Rescata

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sábado, 29 de junio de 2019

Anochecer en las colonias alemanas del Volga de 1920

Es la hora en que el sol se inclina a dormir detrás de las sierras, dejando en libertad millones de luciérnagas que comienzan a poblar el cielo en forma de estrellas. Surge una aquí, otra más allá, tejiendo un reino de constelaciones que deja escrito en el firmamento los deseos que los colonos le solicitan a la luna llena que también emerge en el horizonte, redonda, color de oro, como hostia divina.
Las viviendas se iluminan. Lentamente las ventanas dejan ver la luz de los faroles, de las lámparas a kerosén, de las velas, y la noche de la colonia se puebla de acallados susurros, entre los que se descifran las voces de los niños que aún juegan en las calles, de los hombres que dejan libres los caballos, luego de un arduo día de trabajo; de las mujeres que empiezan a preparar la cena. Algunos colonos conversan intercambiando opiniones. Otros meditan. Otros recuerdan la aldea lejana, allá lejos, en el Volga.
Y llega la noche. El aire se perfuma de rocío. Mientras la colonia se sumerge en un silencio casi total. Las calles están vacías. Oscuras. Sólo se escucha, de vez en cuando, el relincho de algún caballo o ladridos de perros, que se pierden en la lontananza del campo suarense. Las chimeneas de las viviendas suspiran su humo, en negras nubes de hollín.
Los colonos se aprestan a iniciar la noche. Se sentarán a la mesa. El padre de familia rezará una oración, agradeciendo a Dios la cena; después cenarán… Luego tal vez salgan a visitar a un familiar o amigo; a jugar a los naipes; a cantar antiguas canciones que los emocionarán hasta las lágrimas; o simplemente charlarán sobre los tiempos que se fueron y los que vendrán; o hablarán de la tarea realizada en la chacra… O permanecerán en silencio, reflexionando. Hasta que alguien diga: “es hora de dormir, mañana será otro día”. Y todos se irán a la cama pensando en la dura labor que les espera mañana. (Autor: Julio César Melchior).

29 de junio: se conmemora un nuevo aniversario de la fundación de la primera aldea alemana a orillas del río Volga

El 29 de junio pero de 1764 se produce uno de los acontecimientos más trascendentes en la epopeya migratoria desarrollada por nuestros ancestros: se funda Dobrinka, la primera aldea erigida a orillas del río Volga por los colonizadores alemanes que dejaron su tierra natal para seguir las promesas escritas en el Manifiesto lanzado un año antes por la zarina Catalina II “La grande”. Fue el inicio de una colonización que marcó y modificó el destino de varias generaciones de familias. Una historia que se redactó teniendo como premisas la resistencia y la fuerza de voluntad de un pueblo, su vocación de trabajo, sus convicciones, su fe en Dios y en sí mismo y su tesón de salir adelante enfrentando todas las dificultades y todos los contratiempos. Fundando aldeas, construyendo iglesias, levantando escuelas, forjando una sociedad y una cultura y sembrando trigo y haciendo surgir un vergel donde solamente había estepa y desolación.
Una historia que luego, más de cien años después, continuaron nuestros abuelos en la Argentina.
(Para los que deseen conocer todos los detalles de esta epopeya, pueden consultar mi libro "Historia de los alemanes del Volga”).

sábado, 22 de junio de 2019

Tradiciones y costumbres de Corpus Christi de los alemanes del Volga

Para la fiesta de Corpus Christi, los alemanes del Volga desplegaban sus galas en la ornamentación de Kapeller: cuatro capillitas construidas dentro del patio de la iglesia, cada una de las cuales ocupaba estratégicamente un punto cardinal, como asimismo estaban al cuidado y la protección de un barrio que para esa fecha trascendente se encargaba de adornarlo. Die Kapeller putzen, que así se llama la maestría de adornar las capillitas, era todo un arte, puesto que se ponía enorme creatividad en ello y un gran esmero, que se traducía en una ostentación fuera de lo común. Para ello se utilizaban las más finas sedas de brocato para revestir las paredes interiores y bellas perlas de vidrio de todos los colores. También se utilizan imágenes para realzar la religiosidad del ambiente. Mientras que en el centro se colocaba un altar con un mantel bordado con letras y motivos religiosos en oro.
Y para el día de Corpus Christi la feligresía, en procesión, abandonaba la iglesia acompañando al párroco, acompañado por otros dos sacerdotes que presidían el grupo humano llevando en alto el Monstranz (Sagrada Custodia). Los sacerdotes marchaban bajo la protección del palio. Delante de la comitiva caminaba un importante número de monaguillos que, al son armónico de campanillas que hacían sonar, a su vez eran precedidos por un conjunto de unas cincuenta niñas vestidas de angelitos, llevando canastillas llenas de pétalos o papelitos de colores, que arrojaban al aire, tapizando el camino que iba a transitar la procesión.
Detrás de todo este glorioso cortejo, estaban los escolares con sus pulcros guardapolvos blancos y la multitud de fieles: participando devotamente de la fiesta religiosa.
A medida que la procesión llegaba a los Kapeller, el sacerdote ingresaba a los mismos, y depositaba el Monstranz sobre el altar; tomaba en sus manos el Evangelio y comenzaba a leer una lectura ya preestablecida y que año a año se repetía en el mismo lugar. Los procesionantes entonaban con devoción el Tantum ergo. Seguidamente, y con profunda solemnidad, el párroco tomaba el Monstranz y levantándolo en alto, impartía la bendición.
Este acto litúrgico se reiteraba en los cuatro Kapeller. Finalizadas las ceremonias, la procesión ingresaba a la iglesia, donde se oficiaba una misa, dando por concluida la sagrada fiesta de Corpus Christi.
La fiesta de Corpus Christi se co­menzó a celebrar en Lieja en el siglo XIII, como resultado de las maravi­llosas visiones de Sor Juliana de Monte Cornillon. El Papa Urbano IV la estableció universalmente en 1264 y fijada en el calendario el jueves siguiente al domingo de Tri­nidad. Después se le asignó una Octava y una Procesión solemne declarándosela fiesta de precepto, igualándola a las más clásicas del año eclesiástico.
Para celebrar dignamente tan alto misterio como es la Sagrada Euca­ristía, Santo Tomás de Aquino com­puso el Oficio y la música. Notables son los himnos "Pange Lingua", sobre todo sus dos últimas estrofas “Tantum Ergo” y “Genitori Genitoque" y "Lauda Sion", que era un verdadero poema teológico de la Eucaristía, donde en forma rítmica y eminentemente sencilla expresó toda la delicada doctrina eucarístíca, hermanando la claridad con la profundidad y la simpli­cidad con el lirismo.
Los alemanes del Volga desplegaban sus galas y se deshacían en cánticos y alabanzas a la divina Eucaristía. Y no bastándole el recinto del templo ni la quietud del santuario, se derramaron por las calles y plazas de las colonias en devota y bulliciosa procesión, paseando en artísticas custodias y bajo el palio el Rey de Reyes, encerrado en la Hostia consagrada.
¡Paso al Sumo Sacramento! ¡Para El las flores, para El los cánticos, para El los repiques de las campanas, para El las salvas de las escopetas! (Autor: Julio César Melchior).

miércoles, 19 de junio de 2019

El ritual de las carneadas

El ritual de las carneadas para consumo familiar empezaba casi de madrugada, cuando se encendía un gran fuego para calentar el agua que se iba a usar para limpiar el cerdo y todos se aprestaban para la faena preparando, cada uno, sus utensilios, herramientas y elementos de trabajo. La actividad era ocasión propicia para reunir a familiares, amigos y vecinos, que se acercaban a la casa a colaborar, transformando la carneada, que duraba dos o tres días, en un gran encuentro social, con música incluida, y suculentas comilonas. Nadie se negaba a aportar su granito de arena, porque el trabajo era mucho y debía llevarse a cabo durante un fin de semana, para no interferir en las labores rurales. Además, era una costumbre establecida, que todos los que ayudaban, se llevarán como obsequio carne y morcillas y chorizos para probar.
El proceso de la carneada comenzaba varios meses antes, cuando la familia adquiría un lechón, que era criado en el chiquero, que el padre construía en el fondo del patio con maderas y alambre tejido, generalmente en desuso, y era alimentado con las sobras y desperdicios de los alimentos que se consumían en el hogar y, ocasionalmente, se le agregaban cereales o forrajes que se obtenían de algún chacarero conocido. 
Cuando el animal alcanzaba la mayoría de edad y el peso deseado, entre los doscientos kilos, un poco más, un poco menos, se tomaba la decisión de sacrificarlo, junto con un vacuno que se compraba para ese menester, para abastecer los sótanos de chorizos y jamones para pasar los crudos y fríos inviernos. 
Generalmente la carneada se llevaba a cabo durante un fin de semana, para evitar que la misma interrumpiera el normal desarrollo de las actividades rurales, y participaban no solamente todos los integrantes de la familia sino parientes y vecinos.
El cerdo se degollaba con precisión, insertando el cuchillo en medio de la unión de la cabeza y el cuello, para lograr el desangrado. La sangre se recogía en un recipiente, que se colocaba debajo de la incisión, sin dejar de removerla para evitar que se cuaje. La misma se utilizaba elaborar la morcilla negra o blutwurst.
Una vez muerto el animal, se procedía a colocar el cerdo sobre una mesa para escaldarlo o pelarlo, es decir, quitar con abundante agua hirviendo, raspando con cuchillos y, a veces, la ayuda de otros utensilios, los pelos que recubren la piel hasta dejarla totalmente lisa y limpia.
El paso que seguía es el desposte, que no es otra cosa que descuartizar el cerdo clasificando y separando los diferentes cortes de carne de acuerdo al uso que se le iba a dar, por ejemplo, entre muchos otros, las patas para elaborar el jamón, y buena parte de las vísceras, el hígado, los riñones y diversos elementos de la cabeza del cerdo (como la lengua), que se cocinaban para formar parte de las morcillas, blanca y negra, y el queso de chancho. Porque todo se aprovechaba. Nada se tiraba. 
Finalizado el proceso de fragmentación comenzaba el deshuesado (minucioso trabajo de limpieza de los huesos), cortando la carne en trozos pequeños para luego pasarlos por la picadora, condimentarlos en base a una receta que cada familia mantenía en riguroso secreto, y amasarlos con las manos en una enorme batea construía de madera, y empezar a elaborar los chorizos, sin olvidar que también se le agregaba carne de vaca a la preparación con la que se hacían los chorizos para secar, porque conjuntamente con el cerdo, también se carneaba un vacuno.
El armado de los chorizos se llevaba a cabo con tripas (generalmente de vaca) y una máquina que se llama embutidora. Las tripas son de varios metros, estas se cortan para dar el tamaño de rosca o chorizo. 
Terminada la faena, los chorizos para secar, la morcilla negra, la morcilla blanca y los jamones, se colgaban del techo de los sótanos o en galponcitos especialmente acondicionados para este menester.
Además de todos estos clásicos embutidos, también se elaboraba Kalra y se derretía grasa, que luego era guardada para preparar la comida a lo largo del año, y los chicharrones obtenidos de su derretido, se incorporaban en el amasado de pan que se horneaba en la cocina a leña o en el horno de barro. Con la grasa, asimismo, se cocinaba jabón para lavar y que, en definitiva, se usaba para todos los quehaceres domésticos.
Lo habitual era que las familias carnearan dos veces al año pero, también había, pocas, es cierto, que lo hacían tres veces al año. 
Si bien es cierto que esta costumbre se ha ido perdiendo, también es cierto, que en muchas colonias y aldeas, como en muchos campos, todavía se conserva y de desarrolla tal cual como en los viejos tiempos. (Autor: Julio César Melchior).

miércoles, 12 de junio de 2019

La abuela y el pan tradicional de los alemanes del Volga

-Abuela, cómo se llama el pan tradicional que elaboraban en el horno de barro las mujeres alemanas del Volga? 
-Kalach -hija. Se llama Kalach.
-Y lo amasaban todas las mujeres?
-Sí. Se levantaban a las cuatro de la mañana para terminar de hornearlo para el desayuno. Lo comían calentito con manteca y miel.
-Todos los días?
-Sí, querida. Todos los días. Porque el pan se comía fresco y porque la mayoría de las familias generalmente tenían más de diez hijos.
-Cuánto sacrificio! -exclamó la nieta pensando en sus antepasados. 
-Sí. No era como ahora en que uno va a la panadería y compra el pan. Antiguamente había que amasarlo y hornearlo en casa. Y no solamente el pan. Si no todo. Absolutamente todo. No se compraba nada. No había plata. Y la poca que había se ahorraba para cosas más urgentes. 
-Pero si todos trabajaban… Qué hacían con el dinero? -preguntó intrigada la nieta.
-Es verdad. Todos trabajaban. Hasta los niños. Pero se ganaba muy poco. Muy poco -repitió la abuela con voz triste. Las cosas eran muy diferentes antes. Todo era muy duro. Muy difícil. Todos tenían muchos hijos. Y había que hacerse cargo de las personas mayores, porque no existían las jubilaciones ni las pensiones. No había a quién recurrir. Cada familia se las tenía que arreglar como podía. En fin… Y a qué vienen tantas preguntas? -quiso saber la abuela mirando a los ojos a su nieta.
-Es que compré el libro "La gastronomía de los alemanes del Volga", del escritor Julio César Melchior, y encontré la receta del pan tradicional de los alemanes del Volga.
-En serio? -preguntó sorprendida la abuela.
-Sí! Mirá! -respondió la nieta mostrándole el libro abierto en la página donde se publica la receta del pan.
-Es verdad! -suspiró la abuela. Y lleva los mismos ingredientes que la receta que mi madre me enseñó a mí y ella aprendió de mi abuela.
-El libro tiene más de ciento cincuenta recetas, abuela. Tiene de todo. 
-De todo? -preguntó la abuela sorprendida.
-Sí! Mirá! -respondió la nieta alcanzándole el libro.
La abuela lo hojeó.
-Es verdad! Tenés razón! Tiene de todo! Están todas las recetas de los alemanes del Volga. Mirá está! -señaló con el dedo la abuela. A mi madre le salía riquísima. La cocinaba en el horno de barro. A mi papá le gustaba mucho. Pensar que antes se hacía muchísimo y hoy casi no la hace nadie. Cómo cambió todo -suspiró la abuela. 
Nieta y abuela pasaron la tarde recordando recetas y conversando sobre comidas tradicionales, mientras hojeaban el libro "La gastronomía de los alemanes del Volga". 

domingo, 9 de junio de 2019

Hermosas fotografías tomadas durante el tradicional festejo de Kerb en Pueblo San José

Fotos de: Oscar Ferreyra



La celebración de Pentecostés era -y es- una fiesta religiosa muy importante para los alemanes del Volga

La fiesta de Pentecostés se celebraba en las colonias de antaño mediante una misa que se desarrollaba con mucha pompa, solemnidad y profundas muestras de fe. La iglesia lucía llena. Asistía la familia completa. Padres, hijos, nietos y el abuelo y la abuela (los dos con sus vestimentas oscuras y la abuela con su pañuelo negro cubriéndole la cabeza. Antiguamente todas las mujeres, sin importar la edad, debían cubrirse la cabeza al ingresar a la iglesia). También asistían los alumnos de las escuelas, en orden y en silencio, bajo el estricto control de las hermanas religiosas. Nadie de la comunidad debía faltar.
Pentecostés se celebra cincuenta días después de la Pascua y es la conmemoración del descenso del Espíritu Santo sobre los Apóstoles de Jesucristo. 
Etimológicamente, la palabra proviene del latín y esta, a su vez, del griego, que significa ‘quincuagésimo’. El término, como tal, hace precisamente alusión a los cincuenta días que transcurren desde la Pascua hasta Pentecostés.
En el Nuevo Testamento, en Hechos de los Apóstoles, capítulo 2, se relata el descenso del Espíritu Santo durante una reunión de los Apóstoles en Jerusalén, acontecimiento que marcaría el nacimiento de la Iglesia cristiana y la propagación de la fe de Cristo.

miércoles, 5 de junio de 2019

Nombres de los fundadores de los tres pueblos alemanes del Volga del Partido de Coronel Suárez y sus aldeas de origen

Todos sabemos que los alemanes del Volga arribaron al país a finales del siglo XIX, desde la lejana Rusia. También todos sabemos que ingresaron por el puerto de Buenos Aires y que fundaron un numeroso grupo de colonias y aldeas en distintas provincias argentinas, que pronto se transformaron en prósperas localidades. Y que conservaron su lengua, su forma de vida, sus tradiciones, sus costumbres y su profunda fe en Dios. 
Eso está claro que lo conocemos todos, es verdad? Lo que, seguramente, no conocemos todos, y en esto coincidiremos la mayoría, son los nombres y apellidos de todos esos inmigrantes alemanes del Volga que llevaron a cabo esa proeza. Hombres y mujeres de férrea voluntad, que trabajaron, lucharon, se sacrificaron para fundar un nuevo hogar y darles una patria a sus hijos, una patria libre, justa y equitativa.
Por eso vamos a rescatar los nombres y apellidos de las personas que, junto con sus familias, fundaron los pueblos Santa Trinidad, San José y Santa María, en el Partido de Coronel Suárez.
Los que pusieron las bases de Pueblo Santa Trinidad llegaron al país desde la Hildmann, nombre con el que se conoció a la nueva localidad en los primeros años. 
Actualmente se la denomina Pueblo Santa Trinidad, que es su nombre oficial, y popularmente se la llama Colonia I, denominación cuyos orígenes se pierden en los albores de su nacimiento.
Las familias fundadoras de esta localidad fueron: Juan Francisco Jonas, Gaspar Kippes, Christian Müller, Gaspar Gerling, Pedro Konrad, Jorge Maier, Juan Galinger, Juan Triu, Luis Weisbeck, Adán Hubert, Pedro Müller, Andrés Ashembach, Sebastián Herlein, Adán Diser, Esteban Gerling, Juan Francisco Haas, Jacobo Bahl, Cristóbal Heit y Pedro Kippes.
En tanto que las familias que fundaron Pueblo San José, son oriundas de las aldeas
Dehler y Volmer. 
En los primeros tiempos, a la localidad se la conoció con el nombre Dehler. Actualmente, se la conoce no solamente por su nombre oficial: Pueblo San José, sino también por Colonia II.
Los fundadores de este pueblo fueron: Martín Sieben, Jacob Schwab, Stephan Heit, Jacob Schell, Konrad Schwab, Johann Förster, Joahnn Butbilopky, Johann Opholz, Nicolás Seib, Michael Schuck, Mattias Schönfeld, Johann Peter Philip, Adam Dammderfer, Gottlieb Diel y Heinrich Heim.
Finalmente, las familias que fundaron Pueblo Santa María, eran de aldea Kamenka. Nombre que se le asignó al poblado en sus inicios.
Su nombre oficial es Pueblo Santa María pero, popularmente, se la conoce por Colonia III.
Antes de transcribir los nombres y apellidos de los fundadores de Pueblo Santa María, debemos remarcar que, en este caso en particular, también se conservan el nombre y apellido de la mayoría de las esposas.
Los nombres y apellidos de los fundadores de esta localidad fueron: Juan Reser/Bárbara Roth; Juan Graff/Ana María Detzel; José Meier/Cristina Minnig; José Schneider/Catalina Reser; Jacobo Fogel/Crsitina Schmidt; José Schroh/Catalina Sauer; José Streitenberger/María Legmann; Federico Streitenberger/Elisa Gertner; José Meier (h)/Catalina Melchior; José Schneider (h)/Ana Roth; Juan Schneider/Elisa Quitlain: Miguel Schneider/Ana Roth; Juan Schneider/Catalina Reeb; Juan Dailoff/María Walter; Nicolás Walter/Catalina MInnig; José Schmidt/Susana Walter; Jacobo Schwindt/Bárbara Bahl; Antonio Schwindt/Catalina Maier; Miguel Siebenhardt/Cristina Schneider; y Juan Maier; Nicolás Hasper; Gottlieb Schneider; Jacobo Schermer; Juan Schwindt – de quienes se desconoce el nombre de sus esposas-; y Jorge Streitenberger, que era soltero.
Conservemos viva la memoria de estos héroes, que lucharon con trabajo y dignidad, para sembrar sueños en una tierra virgen, y poder legarnos un futuro mejor. (Autor: Julio César Melchior).

Creo en los sueños de mis padres

Creo en los sueños de mis padres,
en los valores que me inculcaron,
en la huella que abrieron,
separando rosas de espinas,
para que no me lastime al andar.

Creo en los sueños de mis padres,
en el ejemplo de vida que me dejaron,
en la cultura que me legaron,
en su idioma, su historia y sus tradiciones,
y en un apellido que he de honrar.

domingo, 2 de junio de 2019

La vida en el campo de los peones inmigrantes

Obra de Jules Dupré
El abuelo, la abuela, su hijo Pedro, junto a sus cinco hermanos, se levantaban a las tres y media de la mañana para ordeñar las vacas, sin importar si hacía frío o calor, si helaba o no, si estaba nublado y llovía o había luna y estrellas. Y a lo largo de todas las mañanas del año, incluyendo domingos, chapoteaban hasta las rodillas en el fango, una mezcla gelatinosa de barro, orina y excremento de animales, porque la tarea se llevaba a cabo bajo la intemperie. Los niños, a veces, lloraban de dolor a causa del inmenso frío que calaba hasta los huesos y les helaba las manos y los dedos. Y aunque se quejaban del dolor y los padres sufrían en silencio, ni papá ni mamá, podían hacer nada para calmarles el sufrimiento y tampoco decirles que volvieran a la casa, se metieran en la cama, se taparan bien tapaditos, y continuaran durmiendo. Era algo imposible. Quiénes iban a ordeñar todas esas vacas? Y si esas vacas no se ordeñaban el dueño del campo los arrojaría a la calle, con hijos, bultos y baúles, sin importarles un comino que los estaría condenando a una vida de miseria. Cuántos estancieros se habían aprovechado de las necesidad de los inmigrantes en los últimos años para crecer económicamente? Muchos. Demasiados. Los contrataban por sueldos de miseria, los hacían dormir en galpones infestados de ratas, sobre colchones confeccionados con el cuero de la oveja, y bañarse en el tanque del molino, obligándolos a criar sus aves de consumo y a hacer grandes huertas a medias con el propietario de la tierra. Además de instarlos a construir un horno de barro donde tenían que hornear su pan diario, con pocos ingredientes y mucho ingenio. Todas estas mejoras, el horno de barro, la huerta, los árboles frutales plantados, y las aves domésticas que criaban a lo largo del tiempo que trabajaran en el lugar, las debían abandonar cuando el patrón, de un día para el otro, tomara la decisión de despedirlos, sin explicaciones, sin indemnización ni derechos a reclamos de ningún tipo. Por aquellos años, la razón, la policía y la justicia siempre estaba del lado del dueño del campo. Y cuánto más grande la fortuna, más grande el peso que tenía la palabra del dueño de la estancia. Había que agachar la cabeza e intentar empezar de nuevo en otro lugar, cargando el pesado estigma del despido que, luego, dificultaba mucho las cosas al momento de buscar un nuevo trabajo. Nadie deseaba contratar un peón rebelde, por más razones que hubiera tenido a la hora de reclamar mejores condiciones de vida para su familia o la oportunidad de poder enviar a sus hijos a la escuela.

Doña Amalia Lambrecht recuerda las fiestas de casamientos en las colonias de antaño

“Me casé un sábado por la noche -rememora doña Amalia- y al salir de la iglesia caminos con los invitados rumbo a la casa de mis suegros, donde, en el patio, se había levantado una enorme carpa con bolsas de arpillera y chapa, por si hacía mucho frío o llovía, en la que nos esperaban la orquesta y se habían armado largas mesas con caballetes y tablones tapados con papel en vez de manteles. El piso era de tierra, por lo que, cada tanto, hubo que mojarlo con la regadera, para que no se levantara tanto polvo al bailar. Así y todo, mi vestido se llenó de tierra. Mi suegra, mi mamá, mis tías y parientes mujeres prepararon lechón con papas y Füllsen en el horno de barro, también había ensaladas y de postre una naranja. La fiesta siguió toda la noche. Fue hermosa. Bailamos mucho. Nos divertimos. Cantamos en alemán. Nos fuimos a dormir a las seis de la mañana. 
“Me acuerdo que yo no sabía nada de nada y nunca había visto a un hombre desnudo -confiesa. Cuando nos quedamos solos en la habitación, en la casa de mis suegros, me acuerdo que tuve miedo. Mis amigas, que tampoco sabían nada, me habían contado tantas barbaridades que estaba muerta de susto. Pensé que mi marido me iba a hacer daño. Éramos tan ingenuas en aquellos tiempos! Y eso que yo ya tenía dieciocho años. 
“Nos despertaron para almorzar y, otra vez, con todos los invitados de la noche anterior, más algunos colados, comimos y bailamos otra vez en la carpa. El calor que se sentía ahí dentro era sofocante. De vez en cuando, los niños regaban el piso para asentar la tierra. La orquesta no paraba de tocar. Seguimos así hasta la hora de la cena y después, otra vez baile. 
“Mi marido y yo nos fuimos a dormir temprano, alrededor de las doce, porque a la mañana pasaban a buscarnos para llevarnos al campo a trabajar. Y así fue: a las seis de la mañana llegó el patrón y nos buscó con todas las cosas, que no eran muchas: un poco de ropa, un colchón usado y algunas cositas más. Ese era todo nuestro capital.
“En aquellos años las cosas eran así -sostiene. Uno se las arreglaba con lo que tenía. Para qué más?”.

Para profundizar en conocimientos sobre la vida de las mujeres, conocer su perfil y descubrir en el ambiente económico, social y religioso en el que desarrollaron su vida, no dejen leer el libro "La vida privada de la mujer alemana del Volga", del escritor Julio César Melchior.

La dura vida de un alemán del Volga


"La pobreza te enseña a valorar lo que tenés"- sentencia Ignacio Kloberdanz recordando su pasado. 
"Aprendí que todas las comidas son ricas, que no se debe tirar ni una miga de pan, que, a veces, un solo huevo es suficiente para mitigar el hambre después de haber estado dos días sin comer" sostiene.
Cenar a las cinco en invierno, porque ni siquiera teníamos una lámpara a kerosén, cuando era niño, fue habitual. Cenar e irse a dormir. Tiritar de frío porque no había leña para hacer fuego ni cobija suficiente para taparse.
"Desayunar té aguado y después ir a la escuela. Casi descalzo. La ropa remendada. Estar en penitencia todos los días. Vivir con hambre. Esa fue mi niñez" confiesa.
Nada de juguetes. Nada de tiempo para jugar. Trabajar y trabajar. Desde los siete años ayudando a mamá y a papá. Finalmente me mandaron a trabajar al campo de un amigo del patrón de mi padre. Tenía diez años y estuve seis meses sin ver a mi familia.
A los diecisiete mi padre me dijo que ya era tiempo de elegir una mujer y casarme y tener hijos. Así lo hice: me casé y tuve once hijos. Y otra vez la pobreza. Ni siquiera llegué a tener casa. Vivimos en un rancho de adobe con cocina y una habitación. La letrina estaba a treinta metros. Mis hijos crecieron y el hambre los fue echando.
Pasaron los años. Transcurrió la vida. Ignacio Kloberdanz casó a todos sus hijos. La mayoría se fue lejos. En el 2006 enviudó. En el 2009 uno de sus hijos lo llevó a la Capital. En el 2012 regresó por última vez a la colonia. Fue agosto cuando dejó grabadas estas palabras. Y en el mes de septiembre falleció.
"Trabajé toda mi vida. Para ayudar a la numerosa familia de mis padres. Y para criar a mis hijos"- concluyó a modo de síntesis. "Esa fue mi vida".

Gracias por tan maravillosas palabras

Por María Laura Schwab

Siempre es un mimo para el alma además de ser sumamente gratificante y un halago que nos confirma que vamos por el camino correcto, recibir este tipo de mensajes como el que nos envió María Laura Schwab desde España, donde se encuentra radicada con sus padres desde hace dieciocho años. El texto completo de la misiva que nos hizo llegar María Laura expresa: "Es para mí un orgullo dirigirme a Ud. para transmitirle lo que sentí el día que descubrí su blog "Hilando Recuerdos" navegando en Internet. Me sumergí en él feliz de descubrir pedazos de mi historia familiar, trozos de patria, de suelo amado, esa tierra en la que yacen sepultados mis abuelos, esa misma tierra que mis padres tuvieron que abandonar un día por cuestiones de trabajo. Yo acababa de cumplir catorce años cuando partimos rumbo a Madrid. Tuve que dejar a mis amigos de toda la vida pero también a mis queridos abuelos, el nono y la nona, como yo los llamaba desde que empecé a hablar, porque no podía pronunciar abuelo ni mucho menos abuela. Y nosotros nos fuimos y ellos se quedaron allá, solitos, ya sin poder cantarle el Tros Tros Trillie a su amada nieta. Fue lo único que aprendí en alemán. Mis abuelos lo hablaban pero mis padres no. El tiempo fue pasando. Nos adaptamos a la vida española. Mis padres consiguieron trabajo y yo estudié. Los años pasaron. Y un día, sin querer, mi abuelo me guió a su blog, Julio César Melchior, para que volviera a reencontrarme con el Tros Tros Trillie y, paulatinamente, con la historia de su pueblo que, ahora sé, también es mi pueblo. Porque gracias a Ud. y a su enorme trabajo descubrí que soy una descendiente de alemanes del Volga. Y feliz de serlo. Compré sus libros y los devoré. Los leí y los volví a leer. Los compartí con mis padres y mis amigos. Son mi más precioso tesoro. Es extraordinario el trabajo de investigación que desarrolló. Impresionante. Y le escribo para eso, para felicitarlo y expresarle toda mi admiración. Sus libros son la memoria viva de nuestros ancestros (me siento feliz y agradecida de poder escribir "nuestros" ancestros y eso se lo debo a Ud. y a sus libros y a su enorme trabajo). Gracias a Ud. mis abuelos nunca serán olvidados. Su memoria y la memoria de toda nuestra gente, perdurará por siempre. Felicitaciones, Maestro".