Contada sin tabúes, de manera cruda,
reveladora, real y objetiva. Espejo de muchas mujeres alemanas del Volga que
debieron soportar idénticas experiencias de vida.
-Me llamaron a la cocina, donde papá y
mamá estaban conversando con una familia vecina acompañada de uno de sus hijos,
para presentarme a mi futuro marido. Me dijeron: “María, este es Juan y va a
ser tu esposo”. Yo los miré desconcertada y asustada. Se me llenaron los ojos
de lágrimas. Juan no me gustaba ni un poquito y yo todavía no quería casarme. Tenía
15 años y muchas ganas de seguir jugando a las muñecas. Pero la decisión ya estaba
tomada. En aquellos años ninguna chica se hubiera atrevido revelarse o protestarles
a los padres. Todas las decisiones que tomaban eran para nuestro bien. Ellos
sabían lo que hacían y jamás se equivocaban –cuenta María.
Las tradiciones y costumbres marcaban el
ritmo social, familiar y la vida privada en que se desarrollaba la existencia
de todos los habitantes de la localidad. Cada movimiento, cada decisión de sus
integrantes, estaba regido por esquemas rígidos establecidos por la Iglesia:
moral férrea y el espacio para la individualidad, escasa. La existencia privada
y pública estaban signadas por el ojo censor del otro en la idea de una
comunidad que lo veía todo a través de la mirada de Dios. Sin piedad ni concesiones.
Sin tener en cuenta ningún tipo de atenuantes, por más valederos que pudieran
parecer o ser. Nada justificaba el perdón de lo que se consideraba una falta.
El que la cometía sabía a lo que se exponía. Y desobedecer a los padres era una
de las faltas consideradas mayores.
María bajó la cabeza, escondió las
lágrimas y se sentó a la mesa para escuchar cómo sus padres y sus suegros
comenzaban a trazar su futuro: concertaron los días de visita de los novios;
arreglaron los detalles de la celebración de la boda, con una gran fiesta
familiar que se prolongaría durante tres días; fijaron el lugar dónde se iba a
radicar el nuevo matrimonio; dónde iban a trabajar; lo que se esperaba de la
esposa y del esposo; cuánto se iba a gastar y cuánto necesitaban para empezar a
formar una familia.
El noviazgo empezó formalmente cuando María
comenzó a recibir la visita de Juan los domingos, de cuatro a seis de la tarde.
-Los dos nos moríamos de vergüenza
–recuerda María-. Ni siquiera nos conocíamos. No nos mirábamos a la cara. Mamá
estaba siempre presente vigilando lo que hacíamos. Yo tenía que servir mate con
Kreppel. Los minutos no pasaban más.
Los padres la habían colocado en un
espacio nuevo: el de ser novia. Y debía comportarse como tal pero no sabía
exactamente qué se esperaba de ella. Temerosa, llena de dudas e incertidumbre,
cumplió con el protocolo.
Ni ella ni el novio tenían la
posibilidad de modificar nada. El futuro de los dos estaba resuelto. Primero por
los padres y luego por el sacerdote desde el momento en que, encaramado en el
púlpito, anunció la buena nueva del casamiento de Juan y María.
Se casaron sin apenas darse un beso en
la mejilla. Sin haber estados solos en ningún instante. Mientras se prolongó el
noviazgo jamás se atrevieron a salir de la cocina de la novia como tampoco los
abandonó la presencia supervisora de la madre.
María llegó a la noche de bodas virgen
de todo conocimiento sexual.
-Cuando nos quedamos solos en el
dormitorio me largué a llorar desconsoladamente –confiesa -. Me quería ir a mi
casa, con mi mamá.
Estaba sola en el mundo en un lugar
desconocido y con una persona totalmente ajena a ella, a la que solamente le
había tomado la mano al salir de la iglesia: fue el único momento en que
sintieron el calor de sus cuerpos.
Juan se desnudó. Cuando estuvo sin ropas
se paró frente a ella, esperando lo mismo. María quedó horrorizada al posar su
mirada entre las piernas de Juan. Fue un shock tremendo.
-Sentí miedo. Entré en un estado de
pánico –revela-. Tenía miedo que me lastimara. No sabía que me esperaba. Nunca
había vista a un hombre desnudo y lo que veía me daba terror. Fue la noche más
terrible de mi vida.
No sabía qué hacer ni qué actitud
asumir. Por lo que optó por no hacer nada. No se movió. Fue Juan quien la
desvistió torpemente. La recostó sobre la cama e hizo lo que un hombre debía
hacer: poseer a la mujer.
-Me quedé paralizada de miedo –evoca sin
tabúes María-. Me dolió mucho. Sufrí. Grité de dolor. Me acuerdo de la sangre y
todavía se me pone la piel de gallina. No sabía de dónde venía. Me asusté. Pensé
que Juan me había perforado la panza. Quería irme a mi casa, con mi mamá; pero
Juan se enojó mucho y me gritó: “Ahora yo soy el que manda”.
El sexo se transformó en
algo malo y en un trámite para complacer al marido y de paso engendrar hijos.
Nada más. No hubo belleza. No hubo ni un detalle sublime. No hubo afecto. No
hubo ternura. Todo fue –y siguió siendo en lo sucesivo- meramente mecánico. Sin
sentimientos de ningún tipo. Sin deseo. Sin lujuria. Sin éxtasis. Todos los
días, toda la vida.