Los
objetos que acompañan nuestra vida hablan de nosotros, de nuestros gustos,
costumbres, recursos y carencias; suelen traernos la memoria de los
antepasados; de sus antiguos poseedores o de quienes nos los regalaron; y, en
todos los casos, aunque no siempre seamos conscientes de ello, nos vinculan con
las personas, generalmente desconocidas, que los inventaron y fabricaron. Los
objetos pueden contar nuestra historia, pero a la vez cada uno de ellos resume
en sí mismo una historia. Además de ser biográficos, son manifestaciones de una
cultura.
En este
caso en particular, presentamos un artículo sobre un objeto de juego común
entre los niños de todas las épocas, que es la pelota. Y lo presentamos desde
un atractivo cuento de Felisberto Hernández.
La pelota
Por Felisberto Hernández.
Cuando yo
tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una
tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada
momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela,
y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la
puerta de la casita —pronto para correr— yo le volví a pedir que me comprara la
pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde
cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver
un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de
trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén.
Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la
otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo era que ella
me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar.
Cuando la estaba terminando, vi cómo ella la redondeaba, tuve un instante de
sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar.
Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo
la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia de verla tan fea;
aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de
nuevo. Después de haberle dado las más furiosas "patadas" me encontré
con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a
lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y
parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco
tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una
dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolví
dar dos o tres vueltas mis. En una de las veces que le pegué con todas mis
fuerzas, no tomó dirección ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad
vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé,
se me ocurrió que aquel era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía
que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir
a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después
volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara.
Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era
día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo). En el momento
de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó
y quise pegarle una "patada" bien en el medio y bien fuerte; para
conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela
me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quise
mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes.
Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi
abuela me había quitado; pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy
pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle
tirarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me
paré para seguir jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca: había
quedado chata como una torta, Al principio me hizo gracia y me la ponía en la
cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer contra
el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una
rueda.
Cuando me
volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era
una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me
moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga.
Entonces yo
puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi
abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y
bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.
Foto:
“El máximo sueño de los abuelos de las
colonias, cuando niños, era poseer un “fóbal número cinco”, lo que significaba
tener una pelota de fútbol de cuero como la que utilizaban los jugadores de
primera división. Por supuesto que, salvo muy raras excepciones, esto era algo
que estaba lejos del bolsillo de todos los padres. Porque era un objeto
carísimo.
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