Rescata

WhatsApp: 011-2297 7044. Correo electrónico historiadorjuliomelchior@gmail.com

miércoles, 29 de junio de 2022

Hoy se conmemoran 258 de la fundación de la primera aldea en el Volga

 El 29 de junio pero de 1764 se produce uno de los acontecimientos más trascendentes en la epopeya migratoria desarrollada por nuestros ancestros: se funda Dobrinka, la primera aldea erigida a orillas del río Volga por los colonizadores alemanes que dejaron su tierra natal para seguir las promesas escritas en el Manifiesto lanzado un año antes por la zarina Catalina II “La grande”. Fue el inicio de una colonización que marcó y modificó el destino de varias generaciones de familias. Una historia que se redactó teniendo como premisas la resistencia y la fuerza de voluntad de un pueblo, su vocación de trabajo, sus convicciones, su fe en Dios y en sí mismo y su tesón de salir adelante enfrentando todas las dificultades y todos los contratiempos. Fundando aldeas, construyendo iglesias, levantando escuelas, forjando una sociedad y una cultura y sembrando trigo y haciendo surgir un vergel donde solamente había estepa y desolación.
Una historia que luego, más de cien años después, continuaron nuestros abuelos en la Argentina.

Un poco de historia

La historia de los alemanes del Volga comienza en 1763, cuando un grupo de alemanes, respondiendo al Manifiesto lanzado por Catalina II La Grande, parten, principalmente de los territorios que en la actualidad conforman los estados de Hesse, Renania-Palatinado, Baden-Wurtemberg y Baviera, a colonizar tierras del bajo Volga, embarcando en el puerto de Lübeck, para navegar por el Mar Báltico, rumbo a la ciudad de Oranienbaum, Rusia, para finalmente dirigirse a San Petersburgo. Donde se encontraron con la primera violación del Manifiesto, al enterarte que todos debían dedicarse a la agricultura, sin importar su profesión de origen (había farmacéuticos, médicos, abogados, ingenieros, maestros, zapateros, herreros, panaderos) y que debían rendir fidelidad a la Corona. Desde donde se dirigieron al bajo Volga.
La comitiva buscaba un nuevo horizonte escapando de los conflictos religiosos y las sucesivas guerras, la de los Cien Años (que en realidad se prolongó durante 116 años, entre 1337-1453), la guerra de los Treinta Años (1618-1648) y la guerra de los Siete Años (1756-1763), que habían dejado los territorios devastados por el permanente paso de las tropas, que arrasaban con todo, cosechas y alimentos, y dejaban el campo sembrado de muertes, hambrunas, enfermedades, pestes, y sin gente joven para comenzar de nuevo.
En los primeros años partieron de la actual Alemania 30.000 personas y como consecuencia de las inhumanas peripecias que tuvieron que afrontar durante el viaje, solamente consiguieron llegar a destino 23.000. El resto quedó al margen del camino, bajo una tumba cubierta de nieve y una cruz de madera señalando su ubicación final. Una muerte dolorosa, de frío, hambre y enfermedades.
Tardaron aproximadamente un año en realizar todo el recorrido, desde su tierra natal, en Sacro Imperio Romano Germánico, hasta llegar a la tierra prometida, en la región del bajo Volga.
Allí los esperaba una desagradable sorpresa: Catalina II no solo los había escogido para colonizar los campos inhóspitos, desolados y lejos de las grandes urbes, rodeados de siervos analfabetos, sino también como barrera humana de contención para mantener controlados a las tribus nómades y salvajes que asolaban la región, a pura violación y matanzas.
El 29 de junio de 1764 fundaron la primera aldea, que llamaron Dobrinka, acontecimiento que se conmemora hoy.
Una historia que luego, más de cien años después, continuaron nuestros abuelos en la Argentina.

lunes, 27 de junio de 2022

The gastronomy book of the Volga Germans


 Now in English! The gastronomy book of the Volga Germans that rescues more than 150 traditional recipes. The book is about to out of print its fifteenth edition in Spanish. Five years of research by the writer Julio César Melchior.

The book is divided into ten chapters and rescues more than one hundred and fifty traditional recipes of the Volga Germans, compiled by the writer over several years of research.
It contains the recipes and the secret to elaborate traditional menus: typical meals, soups, cakes, breads, jams, cheeses, preserves, beers, wines, liquors and dozens and dozens of other recipes, to elaborate any of the traditional dishes that make up the traditional gastronomy. With images of the most popular dishes.
A book to give as a gift and to be given yourself, to keep and treasure, a book that should not be missing in any kitchen. A work that revalues, rescues, disseminates and keeps alive the gastronomic identity of the Volga Germans.

miércoles, 22 de junio de 2022

Lo que sabía de sexo la abuela Bárbara en su noche de bodas

Pintura de Elin Danielson
 Cuando me atreví, con mucho temor, a preguntarle a mi mamá de dónde venían los bebés –cuenta doña Bárbara-, me respondió mientras continuaba lavando los platos, que a las criaturas las traía el arroyo. Sin embargo, a mi amiga Amalia, su mamá le contó que los niños nacían de un repollo en la quinta. Yo tenía trece años y estaba muy confundida. Cuando le quise preguntar a mi abuela, se enojó mucho y me contestó que todavía era muy chica para hablar de ese tema, que ya tendría tiempo de esas asquerosidades y concluyó la charla con una rase lapidaria que me llenó de pánico: Dios castiga a las nenas que se interesan por esos temas sucios, que esa clase de pecados condenaron a Jesús a morir en la cruz y que por culpa de Eva, que comió la manzana, Dios condenó a la humanidad a ganarse el pan con sufrimiento, a la mujer a parir y a todos a tener que morir algún día.
Después de ese diálogo nunca volví a preguntarle nada a nadie. Tenía un miedo atroz a que Dios me condenara a arder eternamente en el infierno. Lo mismo le pasaba a mi amiga Amalia. Porque, a veces, cuchicheábamos en secreto y todas sabían lo mismo, que era pecado hablar sobre el tema.
Fui creciendo, mientras trabajaba en el campo, ayudando a mi papá a ordeñar, a dar vuelta con una pala la huerta y a regarla mientras también ayudaba a mi mamá en todos los quehaceres domésticos y a criar a mis hermanos. Mis padres tuvieron nueve hijos, seis varones y tres mujeres.
A los quince los varones se empezaron a fijar en mí. Era lindo. A mí me gustaba mi vecino Luis pero tenía tanto miedo de estar cerca de él. Cuando Luis se acercaba, salía corriendo, porque mis amigas me dijeron que si un hombre me besaba en la mejilla iba a quedar embarazada. Así que por más que lo quería, jamás conversé con él. No quería quedarme embarazada de soltera. Mi padre me iba a matar a golpes. Y si después Luis no se casaba conmigo? Quien me iba a mirar. Nadie. Mi familia me hubiera echado a la calle.
A los veinte mi papá me casó con el hijo de su amigo. Nos vimos durante un año. Venía a visitarme los domingos, a tomar mate. Nunca nos dejaban solos. Mamá nos cebaba mate y cuando terminaba se ponía a plantar, mientras nosotros conversábamos tímidamente, de nuestro futuro.
Me casé por iglesia. Tuvimos una gran fiesta de bodas. Fue hermosa. Mucho para comer. Linda música. Muchos invitados.
Todo fue maravilloso hasta que estuvimos a solas en el dormitorio. Yo estaba muerta de miedo. Mi marido se desvistió y yo no entendía nada. Y me puse a llorar, a gritar y a pedirle que me quería ir a casa. Pero no me hizo caso. Me pidió que me desnudara. Como estaba aterrada, no me moví. Entonces me agarró del brazo y me dijo que yo ahora era su esposa y que el sacerdote había dicho que Dios nos había unido para siempre y que yo el debía obediencia.
Yo sabía que era así pero de todos modos tenía miedo. No podía dejar de temblar y llorar; pero eso no le importó a mi marido. Dios lo quería así. Yo era su mujer. Sufrí mucho esa noche. Mucho.

Me fui de mi tierra pero nunca olvidé mis orígenes

 De tanto merodear la estación y escuchar relatos de sueños que se cumplían si uno juntaba coraje, hacía
las valijas y partía rumbo al progreso, yo también junté valor, armé mis maletas, me subí a un vagón, me senté junto a la ventanilla y partí rumbo a Buenos Aires. De tanto pasar cerca de la colonia, el tren un día me llevó a la ciudad de Buenos Aires. La ciudad que mis ancestros señalaban como el antro de la perdición para los jóvenes y la misma ciudad de la que en todos los lugares huían, yéndose a vivir a sus propias comunidades, las que fundaban, empezando siempre de nuevo, en el medio de la nada.
Y me fui. Sin saber que al partir, no solo dejaba a mi madre en la estación agitando su pañuelo húmedo de llanto y a mi padre mirando el horizonte, serio, adusto y preocupado hasta el final de sus días, sino que también dejaba atrás, en la colonia, mis raíces, sin saber ni comprender que cada día que pasara, iba a olvidar un poco más mi lengua, mis costumbres y mis tradiciones. No por propia decisión, por supuesto que no, sino por la simple razón de que cada jornada que pasara iba a asimilar más y más los hábitos de los habitantes de la ciudad, hasta terminar integrándome plenamente a su estilo de vida. Y de tanto compartir esta nueva cotidianidad iba a terminar asimilándola como propia.
La colonia y su gente se iría diluyendo en el pasado, en un ayer lejano, cada vez más difuso, que sólo la nostalgia, muy de vez en cuando y muy de tarde en tarde en tarde, acompañada de cierta dosis de melancolía, mantendría latente en la memoria. Para recordarme, al escuchar el eco de alguna voz, sentir el aroma de alguna comida, que mi identidad no estaba allí, sino en otro lugar.
La vida pasaría. Los años se sucederían, unos tras otros, vertiginosos. Sin días libres. Corriendo detrás del trabajo y las responsabilidades cotidianas. Primero tras el deseo de tener un casa. Luego una esposa. Después hijos. Luego la familia. Después los nietos. Siempre surgía un objetivo nuevo. Siempre un paso más. Primero un deseo, luego otro y otro y otro. Hasta que llegó la vejez.
Ahora, en mi casa, anciano ya, con mi esposa fallecida, mis hijos casados, me descubro solo. Solo en medio de la ciudad inmensa. Profundamente solo. Solo y a la vez, rodeado de millones de personas. Y se me da por pensar en el pasado, en recordar a mi gente, a mi colonia, a añorar mi terruño. A tratar de recordar las antiguas canciones que cantaba mi padre y a rememorar los antiguos sabores de las comidas que cocinaba mi madre en la cocina a leña. Se me da por sentir una profunda nostalgia. Tan profunda que duele.
Tanto duele que, muchas veces, me surge el hondo deseo de volver a mi pasado, a ese lugar del que nunca debí partir.

sábado, 11 de junio de 2022

"Dejé la escuela y me mandaron a trabajar cama adentro a casa de un matrimonio que tenía diez hijos” –cuenta doña María, una abuela alemana del Volga

Pintura de David Jon Kassan
 Doña María cuenta que nació en 1943 en una pequeña casita de adobe y que su madre la trajo
al mundo sin la ayuda de ninguna partera ni médico, como era común por aquellos años. La encargada de asistir a todos los partos y ayudar a dar a luz a las mujeres, era la suegra, que a fuerza de presenciar nacimientos había adquirido cierta experiencia. Los bebés nacían en casa y en alguna habitación alejada de los demás niños. A quienes se le decía que el nuevo hermanito había nacido de un repollo en la quinta, que lo había traído la corriente del agua del arroyo o que algún personaje, al pasar, lo había dejado en la casa, al cuidado de la familia.
También cuenta que tuvo doce hermanos y que la casita de adobe en la que nació y vivió hasta que se casó, a los quince años, solamente tenía una cocina y dos habitaciones. Y que el piso era de tierra. Los muebles muy escasos. Que lo más caro e importante que tenían era la cocina a leña. Todos los muebles los fabricó su padre en los tiempos libres que le dejaba el trabajo en el campo. También cuenta que faltaban camas pero que nunca nadie se quejó, que tuvo una infancia feliz. Sostiene que mientras iban naciendo más hijos, los más grandes ya se iban a trabajar a otros campos, con otros patrones, sobre todo los hombres, y las mujeres, generalmente se enviaban a trabajar a la ciudad, de sirvientas. "Antes -acota- los hijos teníamos que empezar a trabajar a los nueve o diez años para ayudar a mantener a toda la familia". Eso hizo que solamente los tres hermanos menores pudieran asistir a la escuela y completar la primaria. Los demás, apenas aprendieron a leer y escribir gracias a que la madre pudo enseñarles los rudimentos básicos para leer la Biblia y rezar.
"Vivíamos humildemente" -reconoce- "pero no éramos pobres porque nunca nos faltó un plato de comida ni tampoco jamás pasamos hambre. Mamá se las ingeniaba con lo que tenía a mano para que todos sus hijos crecieran fuertes y sanos. Ella criaba gallinas, patos, gansos, tenía una quinta de verduras, que todos ayudábamos a regar, y un cerdo siempre listo para la carneada. Se hacía chorizo dos o tres veces al año. Y el dulce casero, la manteca casera, al igual que los quesos y la miel, no faltaban nunca. Mi madre se levantaba a las cuatro de la mañana, junto con mi papá. Amasaba y horneaba el pan diario. Después ya comenzaba la jornada de cada día. Mientras mi padre se iba a arar, mi madre y mis hermanos ordeñaban las vacas".
"Yo empecé a ordeñar a los nueve años. Hacía un frío tremendo. Helara o lloviera, a las vacas había que ordeñarlas, porque de eso dependía no solamente nuestro sustento diario sino el ingreso de un dinero extra, porque el excedente de leche se vendía. Al igual que mamá vendía huevos, gallinas, patos, gansos. Vendía de todo! Nuestra casita estaba casi a las afueras de la colonia, eso permitía a las gallinas vagar libremente. Aunque antes, todo el mundo tenía gallinas y cerdos. A nadie le molestaba. La gente era más comprensiva y más solidaria" -sostiene.
"A la escuela fui solamente hasta segundo grado. En realidad, mucho no me gustaba. Las maestras eran muy severas. Ante cualquier error enseguida recurrían al puntero. A mí una vez me pegaron tanto sobre los dedos que me dolieron durante una semana entera. Encima tenía que fingir para que no se dieran cuenta en casa, porque si no también me hubieran castigado. Antes, el maestro siempre tenía razón. Fue difícil ordeñar con los dedos doloridos. Pero qué iba a hacer?".
"Dejé la escuela y me mandaron a trabajar cama adentro a casa de un matrimonio que tenía diez hijos. Yo tenía que cocinar, lavar y planchar, porque ellos tenían una tienda".
"Allí estuve hasta que me casé. Todavía era muy joven cuando conocí a mi marido. Él era amigo de mis hermanos. Nos gustamos y decidimos casarnos. Nos fuimos juntos a trabajar al campo, al día siguiente de habernos casado. No había dinero para fiesta de casamiento. Sí, tuve mi vestido blanco y una cena familiar en casa de mis padres. Uno de mis tíos tocó el acordeón. Se armó un lindo baile".
"Después fueron naciendo mis seis hijos. Dos pudieron terminar la secundaria. Los otros, lamentablemente, solamente la primaria. Siempre hubo tiempos difíciles. Sobre todo en el campo y para los peones. Cuando nos jubilamos nos vinimos a vivir a la colonia. A la casita que fuimos construyendo con mucho esfuerzo. Y aquí estamos, los dos solitos. Todos mis hijos se casaron e hicieron su vida. Algunos están lejos, otros cerca. Últimamente nos vemos poco. Es difícil que puedan coincidir todos. Así es la vida" -concluye doña María. "Y uno debe tomarla como venga".

(Para conocer y profundizar el tema los invito a leer mi libro “La vida privada de la mujer alemana del Volga”, si desean mayor información sobre como adquirirlo, por favor escríbanme al email: juliomelchior@hotmail.com o al 01122977044).

Éramos tan felices y mamá cocinaba tan rico

 Sobre la cocina a leña hervía el agua con los Kleis. Al lado, en una sartén, se doraban las cebollas con trocitos de pan duro. En el horno se asaba la carne con papas. Todo a la vez y en perfecta armonía. Un conjunto de aromas y sabores que mamá sabía amalgamar correctamente y que después degustaba toda la familia sentada alrededor de la enorme mesa de madera, en la cocina, que quedaba chica.
Papá se sentaba en la punta: presidía la mesa siempre. Rezaba una oración agradeciendo a Dios el plato de comida. Solamente mamá y él tenían permiso para conversar, los hijos debíamos permanecer callados y responder únicamente si se nos consultaba. Y ojo con discutir o pelear durante la comida. Si por descuido u olvido hacíamos eso, papá nos cerraba la boca con la mirada. Ni siquiera mis hermanos mayores tenían autoridad para contradecirlo. Había que bajar la cabeza y obedecer.
¡Éramos felices! ¡Qué rica era la comida que preparaba mamá! Los Kleis con la cebolla y los trocitos de pan dorados bañados en mucha crema de leche eran una delicia! ¡Un manjar! ¡Y la carne al horno con papas, ni que hablar! Las fuentes quedaban vacías siempre. Nunca sobraba nada. Mamá se ponía contenta por eso. Cocinar para su marido y sus hijos era su máximo placer.
Después de comer las mujeres ayudaban a mamá a limpiar la mesa y lavar los platos mientras los varones nos íbamos al campo a trabajar con papá.

“Jamás supe lo que es la libertad de decidir por mí misma”

 Me fui de casa a los catorce años. Bah, en realidad mis padres me “entregaron” como sirvienta a una familia rica de Buenos Aires, que les mandaba mi sueldo todos los meses. No los culpo. Tampoco les guardo resentimiento. Éramos muchos y hacía falta plata para alimentarnos a todos. Así es como me marché de la colonia. Me subieron al tren llorando y lloré durante meses. En esas semanas trabajé con los ojos llorosos y la boca cerrada porque ni siquiera sabía decir una sola palabra en castellano. Viví unos días terribles, aislada, en total soledad del mundo que me rodeaba y que me marcó profundamente: cambió mi carácter y de ser alegre y extrovertido lo convirtió en introvertido y huraño.
Después, cuando pude comunicarme, me di cuenta que no me servía de mucho en aquellas circunstancias, porque no tenía un solo peso para salir en mis días libres. Los que pasaba encerrada en mi habitación, cociendo mi ropa o leyendo revistas de moda o espectáculos, como Radiolandia, que compraba mi patrona.
Añoraba mi hogar, mis padres, mis hermanitos… la colonia… sus calles… su gente… su habla… su alegría en las fiestas… pero el destino hizo que recién tuviera la oportunidad de regresar treinta años después, ya casada y con cuatro hijos.
Me casé a los veinte años. Tuve hijos. Pero si me preguntan si fue feliz en mi matrimonio, les tengo que confesar que no sé. Simplemente viví como pude o como me permitieron hacerlo de acuerdo a las costumbres sociales de aquellos años.
Nací siendo propiedad de mis padres, luego de una familia rica, para terminar como propiedad de mi marido. Nunca supe lo que es la libertad de decidir por mí misma. Porque ahora que mis padres y mi esposo murieron, mis hijos me entregaron a un geriátrico.

Para profundizar en lo que fueron las vidas de las mujeres de las aldeas y colonias de otras épocas, y poder valorar tanto sacrificio y entrega y que esas vidas no queden en el olvido, no dejen de recorrer las páginas del libro "La vida privada de la mujer alemana del Volga". Un libro revelador único en su especie. Al leerlo ya nada vuelve a ser igual porque nos descubre como fueron las mujeres y porque somos como somos hoy día. Más información:  WhatsApp: 011-22977044. Correo electrónico juliomelchior@hotmail.com.