Rescata

WhatsApp: 011-2297 7044. Correo electrónico historiadorjuliomelchior@gmail.com

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Mamá nunca dejaba de hacer las tareas de la casa


Mamá, que se levantaba con el sol, daba vuelta la casa, limpiando cuanto rincón tuviera una mota de polvo, lavaba la ropa en el fuentón bajo la intemperie, cocinaba y mantenía libre de yuyos el patio y el jardín, una mañana se levantó con las piernas hinchadas pero, habiendo sido siempre fuerte como un roble y terca como una mula, no le dio importancia, porque los quehaceres cotidianos de la casa no podían esperar: las sábanas tenían que ser cambiadas, la ropa debía ser lavada, el patio tenía que ser barrido, el jardín regado y la comida lista para las doce del mediodía cuando sus hijos llegaban del trabajo. Nada era más importante que sus obligaciones de madre y ama de casa. Ni siquiera su salud.
Al cuarto día ya le resultó imposible ocultar no solo la hinchazón de las piernas sino el dolor que esto le causaba cuando caminaba. Aún así, no quiso ir al médico. Minimizó el problema frente a sus hijos y, con la ayuda de la escoba como bastón, se las arregló para cumplir con todas las tareas cuando estaba sola y sus hijos no la veían.
Transcurrieron los días. Una semana. Dos. Hasta que una mañana, los hijos se levantaron, como todas las mañanas, para desayunar, y la mesa no estaba servida y el café con leche tampoco puesto sobre la cocina a leña que, llamativamente, tampoco estaba encendida.
-Qué raro -pensaron los dos hijos solteros que vivían con ella. La primera vez en su vida que mamá se queda dormida.
Cuando fueron a despertarla, la encontraron muerta, al pie de la cama matrimonial, con el camisón puesto y las cobijas desparramadas por el piso: tenía ochenta y dos años. (No olvidemos a nuestras madres en el "Día de la Madre", a celebrarse durante las próximas semanas, y llenemos su alma de amor y hagámosle un hermoso regalo, obsequiemos un libro que rescata su historia y su cultura: "La vida privada de la mujer alemana del Volga", "La gastronomía de los alemanes del Volga", "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga", "La infancia de los alemanes del Volga"). Autor: Julio César Melchior.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Los recuerdos de la abuela

La abuela tomó el libro que su nieta Micaela le había obsequiado el día anterior y se sentó junto a la ventana, en el mismo lugar donde se sienta todas las tardes, después de tomar mate, para ver pasar la gente por la vereda, mientras teje prendas para los nietos más pequeños de la familia.
Corrió las cortinas, saludó con alegría a doña Mercedes, que pasaba, también como todas las tardes a esa misma hora, rumbo a visitar a su hija, que está en cama, padeciendo una fuerte gripe. Se acomodó en la silla, volvió a echar una mirada a la calle, hasta que, por fin, se decidió a abrir el libro. Y como siempre, con las revistas y los periódicos, que leía de vez en cuando, comenzó por la última página. Esa era su manera de leer. Y no la iba a cambiar porque fuera un libro. Sobre todo este libro, que tenía en sus manos, que además de escritos tiene muchas fotografías. Y a ella, a la abuela, le fascina mirar fotos. Primero mira las imágenes, con atención, detalle y paciencia, y recién después comienza a leer.
Al recorrer las fotografías en el libro, todas antiguas, de descendientes de alemanes del Volga, algunas tomadas hace más de cien años, otras quizá menos, pero no tanto, y otras, que le recuerdan la época de su infancia, adolescencia y niñez. Se queda observando imágenes en la que se reproducen una anciana hilando lana en la rueca, un casamiento con los novios vistiendo las ropas típicas que se usaban antes, allá lejos, en el tiempo, mujeres lavando ropa en fuentones y con la tabla de lavar, reuniones familiares, con los abuelos, hijos y nietos, hombres y mujeres trabajando el campo a la par, con un arado mancera, un horno de barro, una casa de adobe… y las lágrimas comienzan a rodar por sus mejillas. Tantos recuerdos juntos la desbordan de emoción, le despiertan sus propios recuerdos, sus propias vivencias: el día de su boda, el día del nacimiento de su hijo mayor, la muerte de sus padres, el fallecimiento de su marido. Tantas vivencias le vienen a la memoria que se cubre los ojos para llorar. También recuerda momentos felices: la dicha de conocer a su marido, los once hijos que tuvieron, las reuniones familiares en la cocina, alrededor de la mesa grande de madera, todos riendo, hablando en alemán, comiendo Wickelnudel, Maultasche o asado de lechón al horno con papas. La alegría de los casamientos de cada uno de sus hijos. El nacimiento de los nietos…
Se seca las lágrimas con el pañuelo que siempre guarda en la manga del pulóver y abraza el libro. Lo abraza con ternura. Mentalmente le agradece a su nieta el regalo. Un regalo hermoso, piensa la abuela, mientras coloca el libro sobre la falda para leer el título. "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga", se llama el libro. Del escritor Julio César Melchior. Un libro que para la abuela es un tesoro

Receta de dulce de zapallo de la abuela


La abuela le enseña a su nieta a preparar la receta de Kreppel

-Y ahora vamos a preparar Kreppel -le dijo la abuela a su nieta Marilina comenzando a limpiar la mesa con el trapo rejilla. Mientras yo le introduzco más astillas a la cocina a leña para que vaya tomando temperatura -agregó-, vos andá a la despensa a buscar harina, azúcar, huevos, aceite, crema, leche cortada…
-Leche cuajada - la corrigió su nieta.
-Para mí siempre fue leche cortada y en alemán dickimilch -sostuvo la abuela- y no le voy a cambiar el nombre a esta altura de mi vida. No te parece, mi amor?
Marilina no dijo nada. Se quedó en silencio, pensativa, yendo y viniendo de la despensa, trayendo los ingredientes que le iba solicitando la abuela.
-Sabés qué, abuela? -dijo Marilina poniendo los huevos y la harina sobre la larga mesa de madera, alrededor de la cual crecieron sus bisabuelos, abuelos y padres y tíos. Una mesa que fue pasando de generación en generación y durante años estuvo en la familia.
-¿Qué, querida? -preguntó la abuela empezando a elaborar la masa. Antes que me digas lo que querés decirme, no te olvides del palo de amasar.
Marilina regresó a la despensa para buscar el palote.
-Te quería contar, abuela -dijo Marilina, que ayer compré un libro que se llama "La gastronomía de los alemanes del Volga", que trae más de ciento cincuenta recetas…
-Sí -interrumpió la abuela. Lo conozco. Es de Julio César Melchior. Me vino a visitar cuando estaba reuniendo material.
-En serio, abuela?
-Sí! Es verdad, querida. Hay una receta que es de mis ancestros. Mis abuelos la trajeron del Volga.
-En serio? -volvió a repetir sorprendida la nieta. Y cuál es, abuela?
-Mirá el libro, leelo, y fijate si la encontrás -sonrió la abuela.
-Eso es imposible. No vale, abuela.
-Pone la sartén sobre la cocina a leña y echale abundante aceite. A mi me gusta freír los Kreppel con grasa pero esta semana no conseguí. Así que no me queda más remedio que hacerlos en aceite.
-No me vas a decir, abuela? -insistió Marilina.
-No sé, no sé! Lo voy a pensar -volvió sonreír la abuela. Primero terminemos de elaborar los Kreppel. Después nos sentamos a comerlos calentitos, mientras tomamos unos ricos mates, y te cuento lo que quieras. Sí? De acuerdo?
-Si no me queda más remedio -se resignó Marilina, aprestándose a tirar el primer Kreppel dentro del aceite caliente. (Autor: Julio César Melchior).

sábado, 26 de septiembre de 2020

¿Se acuerdan del gallinero de casa?


En el gallinero de casa convivían en feliz armonía: gallinas, gansos, patos, pavos, algún avestruz, o alguna otra ave silvestre recogida y criada entre las aves domésticas que no discriminaban ni poseían estatus social. Todas por igual corrían alrededor de mamá cuando llegaba con migas de pan, granos de trigo o maíz. Saltaban hasta una altura impensada tratando de ver qué traía dentro de su delantal levantado. Semejaban marionetas vivas danzando al compás de su canto que remeda antiguas canciones alemanas. Arrojaba lo que traía en una cubierta de automóvil cortada en dos para formar dos cuencos: uno para los alimentos y otro para el agua.
El gallinero era un pequeño galpón construido con mucho ingenio por papá, con paredes y techo de chapa vieja y oxidada. En el interior, no se soportaba el frío en invierno y el calor en verano. Las aves ponían los huevos en cajones de fruta acondicionados con paja vizcachera: mamá era hábil construyendo nidos. ¡Les salían preciosos! Y las aves le estaban agradecidas y le devolvían la gentileza poniendo gran cantidad de huevos. Tantos que proveían al hogar de este alimento y en ocasiones hasta sobraban para vender y hacer algunos pesos extra. Lo mismo que aves, las que eran criadas para alimento de la familia y para comercializarlas y colaborar con la economía hogareña cuando las cosas no marchaban bien. ¡Y vaya si colaboraban! Mamá sabía muy bien cómo hacer para que el gallinero produzca cuando papá no tenía trabajo o estábamos de malas. (Autor: Julio César Melchior). (Para recordar más historias, consultar mi libro "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga").

Tros, tros, trillie, la canción que nos cantaban nuestras abuelas


Tros tros trillie, es la canción que nos cantaban nuestras abuelas en la niñez y es quizás, la más popular de todo el repertorio musical que nos legaron nuestros ancestros. La versión que publico a continuación la  tomé de mi libro “La infancia de los alemanes del Volga”.

Tros, tros, Trillie
Tros, tros, Trillie,
der Bauer hat ein Fihllien,
des Fihllien kandt net laufen (1 ),
des Fihllien muss mer tragen,
pum, pum,
leits in grobe.

Arre, arre, caballito
Arre, arre, caballito,
el campesino tiene un potrillito,
el potrillito no puede caminar,
el potrillito tiene que ser cargado,
pum, pum,
cae en la zanja.

(1) Las traducciones se mantienen fieles a la lengua que utilizan en su habla cotidiana los descendientes de alemanes del Volga.

Nada mejor que un rico Dünnekuche para la hora del mate o el té


Nada mejor que un rico Dünnekuche para la hora del mate. Y si está elaborado por las expertas manos de la abuela, mucho mejor.

El Dünnekuche también es un clásico para compartir en familia los domingos a la tarde. Una tradición que se viene manteniendo en las colonias desde su nacimiento y entre los alemanes del Volga, desde hace siglos. Solamente que en las aldeas fundadas en las márgenes del río Volga, en lugar de mate, se tomaba té, que se preparaba en el samovar, que es un recipiente metálico en forma de cafetera alta, dotado de una chimenea interior con infiernillo, que sirve para hacer té y es un icono de la cultura rusa. (Autor: Julio César Melchior).
(La receta del Dünnekuche, tal cual lo elaboraba la abuela, está en mi libro "La gastronomía de los alemanes del Volga", junto con 150 recetas tradicionales más).

jueves, 24 de septiembre de 2020

Las aventuras choriceras del abuelo


Las carneadas eran épocas de mucha actividad y que disfrutaba toda la familia, amigos y allegados. Todos participaban y ayudaban con alegría y después recibían su parte de chorizos, carne, morcillas y otros menesteres. Hasta ahí todo era trabajo, asados, parrilladas, brindis con vino tinto, que venía en damajuanas de 5 y 10 litros; pero el problema venía después una vez que el chorizo, colocado en los tirantes del galponcito de chapa o en el sótano, comenzaba a secarse y estaba listo para comerse. En ese momento crucial de la historia familiar es donde entraba a jugar un papel importante la abuela, que lo tenía cortito al abuelo, porque el médico le había prohibido comer cualquier producto salado. Pero hete aquí que el abuelo tenía una viveza bárbara para pergeñar planes y siempre se terminaba hurtando algún chorizo para comerlo en secreto en algún lugar de la casa cuando la familia salía a pasear, o en la vivienda de algún amigo que aportaba el vinito. Por eso cuando algún integrante de la familia notaba que faltaba algún que otro chorizo todos los miraban al abuelo, todas las miradas inquisidoras iban hacia él, y por más que el abuelo se fuera silbando bajito y aduciendo mil y una excusas, nadie le creía. Porque no solamente se metía con el chorizo sino que a veces metía la mano también en el barril donde se guardaba el Sauerkraut o Chucrut. Y por más que el abuelo quisiera ocultar sus tropelías, lo terminaban delatando sus sendas descomposturas y el buchón del médico cada vez que la abuela lo llevaba al consultorio.
Y si hemos de ser sinceros la misma repetía el abuelo cada vez que la abuela elaboraba Dünnekuche porque siempre había uno, de los tantos que elaboraba semanalmente, a veces más de doce, que aparecía con menos Riwwel que los otros o al llegar al último Dünnekuche la abuela notaba que alguna lauchita de dos patas se había robado un pedazo. (Autor: Julio César Melchior).
Para más aventuras como estas pueden consultar mi libro “Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga” y para preparar más de 150 recetas tradicionales mi libro “La gastronomía de los alemanes del Volga”.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Nuestras bañaderas de antaño


 Cuando éramos niños no teníamos baño dentro de la casa, por lo tanto tampoco teníamos inodoro, bidet, pileta con agua fría y caliente, bañadera y ducha. Levantarse a las noches para ir al baño era un todo un problema y toda una odisea, sobre todo si uno era un niño, porque significaba salir al patio a oscuras, recorrer 20 o 30 metros hasta llegar al Nuschnick y hacer nuestras necesidades en la letrina, temblando de miedo por los fantasmas que pudieran acecharnos, sobre todo cuando no había luna y estaba totalmente nublado. Nos aterrorizaba la idea de que alguien pudiera salir corriendo de entre los árboles o que una mano siniestra asomara por el agujero de la letrina y nos agarrara por la cola para meternos en el pozo ciego. Por eso ir al baño de noche, era toda una odisea y toda una aventura. ¡Otra que Superman o el Hombre Araña!
Y nuestra bañadera era un fuentón grande de chapa que mamá llenaba con agua calentada en cacerolas y tarros sobre la cocina a leña. Cacerolas y tarros de diferentes tamaños y colores. Los había grandes, pequeños y muy grandes. El agua se buscaba en la bomba, por más que afuera hicieran diez grados bajo cero y en esa bañadera, la mayoría de las veces con jabón casero elaborado por la abuela, porque el jabón de tocador era un lujo impensable en aquellos años e inaccesible para las familias humildes, se llegaban a bañar siete u ocho hermanos pasando uno detrás de otro, porque era todo un tema calentar tanta agua para tantas personas. Además el día de baño era siempre los días sábados después de las cuatro asique los sábados a la tarde toda la familia debía bañarse. No se salvaba nadie. Ni el niño más pequeño que quería seguir jugando en la tierra ni el abuelo que quería continuar sentado debajo de la higuera tomando mate, hablando pavadas, como decía la abuela. Todavía me parece escuchar al abuelo rezongando en alemán porque no quería bañarse ese sábado, sosteniendo que no hacía nada más que estar sentado bajo los árboles y la abuela retándolo a diestra y siniestra para que entre de una vez y se bañe y deje de rezongar, refunfuñar y contarles tonterías a los nietos. Mientras esto sucedía con el abuelo y la abuela, mamá nos hacía entrar a la cocina de a uno para bañarnos y guay de quejarnos o levantar la voz porque podían venir los retos de mamá o la alpargata o el cinturón de papá. En la casa no había democracia mandaban los padres y los abuelos. Los niños a obedecer.
Después bañaditos y cambiados de ropa mamá nos decía: - ahora a no ensuciarse y cuidar la ropa, mientras la abuela le decía al abuelo: - no vas a andar ahora por la quinta metiendo la mano matando bicho moros o ensuciándote tratando de arreglar algo. Todo puede esperar hasta el lunes. Debíamos estar limpitos para ir a misa el día siguiente. Nadie debía ni podía faltar a la iglesia los días domingos. Absolutamente nadie.
Todas estas vivencias y todos estos recuerdos, que forman parte de nuestra niñez como muchos otros detalles inolvidables, los pueden encontrar en mi libro “La infancia de los alemanes del Volga”. (Autor: Julio César Melchior).

La historia de nuestra gente, los alemanes del Volga

Por medio de lo que escribo doy vida a la historia que identifica a mi pueblo. Esa historia en la que crecí y viví siendo parte y que hoy parece tan lejana, con sus costumbres, tradiciones, comidas… y esa forma de vida tan particular que le da identidad a los descendientes de alemanes del Volga. Una forma de vida que, sin embargo, existió y yo no solamente pude observar sino que la viví a diario. Con sus lámparas a kerosén, colchones confeccionados por abuela rellenos con yuyos que crecían a la vera del arroyo. La ropa de la familia diseñada y realizada por mamá con retazos de tela arpillera de las bolsas de harina que se compraban en el almacén de ramos generales. Una sola muda de prendas nuevas y un solo par de zapatos para asistir a la misa del domingo y que tenían que durar casi una vida. La lana de oveja recién esquilada para que abuela hile en la rueca los vellones y las madejas para tejer pulóveres, guantes, medias… Los pisos de barro de la casa de adobe. La bosta de vaca para alimentar la cocina a leña para cocinar y calentar la vivienda. Buscar la polenta que el sacerdote, en su misericordia, repartía a las familias humildes. Repartir lo que cosechábamos en la quinta de verduras con los ancianos de la localidad o las viudas y mujeres solas de la cuadra. Lavar los pisos de la iglesia y de la escuela y de los vecinos de edad avanzada porque mamá nos mandaba a colaborar con el prójimo y nos enseñaba a ser personas de bien.
En lo que escribo también doy vida a mi niñez, esa niñez en la que jugué durante muy poco tiempo, porque a los nueve años ya tuve que comenzar a ayudar a mamá, porque tenía muchos hermanos y la labor cotidiana era profusa y no terminaba nunca y porque a los doce me obligaron a dejar mi casa para salir a trabajar para aportar mi sueldo en la manutención de la familia. Por eso crecí lejos. Muy lejos. Lejos del afecto y del cariño familiar. Añorando, llorando, sintiéndome solo, soñando con regresar a mi terruño, a mi casa, con mi madre y mis hermanos.
Y pese a que todo eso se transformó, que el tiempo transcurrió, que la vida moderna modificó a la colonia, a sus viviendas, a sus calles, a su devenir cotidiano, hay un lugar en mí donde todo permanece intacto, un lugar dónde subsisten indelebles el amor de familia, la unión, el respeto, los sabores y los aromas, y los seres que ya no están pero un día formaron parte de mi esencia y forjaron mi identidad. Ese lugar está dentro de mí, en mi alma y en mi corazón. Es un lugar al cual me remonto para ser feliz y recordar aquellos lejanos años de mi infancia. Un sitio en que ni el tiempo ni la muerte, ni la ausencia ni la distancia, pueden destruir. Porque en ese lugar no solamente están mis recuerdos más hermosos e indelebles sino que está mi identidad. Una identidad que sobrevive en mis libros. (Autor: Julio César Melchior).
(Mis libros son: "La infancia de los alemanes del Volga", "La gastronomía de los alemanes del Volga", "La vida privada de la mujer alemana del Volga" y "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga", ).

domingo, 20 de septiembre de 2020

Mi abuelo añoraba

Mi abuelo añoraba
la aldea lejana,
la nieve en los inviernos
y las frías aguas del Volga.

Extrañaba a sus padres,
las comidas de su madre,
las certezas de su padre,
y la alegría de sus hermanos.

Mi abuelo añoraba
el cielo de antaño,
la tierra de su niñez,
las calles de su aldea.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Nuestras abuelas alemanas del Volga

 
Aún veo a la abuela levantándose al alba, ataviada con su vestido negro, su pañuelo, también negro, sobre la cabeza, tomando su biblia y su rosario, para dirigirse a la iglesia, mientras escucho el llamado de las campanas. La veo yendo al cementerio a visitar a sus muertos, llevando un frasquito con agua bendita, para mojar sus tumbas y rezar una oración por sus almas. La recuerdo, por las noches, recorriendo la casa arrojando agua bendita, habitación por habitación, para espantar los malos espíritus. La veo sentada junto a la ventana, en los atardeceres, rezando sus oraciones. La veo y la escucho hablando en alemán. Todo eso y mucho más en mi libro "La vida privada de la mujer alemana del Volga". (Para mas información escribir a juliomelchior@hotmail.com).

Receta de dulce de ciruelas de la abuela Aurelia Suppes

 

¿Se acuerdan de este refrán de nuestros abuelos?

Historia de un amor prohibido

 
Su madre la retó cuando le contó que le gustaba Pedro. Sí, la retó y mucho. Y le dijo unas cuantas verdades. Sí, así las llamó: “verdades”. Igual ella, mucho no entendió  o no quiso entender. Ella sólo sabe con certeza que se siente atraída por Pedro y que quiere casarse con él, formar una familia, como la de sus padres, tener una casa, con muchos hijos y trabajar en el campo. Eso es lo que más desea. Su madre le dijo que era una desagradecida por pensar en sí misma cuando tendría que estar pensando en conseguirse un trabajo para ayudar a criar a sus hermanos. Que por eso también era una mala hija. Que cómo podía estar pensando en un hombre. Que eso es pecado. Acaso no se lo había dicho bien clarito la abuela, que tuviera cuidado con los hombres, que si un hombre la besaba en la mejilla podía quedar embarazada y tener un hijo y correr el riesgo de ser una madre soltera. Después nadie la va a querer ni a mirar. Fue ahí. Sí, fue en ese momento cuando preguntó: “Cómo… ¿Los hijos no los trae el arroyo?” Y fue ahí, en ese instante, en que la madre se puso incómoda y vergonzosa y cambió enseguida de tema y dijo: “No quiero que vuelvas a ver a Pedro. Antes de pensar en un tipo tenés que ayudar en la casa. Además tu papá quiere que te cases con el hijo de don Agustín. Don Agustín  te quiere para uno de sus hijos. Para Luis. Es un muchacho muy trabajador. Salió al padre. Don Agustín ya habló con nosotros y tu papá le dijo que no había problema, que en dos años no había problema, que primero te necesitamos en casa. Y don Agustín, entendió. ¡Es un hombre tan comprensivo! “Nunca te va a faltar  nada”, le dijo seria su madre. Eso le dijo: “Nunca te va a faltar nada”.
Pero yo no lo quiero a Luis –piensa-, yo lo quiero a Pedro. Y recordó cuando se vieron en secreto en el galponcito donde se guarda la leña y él la tomó de la mano, o cuando se encontraron de casualidad en el almacén y los dos hicieron cómo que no se conocían ni que se hablaban, para que nadie sospeche nada. No, ella no quiere al hijo de don Agustín. Ella lo quiere a Pedro. Por eso aceptó irse de la colonia. Ellos dos solos. Pedro y ella. Nadie más. Se van a ir esta madrugada, cuando todos duerman. Lejos. Bien lejos. ¿A dónde? Ella no lo sabe y Pedro tampoco. Porque Pedro lo reconoció cuando él le propuso fugarse juntos. Solamente sabía que se iban a ir bien lejos, a trabajar en el campo y cuando ella sea mayor se van a casar. Pedro se lo prometió. Y le prometió que van a tener una casa, con muebles, con una bomba de agua, un jardín, una huerta, gallinas, algunas vacas. Eso le prometió Pedro. Y ella le cree. ¿Por qué no iba a creerle? A él. Justamente a él. Si ella no le pidió nada y él le prometió todo.
Ella se llama María Angélica Dornes y él, Pedro Agustín Lambrecht. Se casaron lejos de la colonia en 1958, en una parroquia rural. Los padrinos de la boda fueron dos peones rurales desconocidos que trabajaban en la misma estancia donde trabajaban ellos. Tuvieron nueve hijos. Pero jamás lograron tener una casa propia, como Pedro le había prometido. Murieron lejos de su gente, de su pueblo. Primero él y a los dos años, ella. Grandes. Ancianos ya. Contentos y satisfechos con la vida que habían vivido juntos. (Autor: Julio César Melchior).

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Recuerdos de nuestra infancia


En nuestra infancia, en la colonia,
jugábamos al fútbol en los baldíos,
hacíamos renegar a doña Ana
rompiéndole de un pelotazo 
los vidrios de las ventanas de la cocina,
trepábamos árboles añejos,
buscando huevos en los nidos,
nos metíamos en la huerta del vecino
a hurtarle las ciruelas durante la siesta
y al regresar a casa, nos esperaban,
mamá con un sermón en los labios
y papá con la alpargata en la mano.

En la escuela, durante los recreos,
jugábamos a las bolitas, 
llenando el patio de hoyos
y el guardapolvo de tierra,
también jugábamos a la mancha 
y a la escondida,
a la payana con cinco piedritas,
al trompo y a las figuritas, 
y con tiza dibujábamos una rayuela,
para saltar de baldosa en baldosa,
hasta llegar al cielo,
dónde nos esperaba la señorita.

martes, 8 de septiembre de 2020

La señorita María y los apellidos de sus alumnos

Mi apellido es Melchior. Y el mío Dreser. Y el mío Jacob. Y el mío Gottfriedt. Y el mío Schwerdt. Y el mío Streitenberger. Y el mío Fischer. Y el mío Schmidt -revelan uno a uno los alumnos de la maestra que llegó de la ciudad para impartir clases en la escuela de la colonia.
Y el mío Schwab. Y el mío Graff. Y el mío Schneider. Y el mío Reser. Y el mío Rohwein. Y el mío Suppes. Y el mío Desch -continúan contando los niños mientras la docente los mira desconcertada.
-De dónde provenían estos apellidos tan raros y difíciles de pronunciar? -se pregunta.
Y el mío Sieben. Y el mío Mellinger. Y el mío Strevensky. Y el mío Rau. Y el mío Sauer. Y el mío Walter. Y el mío Heim. Y el mío Kloster.
-Ningún apellido que conozco -reflexiona la maestra.
Además de los apellidos y de su pronunciación, también le llama la atención el escaso conocimiento del castellano que tienen los alumnos.
Y el mío Fritz. Y el mío Holzmann -prosiguen los niños.
-Ni un González o Sánchez -piensa la docente. Apellidos que estaba acostumbrada a escuchar en la ciudad de la que venía.
De esta manera se conocieron la señorita María y los cuarenta y dos alumnos de tercer grado de la colonia. Alumnos que, en la actualidad, más de setenta años después, la rememoran con profundo respeto y cariño. Para ellos, ella siempre fue, hasta el día que murió, la señorita María. La que les enseñó a manejar correctamente el castellano. La que les enseñó, con paciencia y mucho amor, a leer y a escribir. También a sumar, restar y multiplicar.
La señorita María dejó un recuerdo imborrable en el corazón y el alma de sus alumnos. (Autor: Julio César Melchior) (Para los que quieran saber mas sobre la niñez de nuestros abuelos, consultar mi libro “La infancia de los alemanes del Volga”. Escribir al siguiente correo electrónico: juliomelchior@hotmail.com).

viernes, 4 de septiembre de 2020

Soy descendiente de padres alemanes del Volga



Soy descendiente de padres alemanes del Volga, hijos nativos de Pueblo Santa María, una localidad donde florecen en los amplios patios jardines, huertas y árboles frutales, donde las personas son amables, honestas y trabajadores, donde la mayoría hablamos un dialecto alemán, dónde decimos Brot en vez de pan y Gutt Morgent en vez de buenos días, donde nos saludamos todos cuando nos cruzamos en la calle y la sonrisa y el buen humor es algo frecuente, como frecuente es el diálogo entre los vecinos, que nos conocemos todos de toda la vida.
Soy descendiente de padres alemanes del Volga, que se enamoraron y se casaron jóvenes, que lucharon trabajando a la par, codo con codo, que de la nada misma, con esfuerzo, sacrificio y coraje levantaron su casa, tuvieron dos hijos, un varon y una nena, y con el correr de los años y de la vida, forjaron transformando sus sueños en tangible realidad, siempre trabajando, siempre poniendo lo mejor de sí mismos en cada cosa que emprendían, predicando con el ejemplo, sin necesidad de recurrir a palabras grandilocuentes, sin sermones ni discursos, sin palizas ni castigos, porque tenían palabra, porque lo que decían lo hacían, porque eran seres humanos de bien, justos, honestos y laburantes. Sus manos olían a tierra fresca y a pan casero, tenían callos y cicatrices, es verdad, pero cuánta ternura y cuánto amor había en ellas. Ningún oro del mundo alcanzaría para pagar una sola caricia de sus manos trémulas y cálidas, esas manos que cuidaban, curaban, protegían y llenaban nuestros cuerpos de risas en las noches de tormenta.
Soy descendiente de padres alemanes del Volga, que dieron hasta lo imposible para que nosotros, sus dos hijos, pudiéramos ir a la escuela, algo que ellos no pudieron hacer, y tuviéramos una buena educación escolar y una buena formación para la vida, para que todo nos fuera más sencillo que a ellos, que la tuvieron que pelear y luchar tanto, quizás demasiado. Porque la existencia, su existencia, estuvo llena de sacrificios para darnos lo mejor. Y lo mejor para ellos no era lo material, sino el ejemplo, la honestidad, el trabajo, el esfuerzo y la dedicación puesta al servicio de lograr no solamente los sueños propios sino también los del prójimo. Por eso, todos nosotros, hijos descendientes de alemanes del Volga, tenemos un compromiso no solamente con nosotros mismos y la vida sino también con nuestros padres. Nuestros padres que no solamente nos dieron la vida sino que también nos dieron una historia y una cultura, una herencia colmada de pergaminos que nosotros tenemos que rescatar, conservar y difundir con el ejemplo y legar a nuestros descendientes. Por ellos, por nosotros y por nuestro futuro como pueblo y como descendientes de alemanes del Volga. (Autor: Julio César Melchior).

jueves, 3 de septiembre de 2020

4 de Septiembre: Día del Inmigrante


 “El Día del inmigrante en la Argentina, se celebra el 4 de septiembre de cada año desde que se lo estableció mediante el Decreto Nº 21.430 del año 1949, siendo presidente Juan Domingo Perón. Se eligió esa fecha para recordar la llegada de los inmigrantes al país en recuerdo de la disposición dictada por el Primer Triunvirato en esa fecha de 1812, que ofreciera “su inmediata protección a los individuos de todas las naciones y a sus familias que deseen fijar su domicilio en el territorio”.

Hoy es un día muy especial para todos los que somos descendientes de inmigrantes, en nuestro caso, inmigrantes de alemanes del Volga, porque le rendimos homenaje a todos esos pioneros de diferentes nacionalidades que vinieron a esta tierra en búsqueda de libertad y trabajo y terminaron construyendo esta patria, esta hermosa patria basada en la solidaridad, el respeto, el trabajo y el compromiso con el bien común.
Todos valores que hoy debemos conservar inalterables, junto con las tradiciones y costumbres que nos legaron, para terminar de forjar la Argentina que ellos soñaron para nosotros y nuestros descendientes.
¡Qué así sea!