para pensar en detalles catastrales.
José Gottfriedt y su esposa Ana, tenían hijos de tres nacionalidades. Unos habían nacido en la aldea Kamenka, en Rusia, otros, en la aldea que dejaron atrás, en Brasil, y finalmente los que nacerían en Pueblo Santa María, donde el matrimonio se radicó definitivamente, en los inicios del 1900.
Los hijos serían 11 en total. Una de sus hijas, llamada Rosa, nacería el 10 de noviembre de 1917 (según dice su documento oficial, aunque en realidad nació por lo menos dos antes de esa fecha, día en que su padre la llevó a anotar en el Registro Provincial de las Personas).
Rosa contraería matrimonio con Juan Jacob. Con quien tendría 5 hijos. Uno de esos hijos sería una niña, María Cristina, que se casaría con Toribio Julio Melchior, que, a su vez, tendría dos hijos, María Claudia y yo, Julio César.

lunes, 30 de noviembre de 2020

Abuela y nieta conversan sobre la historia de los alemanes del Volga mientras toman mate con Kreppel

 Por María Rosa Silva Streitenberger
-Hasta cerca de la mitad del siglo XX -explica Sonia-, los alemanes del Volga en la Argentina vivieron casi de manera autónoma, manteniendo sus tradiciones y costumbres, incluido su idioma, el dialecto, que se usaba en la vida cotidiana, mientras que en la iglesia y en la escuela se utilizaba el alemán estándar. El castellano, o español, sólo era usado para fines administrativos de las colonias.
-Es verdad, querida -reconoce doña Elisa, de 89 años. Las colonias eran autosuficientes. Producían y fabricaban todo lo que necesitaban. Era muy escaso lo que se compraba, generalmente en Buenos Aires.
-A medida que fue avanzando el siglo XX -agregó Sonia-, y con él el adelanto tecnológico en el área agropecuaria, creció la necesidad de un mayor contacto con la población local. Y surgió lo inevitable: la asimilación lingüística, en la que el castellano, o español, se fue transformando en la lengua más usada.
-Sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial -continúa doña Elisa-, en que se prohibió la enseñanza del alemán en las escuelas. Porque hasta ese momento, a la mañana se dictaban clases en español y a la tarde en alemán. Todo eso desapareció de un día para el otro. Se llegó al extremo de castigar a los alumnos si hablaban en dialecto en los recreos. Fue un cambio muy traumático y doloroso para todos. En las escuelas parroquiales, por ejemplo, había religiosas que tuvieron que aprender a hablar bien el castellano, porque apenas sabían unas pocas palabras, porque muchas habían sido enviadas directamente de Alemania a ejercer su misión de evangelizar y educar aquí.
-Y así -prosigue Sonia-, se gestó el proceso de asimilación lingüística, en la que el español se fue transformando en la lengua más hablada por los jóvenes. Hasta el extremo de que, en la actualidad, los niños olvidaron por completo su lengua madre. Salvo raras excepciones. Y el excelente trabajo que llevan a cabo, en los últimos años, escritores e investigadores, comisiones culturales y sociales, que mantienen vivas las fiestas tradicionales, y algunas escuelas y docentes que también desarrollan una magnífica tarea, para revivir el dialecto.
-En este punto -interrumpe doña Elisa- hay que destacar la labor profesional que está desarrollando, desde hace más de veintisiete años ininterrumpidos, el escritor Julio César Melchior, que lleva publicados más de una decena de libros sobre nuestra cultura, abarcando casi todos los ejes temáticos de los alemanes del Volga: la historia, la cultura, las tradiciones, las costumbres, la infancia, la vida de la mujer, la gastronomía, en fin, la mayoría.
-Es verdad, abuela -reconoce Sonia. Leí todos sus libros. Sumergirse en sus obras es reconstruir el pasado de los alemanes del Volga. Muchas de ellas fueron premiadas, presentadas en la Feria Internacional del Libro, en Buenos Aires, y trascendieron las fronteras.
-Y un detalle que a mí, como docente, siempre me gustó de Julio César Melchior es que él, desde el momento que comenzó a publicar sus obras sostuvo que rescataba y revalorizaba la historia y cultura de los alemanes del Volga. Porque es verdad que había mucho para rescatar pero esa palabra: revalorizar, siempre me resultó fundamental. Porque, por aquellos años, estamos hablando de casi treinta años atrás, todo lo que proviniera de las colonias o de los alemanes del Volga, estaba muy devaluado. La mayoría se avergonzaba de sus raíces. Ni que decir la vergüenza que teníamos de hablar en alemán fuera de la colonia o frente a extraños o en la ciudad, donde ni lo usábamos.
-Es comprensible, abuela, porque con la asimilación lingüística, en la que el castellano, o español, se fue transformando en la lengua más usada en las colonias y la integración casi forzada por hechos sociales y culturales externos, además de cuestiones políticas, y a la vez, deseada por los jóvenes, que buscaban nuevos horizontes, fue profusamente dolorosa y traumática. No te olvides hasta ese momento en que comienza la etapa de revalorización, nosotros éramos los rusos o los rusos de mier.. Para los adolescentes que tuvieron la suerte económica de, al menos, intentar asistir a la escuela secundaria, viajando todos los días a la ciudad, se les hizo muy difícil. Para algunos imposible. Eran literalmente discriminados. De diez que empezaban, terminaba uno. A veces, ninguno. Recién en la década de los ochenta era cosa más habitual ver asistir adolescentes a la secundaria, viajando de las colonias a la ciudad.
-Tenés razón, querida! Me acuerdo de una sobrina que cursó allá por el setenta y ocho, le decían rusa engordada con Dünnekuche, porque era, obviamente, algo rellenita. A veces, los chicos suelen ser muy crueles.
Sonia se levanta de la mesa, pone a calentar agua con una pava y a preparar mate. Mientras su abuela va hacia a la alacena y regresa con una fuente llena de Kreppel.
-Te pasaste, abuela -exclama sonriendo Sonia. Se ven riquísimos. Ya mismo pruebo uno.
-Los hice para vos. Me puse a amasarlos esta mañana, después de que me avisaste de que ibas a venir a tomar mate.
(Escrito por María Rosa Silva Streitenberger con la colaboración histórica y literaria, del escritor Julio César Melchior).

sábado, 28 de noviembre de 2020

Las cosas de antes y los momentos que no se olvidan

La vida está llena de instantes mágicos, de momentos que no se olvidan. De experiencias que nos marcaron para siempre. Dejando una huella profunda en nuestra memoria y en nuestros sentimientos. Y es así, como volviendo la mirada al pasado recordamos cosas y personas que amamos y nos amaron. Rememoramos lugares de nuestra niñez, en la colonia o en el campo, de nuestra existencia cotidiana junto a nuestros padres y hermanos, a nuestros mejores amigos, esos que crecieron y un día se casaron y se marcharon a otro pueblo, a otra ciudad, a forjar su propio destino. A todas esas personas que nos llenaron los días de alegría y el alma de felicidad.
Recordamos toda esa vida maravillosa, de la niñez a la adolescencia, y de la adolescencia a la adultez. Nos acordamos de la sonrisa de mamá, de la seriedad afectuosa de papá, del cariño de los hermanos y los amigos. De la lengua alemana, de los domingos de misa, de los sábados de baño, de las carneadas, de las fiestas tradicionales, de las sabrosas comidas de la abuela, de los inviernos sentados junto a la cocina a leña. Momentos que se fueron pero que sobreviven en mis libros, en mis escritos, en los recuerdos que me contaron las abuelas y los abuelos. En estos libros que fueron escritos con amor. Que contienen amor. Y toda la historia y cultura de nuestro pueblo.
Los títulos son: "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga", "La vida privada de la mujer alemana del Volga", "La gastronomía de los alemanes del Volga", "La infancia de los alemanes del Volga". Consultas al WhatsApp 011 2297-7044

domingo, 22 de noviembre de 2020

Laura aprende a cocinar las recetas de los alemanes del Volga

Desde hacía quince días Laura se pasaba los días instalada en la cocina de su madre, preparando uno tras otro, sin parar, distintos platos tradicionales de los alemanes del Volga. Le ponía tanto empeño a su labor, que su padre ya había engordado cinco kilos. La madre, molesta con este tema, no sabía qué hacer para que su marido aflojara un poco con sus ansias de comer hasta dejar perfectamente vacías y limpias todas las fuentes o, si no, comer hasta no dar más. Más de una vez, fue necesario socorrerlo a altas horas de la noche para calmar sus ataques al hígado. El más fuerte de la familia, parecía ser el abuelo, que comía y comía como un jovencito y nada le caía mal.
Laura, a medida que cocinaba, también iba aprendiendo a conocer nuevos sabores, colores, aromas, y a perfeccionar no solamente su cultura culinaria sino sus conocimientos del manejo de los diferentes utensilios de la cocina en general, como asimismo estudiaba y perfeccionaba sus rudimentarios conocimientos respecto al manejo de la cocina a gas, sobre todo la graduación de la temperatura del horno, donde preparaba todas sus comidas.
Como toda aprendiz de cocinera, porque en realidad era eso: una aprendiz, ya que Laura no pasaba de haber preparado algún que otro plato ayudando a su madre, a lo largo de los años, era perseverante, detallista, pulcra, cuidadosa en el manejo de los ingredientes, pero también algo descuidada y olvidadiza al momento de controlar el tiempo de cocción o la permanencia de una preparación dentro del horno.
Así es que, más de una vez, los comensales tuvieron que comer unos Kleis un poco pasados, un Strudel casi chamuscado, o unos fideos caseros apelmazados.
Nadie se quejaba demasiado, porque todos valoraban la pasión que Laura le ponía para rescatar y aprender las recetas familiares. Salvo Benjamín, el más pequeño de la casa, de seis años, que se quejaba y alzaba la voz, cada vez que veía algo negro en su plato. Sus berrinches se hicieron tan frecuentes, que la familia se acostumbró a escucharlos y a Benjamín no le quedó otra que comer, almorzar o cenar, lo que comían todos, como se hacía antiguamente.
Un día, en pleno almuerzo, la madre de Laura le preguntó:
-No entiendo, hija, por qué de pronto se te dio por la gastronomía alemana. No lo entiendo.
-Dejala! -intercedió el padre. Está bien que continúe la tradición familiar. La nena es un orgullo. Cuántos quisieran tener una hija así.
-Vos lo decís, porque, al igual que el abuelo, morfan como bestias. Un día van a salir rodando de la cocina -opinó Sebastián el hijo de dieciséis.
Todos rieron.
-Hay otra cosa que me llama la atención -continuó la madre, mirando a su hija, que se servía un Wicknudel, el plato que Laura había preparado ese día. Cómo es posible que prepares todas las comidas, sin preguntarme nada. Ni ingredientes. Ni pasos a seguir. Nada! Vos decís que es para darme una sorpresa pero dónde aprendiste a cocinar todas estas comidas? En la Universidad de arquitectura? Creo que no. En Buenos Aires? Lo veo difícil. Casi imposible. Además apenas hace un año y medio que te fuiste a estudiar.
-Ahhhh! Es un secreto -respondió Laura picaramente, que se encontraba en casa de sus padres, en la colonia, a causa de la cuarenta dictada para prevenir el avance de la pandemia.
-Yo sé cuál es su secreto! -gritó Benjamín. Yo lo sé! Yo lo vi! Yo lo vi!
Laura lo miró furiosa. Si hubiera podido, le hubiera tapado la boca con un Wickelnudel, pero estaba sentada en la otra punta de la mesa.
-Quieren saber cuál es? -preguntó Benjamín.
Y sin esperar respuesta salió corriendo rumbo a la habitación de Laura y regresó de manera triunfante, agitando un libro.
-Acá está! Acá está! Acá lo tengo! Miren! Miren! Miren!
-Noooo -gritó Laura. Intentando quitarle el libro a su hermano.
Pero Benjamín la esquivó y le entregó la obra a su madre.
-A ver… -dijo la madre, mirando la tapa del libro. Conque este es tu secreto: "La gastronomía de los alemanes del Volga" -leyó la madre, del escritor Julio César Melchior. Lo dio vuelta, para leer la contratapa: "más de 150 recetas tradicionales de los alemanes del Volga".
Laura bajó la mirada, humillada, por sentirse descubierta.
-No, hija, no te pongas triste -intervino el abuelo. Vos no les hagas caso a ellos. Vos seguí cocinando la comida de nuestros antepasados. Lo hacés muy bien. La abuela, que en paz descanse, se sentiría muy orgullosa de vos. (Autora: María Rosa Silva Streitenberger).

jueves, 19 de noviembre de 2020

Las manos del abuelo, manos de trabajo, manos de ternura

Manos curtidas, saturadas de cicatrices, que parecen jeroglíficos inmortalizados durante la juventud, cuando en largas jornadas, de sol a sol, al laborar la tierra, el rudo trabajo las tiñó de polvo y sudor y el arado las lastimó desgarrando la piel, marcando heridas sobre la carne, con letras de sacrificio y sílabas de sueños.
Trabajo y ternura. Entrega y desinterés. Las manos del anciano, temblorosas y ajadas, son dos aves viejecitas que descansan sobre el regazo extrañando el vuelo de la libertad, cual dos torcazas acurrucadas en la tibieza de su nido evocando el cielo de antaño, cuando, trémulas de ansiedad, acariciaron la mejilla de una novia, una esposa, o temeroso de hacerle daño arrullaron a un hijo recién nacido. Dos torcazas viejecitas, que en su nido, sobre las piernas, descansando en la raída tela de un gastado pantalón, acompañan al anciano que, sentado en el portal de una casa cualquiera, con los ojos húmedos de lágrimas, espera un imposible, rememorando los años idos y los seres que se fueron y jamás volverán. (Autor: Julio César Melchior).

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Mi abuela amaba las flores

Pasa el tiempo, los meses y los años, y todavía la veo a mi abuela arrodillada, en un pedazo de tierra, al frente de su casa, trasplantando plantines de diferentes variedades de flores. Rodeada de rosas, margaritas, petunias, amapolas, en una escena multicolor. El zumbido de las abejas y algún colibrí yendo de flor en flor.
Mi abuela tenía un cuchillo gastado, para realizar los hoyos donde plantar los plantines, una azada vieja para carpir y un rastrillo antiguo, porque no solamente trasplantaba sino que mantenía una ardua lucha con los rebeldes yuyos que se atrevían a invadir su jardín, que siempre debía lucir limpio, ordenado y sumamente pulcro.
Mi abuela regaba con una regadera y un balde, mientras sacaba el agua con la bomba, que ella misma bombeaba. En su casa no había motores, mangueras ni regadores o rociadores artificiales. Todo eso vino después, cuando ella ya no estuvo.
Se levantaba bien temprano a la mañana, pasaba por el baño, encendía la cocina a leña, calentaba agua y preparaba mate. Y sorbiendo el primer mate, salía al patio, a recorrer su jardín, a controlar si durante la noche no había habido una invasión de hormigas, o alguna otra plaga. Cortaba las flores y las hojas secas. Las guardaba en el enorme bolsillo de su delantal, para no ensuciar el patio. Luego retornaba a la cocina y terminaba de tomar mate, mientras comía un poco de pan con manteca y miel, para finalmente salir a regar. Porque abuela regaba a medida que amanecía y cuando anochecía, cuando el sol comenzaba a irse a dormir. Mi abuela, como ya se habrán dado cuenta, adoraba su jardín y amaba las flores. (Autor: Julio César Melchior)

sábado, 14 de noviembre de 2020

Historia de las planchas que usaron las abuelas alemanas del Volga

 
Antes de la invención de la electricidad y de su llegada a los domicilios particulares, todos los trabajos domésticos no solamente eran más arduos de realizar sino que insumía más tiempo llevarlos a cabo. Ya que nuestras abuelas, en su juventud, no contaban con ningún electrodoméstico que les facilitara las tareas. Esto sucedía en todas las áreas. Incluso en el planchado de la ropa.
Una de las primeras planchas con las que contaron las mujeres, fueron las de hierro, que se calentaban al fuego, sobre la cocina a leña, y a continuación se pasaba sobre la ropa para dejarla lisa. Era un sistema muy rudimentario y laborioso, porque cuando la plancha se enfriaba ya no cumplía su función y tenían que volver a calentarla. Por este motivo, lo normal era tener dos y mientras se utilizaba una, la otra se calentaba, esperando ser reemplazada.
Con estas planchas, había un detalle no menor a tener en cuenta: como eran totalmente de hierro, al ponerlas a calentar, también se calentaba la manija, por lo que las mujeres debían tomar la precaución de no agarrarlas sin un trapo. Fueron varios los accidentes que ocurrieron por distracción. Algunas quemaduras de manos llegaron a ser muy graves.
Luego aparecieron las planchas a carbón, que eran una especie de cajas metálicas de hierro, que se cargaban directamente con brasa. Ponerlas a punto para usarlas, era todo un arte. Porque en el patio se encendía un fuego con carbón para generar abundante brasa. También, podía llegar a generarse en la cocina a leña. Una vez conseguido esto, se procedía a cargar las planchas con la brasa ardiendo, con ayuda de una especie de tenaza larga, y se ingresaba a la cocina a comenzar a planchar.
Estas planchas eran bastante pesadas y, de vez en cuando, había que agitarlas para avivar el carbón y mantenerlo encendido. Asimismo las mujeres debían tener sumo cuidado para que ninguna chispa de la brasa saltara sobre sus vestidos o sobre alguna otra prenda, porque, sin querer, podían generar un incendio.
Después llegaron las planchas a combustión de bencina, que contaban con un pequeño tanque en el que se cargaba el combustible, el que se hacía descender con presión de aire, aplicada con un inflador, hasta el mechero que calentaba la base de la plancha. Seguramente la marca más popular fue “Volcán”.
Estas planchas, si bien eran más cómodas y prácticas, podían llegar a ser peligrosas, si alguna persona le daba demasiada presión con el inflador. La historia colonial recuerda algunos accidentes muy dolorosos y hasta los nombres de las víctimas que hubo que lamentar.
Y finalmente aparecieron las primeras planchas de electricidad, aunque su uso masivo tardó en popularizarse. Porque las usinas generadoras de energía, encendían sus motores desde el atardecer hasta el amanecer, lo que obligaba a las abuelas a realizar el planchado a altas horas de la noche.
Para concluir esta reconstrucción histórica de las planchas, digamos que tanto con la plancha de hierro como la de carbón, las personas que planchaban debían soportar un calor asfixiante, sobre todo en verano. Pues las planchas de acero se calentaban sobre la cocina a leña, por lo que había que planchar cerca de ellas, para mantenerlas calientes, y las planchas a carbón despedían un calor impresionante, porque el carbón se transformaba en brasa y sabemos el calor que esta genera, sobre todo concentrada en un recipiente de acero tan pequeño.
Además, un detalle final, el tiempo de planchado duraba horas y horas, no sólo por la precariedad del sistema que hacía funcionar a las planchas, sino porque, antiguamente, la mayor parte de la ropa se almidonaba, lo que le sumaba un trabajo extra a las mujeres.
Los cuellos y los puños de las camisas, por sólo citar una prenda, debían lucir firmes y duras.
Usar ropa planchada y almidonada era un signo de elegancia y también un reflejo de que el marido tenía una buena esposa, que sabía planchar bien y que "siempre lo tenía limpio", como se decía antes. (Autor: Julio César Melchior).
(Más historias en mi libro "La vida privada de la mujer alemana del Volga", una obra que no debe faltar en su biblioteca, porque le rinde homenaje a nuestras abuelas y a su vida llena de sacrificios y de amor por sus familias. Consultar al WhatsApp 011 2297-7044).