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lunes, 30 de noviembre de 2020

Abuela y nieta conversan sobre la historia de los alemanes del Volga mientras toman mate con Kreppel

 Por María Rosa Silva Streitenberger
-Hasta cerca de la mitad del siglo XX -explica Sonia-, los alemanes del Volga en la Argentina vivieron casi de manera autónoma, manteniendo sus tradiciones y costumbres, incluido su idioma, el dialecto, que se usaba en la vida cotidiana, mientras que en la iglesia y en la escuela se utilizaba el alemán estándar. El castellano, o español, sólo era usado para fines administrativos de las colonias.
-Es verdad, querida -reconoce doña Elisa, de 89 años. Las colonias eran autosuficientes. Producían y fabricaban todo lo que necesitaban. Era muy escaso lo que se compraba, generalmente en Buenos Aires.
-A medida que fue avanzando el siglo XX -agregó Sonia-, y con él el adelanto tecnológico en el área agropecuaria, creció la necesidad de un mayor contacto con la población local. Y surgió lo inevitable: la asimilación lingüística, en la que el castellano, o español, se fue transformando en la lengua más usada.
-Sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial -continúa doña Elisa-, en que se prohibió la enseñanza del alemán en las escuelas. Porque hasta ese momento, a la mañana se dictaban clases en español y a la tarde en alemán. Todo eso desapareció de un día para el otro. Se llegó al extremo de castigar a los alumnos si hablaban en dialecto en los recreos. Fue un cambio muy traumático y doloroso para todos. En las escuelas parroquiales, por ejemplo, había religiosas que tuvieron que aprender a hablar bien el castellano, porque apenas sabían unas pocas palabras, porque muchas habían sido enviadas directamente de Alemania a ejercer su misión de evangelizar y educar aquí.
-Y así -prosigue Sonia-, se gestó el proceso de asimilación lingüística, en la que el español se fue transformando en la lengua más hablada por los jóvenes. Hasta el extremo de que, en la actualidad, los niños olvidaron por completo su lengua madre. Salvo raras excepciones. Y el excelente trabajo que llevan a cabo, en los últimos años, escritores e investigadores, comisiones culturales y sociales, que mantienen vivas las fiestas tradicionales, y algunas escuelas y docentes que también desarrollan una magnífica tarea, para revivir el dialecto.
-En este punto -interrumpe doña Elisa- hay que destacar la labor profesional que está desarrollando, desde hace más de veintisiete años ininterrumpidos, el escritor Julio César Melchior, que lleva publicados más de una decena de libros sobre nuestra cultura, abarcando casi todos los ejes temáticos de los alemanes del Volga: la historia, la cultura, las tradiciones, las costumbres, la infancia, la vida de la mujer, la gastronomía, en fin, la mayoría.
-Es verdad, abuela -reconoce Sonia. Leí todos sus libros. Sumergirse en sus obras es reconstruir el pasado de los alemanes del Volga. Muchas de ellas fueron premiadas, presentadas en la Feria Internacional del Libro, en Buenos Aires, y trascendieron las fronteras.
-Y un detalle que a mí, como docente, siempre me gustó de Julio César Melchior es que él, desde el momento que comenzó a publicar sus obras sostuvo que rescataba y revalorizaba la historia y cultura de los alemanes del Volga. Porque es verdad que había mucho para rescatar pero esa palabra: revalorizar, siempre me resultó fundamental. Porque, por aquellos años, estamos hablando de casi treinta años atrás, todo lo que proviniera de las colonias o de los alemanes del Volga, estaba muy devaluado. La mayoría se avergonzaba de sus raíces. Ni que decir la vergüenza que teníamos de hablar en alemán fuera de la colonia o frente a extraños o en la ciudad, donde ni lo usábamos.
-Es comprensible, abuela, porque con la asimilación lingüística, en la que el castellano, o español, se fue transformando en la lengua más usada en las colonias y la integración casi forzada por hechos sociales y culturales externos, además de cuestiones políticas, y a la vez, deseada por los jóvenes, que buscaban nuevos horizontes, fue profusamente dolorosa y traumática. No te olvides hasta ese momento en que comienza la etapa de revalorización, nosotros éramos los rusos o los rusos de mier.. Para los adolescentes que tuvieron la suerte económica de, al menos, intentar asistir a la escuela secundaria, viajando todos los días a la ciudad, se les hizo muy difícil. Para algunos imposible. Eran literalmente discriminados. De diez que empezaban, terminaba uno. A veces, ninguno. Recién en la década de los ochenta era cosa más habitual ver asistir adolescentes a la secundaria, viajando de las colonias a la ciudad.
-Tenés razón, querida! Me acuerdo de una sobrina que cursó allá por el setenta y ocho, le decían rusa engordada con Dünnekuche, porque era, obviamente, algo rellenita. A veces, los chicos suelen ser muy crueles.
Sonia se levanta de la mesa, pone a calentar agua con una pava y a preparar mate. Mientras su abuela va hacia a la alacena y regresa con una fuente llena de Kreppel.
-Te pasaste, abuela -exclama sonriendo Sonia. Se ven riquísimos. Ya mismo pruebo uno.
-Los hice para vos. Me puse a amasarlos esta mañana, después de que me avisaste de que ibas a venir a tomar mate.
(Escrito por María Rosa Silva Streitenberger con la colaboración histórica y literaria, del escritor Julio César Melchior).

sábado, 28 de noviembre de 2020

Las cosas de antes y los momentos que no se olvidan

La vida está llena de instantes mágicos, de momentos que no se olvidan. De experiencias que nos marcaron para siempre. Dejando una huella profunda en nuestra memoria y en nuestros sentimientos. Y es así, como volviendo la mirada al pasado recordamos cosas y personas que amamos y nos amaron. Rememoramos lugares de nuestra niñez, en la colonia o en el campo, de nuestra existencia cotidiana junto a nuestros padres y hermanos, a nuestros mejores amigos, esos que crecieron y un día se casaron y se marcharon a otro pueblo, a otra ciudad, a forjar su propio destino. A todas esas personas que nos llenaron los días de alegría y el alma de felicidad.
Recordamos toda esa vida maravillosa, de la niñez a la adolescencia, y de la adolescencia a la adultez. Nos acordamos de la sonrisa de mamá, de la seriedad afectuosa de papá, del cariño de los hermanos y los amigos. De la lengua alemana, de los domingos de misa, de los sábados de baño, de las carneadas, de las fiestas tradicionales, de las sabrosas comidas de la abuela, de los inviernos sentados junto a la cocina a leña. Momentos que se fueron pero que sobreviven en mis libros, en mis escritos, en los recuerdos que me contaron las abuelas y los abuelos. En estos libros que fueron escritos con amor. Que contienen amor. Y toda la historia y cultura de nuestro pueblo.
Los títulos son: "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga", "La vida privada de la mujer alemana del Volga", "La gastronomía de los alemanes del Volga", "La infancia de los alemanes del Volga". Consultas al WhatsApp 011 2297-7044

domingo, 22 de noviembre de 2020

Laura aprende a cocinar las recetas de los alemanes del Volga

Desde hacía quince días Laura se pasaba los días instalada en la cocina de su madre, preparando uno tras otro, sin parar, distintos platos tradicionales de los alemanes del Volga. Le ponía tanto empeño a su labor, que su padre ya había engordado cinco kilos. La madre, molesta con este tema, no sabía qué hacer para que su marido aflojara un poco con sus ansias de comer hasta dejar perfectamente vacías y limpias todas las fuentes o, si no, comer hasta no dar más. Más de una vez, fue necesario socorrerlo a altas horas de la noche para calmar sus ataques al hígado. El más fuerte de la familia, parecía ser el abuelo, que comía y comía como un jovencito y nada le caía mal.
Laura, a medida que cocinaba, también iba aprendiendo a conocer nuevos sabores, colores, aromas, y a perfeccionar no solamente su cultura culinaria sino sus conocimientos del manejo de los diferentes utensilios de la cocina en general, como asimismo estudiaba y perfeccionaba sus rudimentarios conocimientos respecto al manejo de la cocina a gas, sobre todo la graduación de la temperatura del horno, donde preparaba todas sus comidas.
Como toda aprendiz de cocinera, porque en realidad era eso: una aprendiz, ya que Laura no pasaba de haber preparado algún que otro plato ayudando a su madre, a lo largo de los años, era perseverante, detallista, pulcra, cuidadosa en el manejo de los ingredientes, pero también algo descuidada y olvidadiza al momento de controlar el tiempo de cocción o la permanencia de una preparación dentro del horno.
Así es que, más de una vez, los comensales tuvieron que comer unos Kleis un poco pasados, un Strudel casi chamuscado, o unos fideos caseros apelmazados.
Nadie se quejaba demasiado, porque todos valoraban la pasión que Laura le ponía para rescatar y aprender las recetas familiares. Salvo Benjamín, el más pequeño de la casa, de seis años, que se quejaba y alzaba la voz, cada vez que veía algo negro en su plato. Sus berrinches se hicieron tan frecuentes, que la familia se acostumbró a escucharlos y a Benjamín no le quedó otra que comer, almorzar o cenar, lo que comían todos, como se hacía antiguamente.
Un día, en pleno almuerzo, la madre de Laura le preguntó:
-No entiendo, hija, por qué de pronto se te dio por la gastronomía alemana. No lo entiendo.
-Dejala! -intercedió el padre. Está bien que continúe la tradición familiar. La nena es un orgullo. Cuántos quisieran tener una hija así.
-Vos lo decís, porque, al igual que el abuelo, morfan como bestias. Un día van a salir rodando de la cocina -opinó Sebastián el hijo de dieciséis.
Todos rieron.
-Hay otra cosa que me llama la atención -continuó la madre, mirando a su hija, que se servía un Wicknudel, el plato que Laura había preparado ese día. Cómo es posible que prepares todas las comidas, sin preguntarme nada. Ni ingredientes. Ni pasos a seguir. Nada! Vos decís que es para darme una sorpresa pero dónde aprendiste a cocinar todas estas comidas? En la Universidad de arquitectura? Creo que no. En Buenos Aires? Lo veo difícil. Casi imposible. Además apenas hace un año y medio que te fuiste a estudiar.
-Ahhhh! Es un secreto -respondió Laura picaramente, que se encontraba en casa de sus padres, en la colonia, a causa de la cuarenta dictada para prevenir el avance de la pandemia.
-Yo sé cuál es su secreto! -gritó Benjamín. Yo lo sé! Yo lo vi! Yo lo vi!
Laura lo miró furiosa. Si hubiera podido, le hubiera tapado la boca con un Wickelnudel, pero estaba sentada en la otra punta de la mesa.
-Quieren saber cuál es? -preguntó Benjamín.
Y sin esperar respuesta salió corriendo rumbo a la habitación de Laura y regresó de manera triunfante, agitando un libro.
-Acá está! Acá está! Acá lo tengo! Miren! Miren! Miren!
-Noooo -gritó Laura. Intentando quitarle el libro a su hermano.
Pero Benjamín la esquivó y le entregó la obra a su madre.
-A ver… -dijo la madre, mirando la tapa del libro. Conque este es tu secreto: "La gastronomía de los alemanes del Volga" -leyó la madre, del escritor Julio César Melchior. Lo dio vuelta, para leer la contratapa: "más de 150 recetas tradicionales de los alemanes del Volga".
Laura bajó la mirada, humillada, por sentirse descubierta.
-No, hija, no te pongas triste -intervino el abuelo. Vos no les hagas caso a ellos. Vos seguí cocinando la comida de nuestros antepasados. Lo hacés muy bien. La abuela, que en paz descanse, se sentiría muy orgullosa de vos. (Autora: María Rosa Silva Streitenberger).

jueves, 19 de noviembre de 2020

Las manos del abuelo, manos de trabajo, manos de ternura

Manos curtidas, saturadas de cicatrices, que parecen jeroglíficos inmortalizados durante la juventud, cuando en largas jornadas, de sol a sol, al laborar la tierra, el rudo trabajo las tiñó de polvo y sudor y el arado las lastimó desgarrando la piel, marcando heridas sobre la carne, con letras de sacrificio y sílabas de sueños.
Trabajo y ternura. Entrega y desinterés. Las manos del anciano, temblorosas y ajadas, son dos aves viejecitas que descansan sobre el regazo extrañando el vuelo de la libertad, cual dos torcazas acurrucadas en la tibieza de su nido evocando el cielo de antaño, cuando, trémulas de ansiedad, acariciaron la mejilla de una novia, una esposa, o temeroso de hacerle daño arrullaron a un hijo recién nacido. Dos torcazas viejecitas, que en su nido, sobre las piernas, descansando en la raída tela de un gastado pantalón, acompañan al anciano que, sentado en el portal de una casa cualquiera, con los ojos húmedos de lágrimas, espera un imposible, rememorando los años idos y los seres que se fueron y jamás volverán. (Autor: Julio César Melchior).

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Mi abuela amaba las flores

Pasa el tiempo, los meses y los años, y todavía la veo a mi abuela arrodillada, en un pedazo de tierra, al frente de su casa, trasplantando plantines de diferentes variedades de flores. Rodeada de rosas, margaritas, petunias, amapolas, en una escena multicolor. El zumbido de las abejas y algún colibrí yendo de flor en flor.
Mi abuela tenía un cuchillo gastado, para realizar los hoyos donde plantar los plantines, una azada vieja para carpir y un rastrillo antiguo, porque no solamente trasplantaba sino que mantenía una ardua lucha con los rebeldes yuyos que se atrevían a invadir su jardín, que siempre debía lucir limpio, ordenado y sumamente pulcro.
Mi abuela regaba con una regadera y un balde, mientras sacaba el agua con la bomba, que ella misma bombeaba. En su casa no había motores, mangueras ni regadores o rociadores artificiales. Todo eso vino después, cuando ella ya no estuvo.
Se levantaba bien temprano a la mañana, pasaba por el baño, encendía la cocina a leña, calentaba agua y preparaba mate. Y sorbiendo el primer mate, salía al patio, a recorrer su jardín, a controlar si durante la noche no había habido una invasión de hormigas, o alguna otra plaga. Cortaba las flores y las hojas secas. Las guardaba en el enorme bolsillo de su delantal, para no ensuciar el patio. Luego retornaba a la cocina y terminaba de tomar mate, mientras comía un poco de pan con manteca y miel, para finalmente salir a regar. Porque abuela regaba a medida que amanecía y cuando anochecía, cuando el sol comenzaba a irse a dormir. Mi abuela, como ya se habrán dado cuenta, adoraba su jardín y amaba las flores. (Autor: Julio César Melchior)

sábado, 14 de noviembre de 2020

Historia de las planchas que usaron las abuelas alemanas del Volga

 
Antes de la invención de la electricidad y de su llegada a los domicilios particulares, todos los trabajos domésticos no solamente eran más arduos de realizar sino que insumía más tiempo llevarlos a cabo. Ya que nuestras abuelas, en su juventud, no contaban con ningún electrodoméstico que les facilitara las tareas. Esto sucedía en todas las áreas. Incluso en el planchado de la ropa.
Una de las primeras planchas con las que contaron las mujeres, fueron las de hierro, que se calentaban al fuego, sobre la cocina a leña, y a continuación se pasaba sobre la ropa para dejarla lisa. Era un sistema muy rudimentario y laborioso, porque cuando la plancha se enfriaba ya no cumplía su función y tenían que volver a calentarla. Por este motivo, lo normal era tener dos y mientras se utilizaba una, la otra se calentaba, esperando ser reemplazada.
Con estas planchas, había un detalle no menor a tener en cuenta: como eran totalmente de hierro, al ponerlas a calentar, también se calentaba la manija, por lo que las mujeres debían tomar la precaución de no agarrarlas sin un trapo. Fueron varios los accidentes que ocurrieron por distracción. Algunas quemaduras de manos llegaron a ser muy graves.
Luego aparecieron las planchas a carbón, que eran una especie de cajas metálicas de hierro, que se cargaban directamente con brasa. Ponerlas a punto para usarlas, era todo un arte. Porque en el patio se encendía un fuego con carbón para generar abundante brasa. También, podía llegar a generarse en la cocina a leña. Una vez conseguido esto, se procedía a cargar las planchas con la brasa ardiendo, con ayuda de una especie de tenaza larga, y se ingresaba a la cocina a comenzar a planchar.
Estas planchas eran bastante pesadas y, de vez en cuando, había que agitarlas para avivar el carbón y mantenerlo encendido. Asimismo las mujeres debían tener sumo cuidado para que ninguna chispa de la brasa saltara sobre sus vestidos o sobre alguna otra prenda, porque, sin querer, podían generar un incendio.
Después llegaron las planchas a combustión de bencina, que contaban con un pequeño tanque en el que se cargaba el combustible, el que se hacía descender con presión de aire, aplicada con un inflador, hasta el mechero que calentaba la base de la plancha. Seguramente la marca más popular fue “Volcán”.
Estas planchas, si bien eran más cómodas y prácticas, podían llegar a ser peligrosas, si alguna persona le daba demasiada presión con el inflador. La historia colonial recuerda algunos accidentes muy dolorosos y hasta los nombres de las víctimas que hubo que lamentar.
Y finalmente aparecieron las primeras planchas de electricidad, aunque su uso masivo tardó en popularizarse. Porque las usinas generadoras de energía, encendían sus motores desde el atardecer hasta el amanecer, lo que obligaba a las abuelas a realizar el planchado a altas horas de la noche.
Para concluir esta reconstrucción histórica de las planchas, digamos que tanto con la plancha de hierro como la de carbón, las personas que planchaban debían soportar un calor asfixiante, sobre todo en verano. Pues las planchas de acero se calentaban sobre la cocina a leña, por lo que había que planchar cerca de ellas, para mantenerlas calientes, y las planchas a carbón despedían un calor impresionante, porque el carbón se transformaba en brasa y sabemos el calor que esta genera, sobre todo concentrada en un recipiente de acero tan pequeño.
Además, un detalle final, el tiempo de planchado duraba horas y horas, no sólo por la precariedad del sistema que hacía funcionar a las planchas, sino porque, antiguamente, la mayor parte de la ropa se almidonaba, lo que le sumaba un trabajo extra a las mujeres.
Los cuellos y los puños de las camisas, por sólo citar una prenda, debían lucir firmes y duras.
Usar ropa planchada y almidonada era un signo de elegancia y también un reflejo de que el marido tenía una buena esposa, que sabía planchar bien y que "siempre lo tenía limpio", como se decía antes. (Autor: Julio César Melchior).
(Más historias en mi libro "La vida privada de la mujer alemana del Volga", una obra que no debe faltar en su biblioteca, porque le rinde homenaje a nuestras abuelas y a su vida llena de sacrificios y de amor por sus familias. Consultar al WhatsApp 011 2297-7044).

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Abuela trabajó hasta los últimos días de su vida

Trepó al banquito, del banquito a la silla y de la silla a la mesa, lentamente y con paciencia. Sobre la mesa, la esperaba un balde con agua jabonosa, lavandina, un trapo y un cepillo.
Llegó sobre la mesa, después de un laborioso y tedioso esfuerzo. Primero una pierna, luego la otra. Aferrándose al respaldo de la silla con ambas manos. A veces, la silla parecía moverse incapaz de sostener el cuerpo de la abuela.
Se incorporó a medias, tomó el trapo y lo hundió en le balde con agua jabonosa. Una vez, dos veces, tres veces, y a la cuarta lo estampó contra el techo y comenzó a restregar con fuerza. El agua comenzó a correr y deslizarse por su mano derecha, luego por el brazo y finalmente por la axila, dentro del vestido.
Cuando creyó oportuno, porque consideró que la suciedad no se desprendía tal y como ella deseaba, introduzco el cepillo en el agua jabonosa, le agregó lavandina, y comenzó a cepillar el techo frenéticamente, apretando con fuerza. Iba y venía sobre la mesa, con la cabeza inclinada hacia atrás, mirando hacia arriba, concentrada en su trabajo.
Empezó con el amanecer, empujando el banquito, la silla y la mesa, por todos los rincones de la cocina. Sin pausa y sin descanso. No almorzó. No había tiempo, pensaba. El trabajo tenía que estar concluido para la hora del mate.
Pero calculó mal. No tuvo en cuenta que habían transcurrido dos años desde que lavó el techo por última vez y que, durante ese tiempo, no solamente había subido de peso, sino que también había envejecido. Descubrió que a cierta edad, dos años eran mucho tiempo. Las piernas ya no la sostenían como antes, ni sus brazos tenían la fortaleza de antaño. ¿Cómo podía ser eso posible si ella había llevado a cabo ese trabajo durante toda su vida de casada?, se preguntó la abuela, que llevaba más de cincuenta años de feliz matrimonio. Los tres años de viudez no cuentan, opinó.
Sin embargo, la realidad es la realidad, y contra ella no se puede. Tuvo que reconocer la abuela. Estoy vieja, murmuró casi llorando. Ya no sirvo para nada. Ni el techo de mi propi casa puedo lavar.
Descendió de la mesa, temblando, muy, muy cansada, se sentó en la silla que estaba cerca de la cocina a leña, cubrió su rostro con las manos y comenzó a llorar desconsoladamente. Afuera anochecía. El sol se escondía en el horizonte, tras un velo de nubes, ocultando también su rostro, acongojado y triste. Ver llorar a la abuela de esa manera tan desconsolada, le generaba una profunda tristeza, que le desgarraba el alma. (Autor: Julio César Melchior). (Más historias como está en el libro “Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga”. Consultar al WhatsApp 011 2297-7044).

martes, 10 de noviembre de 2020

La vida secreta de nuestras abuelas

Escribir este libro me llevó cinco largos años de investigación, cinco largos años de paciente labor, de entrevistar casi a un centenar de abuelas de diferentes colonias y aldeas, escucharlas hablar durante horas, de empatizar con ellas, de comprenderlas, entenderlas y la mayoría de las veces, contenerlas, secar su llanto, calmar su angustia y su sufrimiento. Abrazarlas y hacerlas sentir valoradas y queridas. Hacerles entender que son un ejemplo para nosotros, que tienen mucho para legarnos como ejemplo. Que ellas no solamente lo dieron todo por la familia sino también que supieron trabajar a la par del hombre y, a veces, incluso más. Por eso este libro no solo rescata sus existencias y su vida cotidiana, sino que hace un recorrido por todo el entramado social, religioso y cultural, por el que tuvieron que transitar a lo largo de su devenir diario, desde el día de su nacimiento, hasta la hora de muerte. Asimismo, esta obra es un estudio psicológico y antropológico, que remite a sus más profundos sentires, experiencias, amores, sinsabores, gestos, recuerdos más íntimos, algunos hermosos y otros, tremendamente desgarradores. En suma, es la vida en su totalidad de nuestras abuelas, sin dejar de mencionar ni analizar ni profundizar ningún tema. Ellas merecían este libro. Ellas merecían ser visibilizadas. Mostradas. Valoradas. Respetadas. Por eso, a lo largo de estos años de haber sido publicado, han sido decenas y decenas las cartas, mensajes y llamadas de gratitud que he recibido, tanto de mujeres, abuelas y jóvenes, y de hombres. Todos agradeciendo la publicación de este libro, que lleva por título "La vida privada de la mujer alemana del Volga". Consultar al whatshapp 011 2297-7044.

sábado, 7 de noviembre de 2020

La solitaria casita de adobe

La casita de adobe, con su piso de tierra, su ventanitas pequeñas, su puerta baja, en la que el abuelo siempre tenía que agacharse para ingresar, la antigua cocina a leña, unas pocas repisas clavadas en la pared, con dos o tres cacerolas y sartenes, unos platos de latón, alguna que otra jarra, el balde de agua para la noche, un cesto lleno de bosta de vaca, en reemplazo de leña, que era escasa y cara, una habitación para el matrimonio y cinco hijos, una cama matrimonial, otra cama de una plaza, en la que dormían dos niños y los demás en el piso, un ropero construido con maderas descartadas, halladas aquí y allá, poca ropa, una muda para trabajar y otra para los domingos, para asistir a misa.
Cerca de la casita de adobe, una bomba de agua, una pileta herrumbrada, un fuentón de chapa, una tabla de lavar la ropa, un pan de jabón casero, más allá el tendal de alambre, el gallinero, la huerta, los frutales y el chiquero.
Al fondo del patio, una vaca lechera, mansa, pastando tranquila, con su ternero. Un par de perros durmiendo bajo la sombra de una higuera. Mientras el sol amanecía en el horizonte, detrás de unas nubes, y una bandada de pájaros cruzando el cielo.
Las campanas de la iglesia de la colonia tocando a rezar en Ángelus. Las colonias comenzaban su tarea rural diaria, partiendo a los campos, con sus carros y enseres. Mujeres y niños los acompañan. Todos trabajan. Todos aportan lo suyo para que la familia tenga una vida digna, humilde, es cierto, pero nunca pobre.
Y así transcurren los días de los colonos y de la colonia.
El tiempo va pasando, lento pero inexorable, los hijos del matrimonio, uno a uno, se van casando y partiendo a otras localidades, donde hay más oportunidades de trabajo y progreso.
Los padres van quedando solos, siempre viviendo en la misma casita de adobe que, al igual que ellos, van envejeciendo. EL dueño de casa ya no tiene las mismas energías de antes para mantenerla en condiciones ni la esposa para pintarla con cal. Y así envejecen juntos, la casita de adobe y el matrimonio.
Hasta que un día el marido muere y a los seis meses, la esposa también. El marido de un infarto y la esposa, de soledad y tristeza. Y los hijos regresan al velorio, a llorar y sepultar a sus padres, a cerrar la casita de adobe con llave y un candado y jamás regresar. (Autor: Julio César Melchior). (Más historias como esta en mi libro “Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga”). Consultar en Librería Lázaro, Coronel Suárez, o al whatshapp 011 2297-7044. También en el barrio de Belgrano, en CABA, o a juliomelchior@hotmail.com. Se envía a todo el país.

¿Se acuerdan de los Derkreppel de la abuela, esos Kreppel de masa bien finita y crocante, grandes como el diámetro de un plato?

Cómo olvidarse de esos Derkreppel crocantes que, a medida que pasaban los días, parecían cada vez más ricos y se deshacían mientras los comíamos.
Recuerdo que la abuela los amasaba con sumo cuidado y amor. Los doblaba en dos y los arrojaba dentro de aceite bien caliente. Después los retiraba y los espolvoreaba con abundante azúcar.
Los ingredientes de la receta de esos inolvidables Derkreppel están en mi libro "La gastronomía de los alemanes del Volga". Consultar por el libro en Librería Lázaro, Coronel Suárez, o al whatshapp 011 2297-7044. También en el barrio de Belgrano, en CABA, o llega a todo el país, por correo.

martes, 3 de noviembre de 2020

¿Se acuerdan qué se celebraba en las colonias de antaño, luego de conmemorarse sucesivamente el Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos?

Los invito a leer y a revivir una antiquísima tradición que aún sobrevive en algunas colonias de alemanes del Volga: Las rogativas.

“Durante las Rogativas se visitaba las tres cruces erigidas en los aledaños de la colonia, los niños marchaban adelante en formación y tomados de la mano, en dos bandas, varones y niñas. En medio caminaba Don Juan, todo lleno de devoción. Trasmitiendo por repetición hacia la grey infantil las Letanías de todos los Santos, para su contestación.
Los muchachos rezaban distraídamente, mientras sus ojos vagaban por los campos vecinos, llevándose a cada rato algún pozo por delante. Entonces Don Juan intercalaba sabias advertencias entre las advocaciones: ¡San Matías... ruega por nosotros!... ¡San Pedro. . . chicos más hacia la alambrada! . . . ruega por nosotros ¡Santa Cecilia... vean por donde caminan!... ruega por nosotros! ¡San Andrés. . . mira infeliz qué has pisado!. . . ruega por nosotros!” –escribió alguna vez el Padre José Brendel.
Greuz gehen
Las Rogativas se definen como la visita en procesión para celebrar una ceremonia litúrgica frente a tres cruces enclavadas en tres puntos cardinales en las afueras de la colonia y que, en su conjunto, representan a la Santísima Trinidad. La procesión, precedida por un sacerdote, los monaguillos y el Schulmeister, portando una cruz, parte de la iglesia durante las tres mañanas siguientes a la conmemoración del Día de los Fieles Difuntos, o sea, el 2 de noviembre, para dirigirse a una de las cruces, en tres jornadas sucesivas, erigida a uno de los laterales de las calles de acceso a la localidad, para celebrar una ceremonia religiosa en Acción de Gracias por los dones recibidos durante el año fenecido y solicitar que la próxima trilla sea buena y que Dios prosiga bendiciendo a la comunidad con su gracia divina. La procesión retorna, cantando y rezando, a la iglesia, donde el sacerdote oficia una misa.
Un antiguo cuadernillo rememora que “los colonos se dirigen en procesión a las cruces, imbuidos de un profundo misticismo, y acompañados de las letanías de los santos; mientras que ya en el lugar, frente a Jesús crucificado, el sacerdote, luego de expresadas las letanías, oraciones y cantos, rocía con agua bendita los campos en señal de gratitud por los dones recibidos y en solicitud de buena cosecha. Y al término de la procesión oficia una misa en la parroquia.
La tradición proviene de antaño –continúa revelando el texto-, cuando San Gregorio Magno en el 590, las fijó para otorgarle mayor trascendencia a los festejos de la conmemoración de la entrada de San Pedro a Roma. Otros relatos, sin embargo, sostienen que el Papa lo hizo para sustituir las celebraciones paganas llamadas “Robigalia” (en honor al dios “Robigus”) que antiguamente efectuaban los labradores romanos, con procesión por los campos, para interesar la deidad a favor de los sembrados”. (Autor: Julio César Melchior).