Rescata

WhatsApp: 011-2297 7044. Correo electrónico historiadorjuliomelchior@gmail.com

martes, 30 de abril de 2019

¿Se acuerdan cuando al atardecer mamá nos mandaba a juntar los huevos?


Al atardecer mamá nos daba un balde y nos mandaba al gallinero a juntar los huevos del día que, generalmente, superaban las dos docenas. Una tarea que había que realizar con sumo respeto y cuidado. Porque no solamente teníamos terminantemente prohibido romper un huevo, aunque, a veces, accidentes no faltaban, sino que, también, debíamos evitar los picotazos de alguna gallina o clueca a la que no le gustaba para nada que le metiéramos mano al nido para hurtarle el huevo que había puesto con mucho esfuerzo y pretendía conservar a toda costa, aun sabiendo que tenía que mantener una reyerta con dos porfiados, tan porfiados, como mi hermano y yo, que podíamos llegar a hacer uso de estrategias bastante salvajes para alejarla del nido. En defensa de la pobre clueca, debo confesar que, más de una vez, la que nos sacó corriendo a picotazo limpio fue ella. Recogíamos los huevos un poco como un trabajo que era obligatorio realizar todos los atardeceres y, otro poco, jugando y llevando a cabo travesuras que nunca le contamos a nadie, ni siquiera a nuestros amigos. Nadie en su sano juicio se hubiera arriesgado a que algún alcahuete le fuera con el chisme a papá. Entonces sí que nos hubiéramos enfrentado a un juez severo, que siempre condenaba y aplicaba una buena tunda con la alpargata o el cinturón, según la gravedad del asunto en cuestión. Papá no perdonaba las travesuras y menos perdonaba que maltratáramos las aves domésticas proveedores del tan ansiado sustento diario. Porque no solo nos proveían de huevos sino también de carne. Pero nuestro compromiso y obligación con las gallinas y el bendito gallinero, era mucho más amplio. No solo teníamos que recoger los huevos sino que, una vez a la semana, era menester barrer todo el excremento que las aves depositaban durante sus largos encierros nocturnos al que eran confinadas para protegerlas de los zorros y otras alimañas que, con mucho gusto y placer, se las hubieran devorado. Sumado a esto, que ya era mucho para nosotros, una vez al mes teníamos que cambiar la paja sucia de los nidos por limpia, que había que recoger de los campos aledaños, guadaña en mano. Cómo verán, no éramos muy amigos de las gallinas y ellas tampoco de nosotros, pues, las ingratas, todavía tenían el orgullo y el tupé de considerarnos intrusos en su hogar, cuando nosotros todo lo que hacíamos era cumplir órdenes superiores y, al final de cuentas, éramos los únicos que manteníamos no solo su hogar limpio sino que también las protegíamos de las alimañas, que las acosaban hambrientas y deseosas de comérselas. (Autor: Julio César Melchior).

domingo, 21 de abril de 2019

Así se vivía el domingo de Pascua en las colonias de antaño

Los domingos de Pascua en las colonias de antaño eran días de júbilo, las familias celebraban con alegría la Resurrección de Jesús, en todos los ámbitos, tanto religioso, asistiendo a misa, como en el social, organizando grandes tertulias bailables que comenzaban a la hora que se ponía el sol, como en el seno del hogar, donde toda la familia se congregaba alrededor de la amplia mesa de la cocina a almorzar lechón al horno con papas y Füllsen. Esa fecha, junto con la de Kerb, eran las dos únicas celebraciones en que todos los hijos, solteros o casados, y parientes que trabajaban o vivían lejos, regresaban al hogar paterno. Cada casa bullía de gente. Se dormía dónde se podía. 
Todo comenzaba a la mañana temprano, alrededor de las cuatro de la madrugada, cuando papá y mamá se levantaban a preparar el almuerzo. Papá encendía el horno de barro y mamá terminaba de colocar dentro de la fuente el lechón adobado la noche anterior junto con las papas. 
Al amanecer, más temprano que nunca, despertaban los niños ansiosos por descubrir si el Conejo de Pascua había pasado por sus casas para dejar los tradicionales huevitos de Pascua en los niditos preparados durante la semana en una caja. El Conejo nunca los defraudaba, siempre les dejaba un cúmulo de huevos multicolores, preciosamente decorados, y riquísimos (huevos de gallina que la madre, en las largas madrugadas, hervía, teñía y decoraba).
A media mañana todos asistían a misa. Solamente permanecía en casa una sola persona, la que tenía a su cargo concluir los últimos detalles de la preparación de la comida que se iba a servir durante el almuerzo. La iglesia desbordaba de gente, tanto que muchas personas asistían a la misma participando de la ceremonia desde la vereda. Y dentro de la misma, era frecuente que se produjera algún que otro desmayo a consecuencia de la multitud que ingresaba.
Luego de la ceremonia todos regresaban a casa a participar del gran almuerzo familiar, donde reinaba un clima de fiesta. Se comía y se bebía abundantemente. Era tanta la cantidad de comida que se preparaba que, concluida la Pascua, y habiéndose marchado la visita, los dueños de casa comían comida recalentada o fría durante casi toda la semana.
Durante la sobremesa era frecuente que algún hermano, tío o abuelo, sacara a relucir su acordeón y comenzara a tocar y cantar las ancestrales melodías volguenses, rememorando su aldea natal y a la familia que había quedado, allá lejos, a orillas del legendario río Volga para siempre.
A la hora del mate, llegaba generalmente más visita, y mamá ponía sobre la mesa los deliciosos Dünne Kuchen y la infaltable miel. Surgían los recuerdos y las infaltables anécdotas familiares. A veces, se aprovechaba la ocasión para anunciar un compromiso o la fecha de una boda. 
El día de fiesta concluía con la caída del sol, hora en la que se cenaba la comida que había sobrado al mediodía, la que se comía fría para evitarle a mamá la tarea de tener que recalentarla en la cocina a leña.
Finalmente los hombres solteros, las parejas más jóvenes, tanto casadas, como la de novios, pero ésta en compañía de alguien confiable que permaneciera atento a cualquier incorrección que pudieran cometer los futuros esposos, y las jóvenes, pero acompañadas de un hermano o matrimonio amigo, asistían a la tertulia bailable. Evento en el que tocaba en vivo una orquesta local o de un pueblo vecino. Eventualmente podía llegar a contratarse un grupo de renombre nacional. 
Los padres y los mayores permanecían en casa conversando y recordando tiempos pasados. Muchos de ellos recién volverían a verse en la Pascua siguiente, y algunos quizás no se reencontrarían nunca más, porque vivían muy lejos y antiguamente todos los viajes se hacían en carro, por lo que todo traslado desde localidades lejanas insumía días y días de un viaje agotador que, llegados a una edad, las personas ya no soportaban. Además, todos eran conscientes, que la muerte siempre acecha, y que un adiós no siempre significa un hasta pronto. (Autor: Julio César Melchior).

sábado, 20 de abril de 2019

¿Conocen la tradición de los Klapperer que eran una parte fundamental en la Semana Santa?

Varias semanas previas a la celebración de Pascua los niños que cumplían funciones de monaguillos, a los que se le sumaban a veces una veintena más, importunaban hasta el agobio a sus padres para que les concedan el permiso, primero, de actuar como Klapperer durante la Semana Santa, y segundo los ayuden a fabricar una Raschpel, tarea nada sencilla para los pequeños, pues requería poseer conocimientos de carpintería, aunque más no fueran rudimentarios, y saber cómo armar una Raschpel no solo de diseño decoroso sino que emitiera un sonido potente al hacerla girar. 
La mayoría de los padres accedían complacidos felices de que sus hijos manifestaran tanto alborozo en mantener viva esta ancestral tradición aunque tuvieran que dejar de lado actividades más apremiantes de su cotidiano quehacer, generalmente relacionado a las labores rurales; pero los había también, unos pocos, es cierto, que se negaban a perder el tiempo fabricando una Raschpel para que sus hijos anduvieran por la colonia alborotando a los perros y las gallinas, y por qué no, a algún anciano desprevenido. Los vástagos de estos padres desaprensivos, birlaban un serrucho, martillo y clavos de la herrería y unas maderas de la carpintería, y en secreto comenzaban a fabricarla ellos. Qué tan difícil puede ser fabricar una Raschpel se preguntaban unos a otros mientras ponían manos a la obra, sin distinguir, en cada martillazo, entre dedos y maderas.
Cuando faltaban dos o tres días para que entrara en funciones este original batallón, el sacerdote los convocaba a la casa parroquial para instruirlos en sus tareas. Ahí los niños que participaban por primera vez tomaban conocimiento de la actividad que se esperaba tenían que llevar a cabo durante Semana Santa y los que ya venían con experiencia de años anteriores, escuchaban sin oír, pergeñando travesuras. 
La labor de los Klapperer o die Klapperer, así se llamaba a este batallón de niños, consistía en suplir el mutismo de las campanas durante Semana Santa, cuando se “volaban” en la noche del Jueves Santo, regresando recién en la noche del Sábado Santo, con el sonido de sus Raschpel o matracas. 
Los Klapperer recorrían tres veces las calles de la colonia previo al comienzo de cada misa, reemplazando el repicar de las campanas con el estruendoso sonido de sus Raschpel, que rompía el pacífico silencio de la localidad asustando a los perros que les ladraban furiosos y a los gatos, gallinas, pavos, vacas lecheras, que disparaban despavoridos hacia campo abierto.
Cuando llegaba el momento en que debía escucharse el primer repicar de las campanas de la torre de la iglesia llamando a misa, los Klapperer salían a suplir su silencio, al grito de Zum ersten mal o la primera vez, acompañando su pregón con el atronador ruido de sus Raschpel. 
Ceremonia que se repetía cuando tenían que sonar por segunda y tercera vez las campanas de la iglesia. En estos casos los Klapperer vociferaban a los cuatro vientos zum zweiden mal o la segunda vez y zum dritten mal o la tercera vez, respectivamente.
Acto seguido, el sacerdote daba inicio a la ceremonia.
Los niños que cumplían la función de Klapperer, se la pasaban en la calle, Raschpel en mano, recorriendo la colonia en Semana Santa, volviendo locos no solamente a los animales sino, a veces, generando alguna pequeña diablura, porque, entre tan numeroso grupo de infantes, nunca faltaba uno al que se le ocurriera una brillante idea.
Las campanas enmudecían el Jueves Santo por la noche cuando se decía que die Klocken fliegen fort o se vuelan las campanas, y regresaban el Sábado Santo, también por la noche, pero esto no significaba que no hubiera misas, todo lo contrario, las ceremonias religiosas que se desarrollaban por aquellos años en Semana Santa eran muchas, a la mañana, a la tarde y a la noche, y el anuncio de todas estaba en manos de los Klapperer, que, a toda esta tarea de tener que hacer tres recorridos previos a cada misa, reemplazando el repicar de las campanas de la iglesia con el sonido de sus Raschpel, también debían levantarse de madrugada para recorrer las calles de la colonia cantando el Ave María Gracia plena, repitiendo el mismo canto a las doce del mediodía y al atardecer, porque las colonias de los alemanes del Volga, a lo largo del año, desarrollaban sus tareas al ritmo del toque de las campanas, momento en que hacían una pausa en sus labores y rezaban el Ángelus. Y como si todo esto no fuera suficiente, el Klapperer asimismo recorría las calles de las colonias anunciando el programa completo de ceremonias religiosas que se iban a llevar a cabo durante la Semana Santa.
Semejante trabajo religioso tenía su recompensa el domingo de Pascua, cuando este batallón de más de veinte niños se congregaba en la casa parroquial, para desde allí empezar a recorrer la colonia, ingresando a todos los hogares solicitando su recompensa al ritmo de sus matracas y entonando un poema ancestral afín para esa circunstancia.
Mientras tanto las familias los esperaban con alegría recompensándolos con Huevos de Pascua, elaborados por las madres, en realidad huevos de gallina bellamente decorados, algunas masitas, porciones de Dünne Kuchen o Strudel, y, muy de vez cuando, alguna familia pudiente, les obsequiaba una monedita de un centavo, todo un dineral para un niño de aquella época. (Autor: Julio César Melchior).

viernes, 19 de abril de 2019

Así vivían el Viernes Santo nuestros abuelos en las colonias de antaño

El Viernes Santo era día de abstinencia total de carne y ayuno estricto. Las amas de casa cocinaban alimentos livianos y la costumbre general era alimentarse pero sin quedar satisfechos. Todos vestían ropas oscuras o de luto para asistir a la iglesia. Las actividades quedaban todas suspendidas, las sociales, comerciales y hasta las rurales. En la comunidad reinaba el silencio casi absoluto. Las calles permanecían vacías. Las personas solamente salían de sus casas para ir a la iglesia. Las campanas de la parroquia también se mantenían mudas, porque se habían “volado” durante la noche anterior, y su sonido era reemplazado por matracas (Raschpel) que hacían sonar un grupo de niños que recorrían la colonia anunciando los momentos en que debía tener lugar el primer, el segundo y el tercer repicar llamando a los fieles a asistir a las celebraciones litúrgicas. A las tres de la tarde se celebraba la “Liturgia de la Pasión del Señor", hora en la que se ha situado la muerte de Jesús en la cruz. La iglesia desbordaba de fieles, tanto que muchas personas participaban de la misma desde la vereda. Lo mismo sucedía el viernes por la mañana en que el sacerdote llevaba a cabo las confesiones, ya que se sostenía que para esas fechas todos tenían la obligación de confesarse, para tomar la Eucaristía durante la misa del domingo de Pascua. 
En tanto que por la noche se llevaba a cabo un Vía Crucis del que participaba toda la comunidad. Solo permanecían en casa los ancianos, niños pequeños y las personas impedidas físicamente. En esquinas elegidas estratégicamente se instalaban las catorce imágenes que representaban las estaciones del camino que recorrió Jesús rumbo a su crucifixión y muerte. Abriendo el paso de esta multitudinaria procesión, que caminaba con el alma compungida y dolorida, marchaba el sacerdote y un numeroso grupo de niños con farolitos (fackellier), realizados con papel crepé y velas, remedando la luz del Señor. Se oraba y cantaba con profunda devoción y tristeza. (Autor: Julio César Melchior).

jueves, 18 de abril de 2019

¿Se acuerdan cuando las campanas se “volaban” durante la misa del Jueves Santo en las colonias de antaño?


El Jueves Santo, como todos los otros días de la semana previos al Domingo de Pascua, era una jornada de introspección, de profundo silencio, las conversaciones se desarrollaban sin estridencias ni risas, hasta los niños estaban obligados a mantener recato en sus juegos: el pueblo entero estaba de luto.
Era día no laborable, para que todos pudieran vivir como corresponde la Semana Santa y no tener inconvenientes para asistir a misa.
La noche del Jueves Santo se conmemora la Institución de la Eucaristía en la Última Cena y el lavatorio de los pies realizado por Jesús y se rememora la agonía y oración en el Huerto de los Olivos, la traición de Judas y el prendimiento de Jesús.
En las colonias, además, tenía lugar un hecho tradicional para los alemanes del Volga: mientras se cantaba el "Gloria" todas las campanas de la iglesia empezaban a sonar al unísono, sonido que se esparcía no solamente por los cielos de la localidad sino hasta una amplia zona de influencia, dado el estruendoso clamor que generaban las tres campanas echadas a volar a la vez. Se decía que “las campanas se volaban”. Sí, se “volaban” todas. Porque desde ese instante quedaban mudas hasta la noche de la Vigilia Pascual, que se desarrolla el Sábado Santo.
Esta tradición de echar a volar las campanas, todavía continúa viva en muchas colonias de alemanes del Volga.
Para llamar a misa en los días subsiguientes se recurría a los Klapperer (matraqueros -traducción literal- o campaneros) que con sus Raschpel (matracas) anunciaban el llamado a misa reemplazando el sonido de las tres campanadas habituales. Pero eso ya es otra historia, que contaremos mañana. (Autor: Julio César Melchior).

martes, 16 de abril de 2019

La magia de los huevos de Pascua elaborados por las abuelas en las colonias de antaño

Los domingos de Pascua los niños se levantaban muy temprano a la mañana, porque sabían que durante la noche había pasado por sus hogares el Conejo de Pascua para obsequiarles huevos multicolores, que invariablemente depositaba en los nidos que construían para tal fin dentro de cajas, palanganas o algún pequeño tarro, con paja, yuyos y, a veces, papel cortado en pequeños trozos.
Estos obsequios que el Osterhase dejaba eran huevos de gallina teñidos y decorados primorosamente por las madres o alguna abuela que se esmeraba en mantener vigente esta milenaria tradición. Para ello, hacían uso de artilugios secretamente guardados durante generaciones en la familia. Para la obtención de los colores para pintar los huevos y posteriormente decorarlos con delicados trazos, utilizaban el agua donde habían hervido remolachas para crear el rojo, el agua de las cebollas para darle vida al amarillo, procedimiento que se repetía con la acelga para el verde y con otras verduras y hortalizas para obtener una amplia y variada paleta de tonos. Previo a esto, los huevos eran hervidos durante diez minutos, aproximadamente. Algunas abuelas también podían llegar a lustrarlos con grasa de cerdo para que lucieran más brillantes y apetitosos.
Los niños de aquella época, hoy ya personas mayores, cuentan que jamás volvieron a ver huevos de Pascua tan hermosos ni tan ricos. También recuerdan que, durante su infancia, se preguntaban cómo era posible que el conejo ingresara al patio y se metiera en la casa con su canasta llena de huevos sin que los perros lo notaran. Porque ni una vez, en todos los años que los huevos de Pascua aparecieron en los nidos, los perros ladraron. Es que es un conejito muy inteligente y astuto respondía la madre cuando insistían en obtener una respuesta, mientras la abuela, más sabia, les confesaba el secreto: el conejo de Pascua tiene una pócima especial que los duerme. (Autor: Julio César Melchior).

15 de abril: Día del alemán del Volga

domingo, 14 de abril de 2019

Homenaje a nuestros abuelos

Los abuelos llegaron a la Argentina con los baúles llenos de esperanza. Descendieron en el puerto de Buenos Aires. Viajaron en tren a un lugar desolado en el medio de la pampa que el gobierno les señaló para fundar un nuevo pueblo. Hundieron el arado en la tierra virgen. Erigieron viviendas con adobes que ellos mismos fabricaron. Edificaron escuelas. Levantaron un altar y una iglesia en honor a su Dios, Nuestro Señor.
Andando el tiempo llegaron los hijos y la prosperidad. El pequeño poblado creció. La escuela se llenó de niños que educaban las hermanas religiosas. En los patios de las viviendas florecieron los rosales y en los campos se cosechó el trigo para el pan.
Mientras tanto en sus calles se seguía escuchando el idioma natal, en los hogares se entonaban las canciones de cuna ancestrales, la gente seguía asistiendo a la iglesia, respetando las costumbres y las tradiciones y ayudando al prójimo como el primer día, cuando llegaron de allá lejos, de su aldea natal, allende el Volga. (Autor: Julio César Melchior).

sábado, 13 de abril de 2019

13 de abril: aniversario de Pueblo San José

Pueblo San José, ubicado en el Partido de Coronel Suárez, en la Provincia de Buenos Aires, es fundado el 13 de abril de 1887 por 15 familias inmigrantes alemanas del Volga oriundas de las aldeas Dehler y Volmer. Las familias de Martín Sieben, Jacob Schwab, Stephan Heit, Jacob Schell y Konrad Schwab fueron las primeras en llegar y comenzar a limpiar la zona de malezas para edificar sus primeras y precarias viviendas. En los días sucesivos llegaron al lugar las familias de Johann Förster, Johann Butbilopky, Johann Opholz, Nicolás Seib, Michael Schuck, Matthias Schönfeld, Johann Peter Philip, Adam Dannderfer, Gottlieb Diel y Heinrich Heim.
Las 5 familias citadas en primer término se instalaron definitivamente en la nueva localidad,mientras que las diez restantes, con el transcurrir de los años, fueron emigrando hacia otras regiones, no solo del país sino del exterior.
El nombre que se le da a la localidad es Dehler. Posteriormente se le asignaría el definitivo de Pueblo San José pero, popularmente, hasta la actualidad, se la llama Colonia Dos (en dialecto zweit Konie).
Los primeros años fueron difíciles y muy duros porque fracasaron una tras otra las cosechas por heladas y por el desconocimiento que tenían los colonos del clima y la mala elección en la variedad apropiada de la semilla al momento de la siembra.
Sin embargo, con tesón, mucho sacrificio y fuerza de voluntad, lograron salir adelante y convertir a Pueblo San José en una comunidad progresista y en permanente desarrollo. (Autor: Julio César Melchior)
Información tomada del libro “Historia de los alemanes del Volga”, del escritor Julio César Melchior, dónde podrá encontrar más datos al respecto. Para adquirir la obra escribir a juliomelchior@hotmail.com.

domingo, 7 de abril de 2019

El horno de barro y los Dünne Kuchen de la abuela

Don José encendió el horno de barro, que él construyó con sus manos, hace cuarenta y ocho años, cuando se casó con doña Elvira y se mudó a la casa. Lo hizo con tallos secos de cardo y unas pocas astillas cortadas con el hacha de manera fina y prolija. Sobre ésto había colocado ramas más gruesas y pequeños troncos para generar no solamente abundante llama sino, una vez consumido, carbón para distribuir uniformemente en el interior del horno.
En el interior de la casa, doña Elvira trabajaba denodadamente con sus manos, un mazacote de harina, huevos, crema y varios ingredientes más, que tenía sobre la mesa, rodeada de varias fuentes que esperaban su turno para ser llenadas y llevadas al horno. Mientras el reloj marcaba las cuatro y media de la mañana, tomó el palo de amasar. Con paciencia, delicadeza y no sin esfuerzo físico, fue trabajando la masa y distribuyéndola equitativamente en las fuentes. Finalmente tomó una sartén de la cocina a leña para concluir poniendo sobre la masa, anteriormente distribuida en todas las fuentes, una cobertura de grumos. Ya estaban listos los Dünne Kuchen para ser llevados al horno, una vez que hubieran levado lo suficiente. (Julio César Melchior).

sábado, 6 de abril de 2019

La abuela Ana recuerda las recetas de las comidas tradicionales de los alemanes del Volga

La abuela Ana hojea el libro y dos lágrimas comienzan a caer por sus mejillas, se deslizan por su rostro y se pierden en la inconmensurable tierra de los recuerdos. Se ve niña, aprendiendo a cocinar, junto a su madre, en la amplia mesa de madera gastada de la cocina. Amasan Kreppel mientras sobre la cocina a leña se calienta la grasa en la sartén. Su madre estira la masa con el palo de amasar. Le da forma a los Kreppel y uno a uno los coloca dentro de la sartén. Los fríe y los saca para espolvorearlos con abundante azúcar.
La abuela Ana piensa en su madre y en las ricas comidas que le enseñó a hacer. Recuerda cuando preparó su primer Dünne Kuche, sus primeros Strudel, algunos rellenos de ricota, otros de chucrut y otros de manzana. Los Wückel Nudel con estofado de carne. Los Kleis, con cebollitas y trozos de pan rehogado en grasa, en la sartén. Los fideos caseros puestos a secar al sol, antes de cortarlos en tiras finitas para arrojarlos a la cacerola con agua hirviendo. Las largas madrugadas amasando el pan diario para hornearlo en el horno de barro. Y tantas y tantas comidas más que es imposible recordarlas a todas juntas pero que descubre en el libro.
La abuela Ana vuelve a hojearlo y una nostalgia profunda le llena el alma de sabores y aromas. El libro “La gastronomía de los alemanes del Volga”, del escritor Julio César Melchior, le trae al presente no solamente las recetas, los sabores y aromas de la colonia de antaño, sino también la imagen de su hogar, su familia, sus seres queridos que ya no están y la amada e inolvidable imagen de su madre.
La abuela llora desconsoladamente. Llora de tristeza y, a la vez, de felicidad. De tristeza, por las personas que ya no están, y de felicidad, por descubrir un libro que perpetúa en el recuerdo las recetas de su madre y de todas las madres alemanas del Volga. (Autor: Julio César Melchior).

martes, 2 de abril de 2019

Receta de Kartoffel und Klees

Ingredientes:
1 kg. de papas
½ kg. de harina
1 huevo
½ taza de agua
1 pizca de sal

Preparación:
Colocar en un bol ½ kilo de harina, agregar el huevo, el agua y pizca de sal; mezclar bien todos los ingredientes hasta obtener una masa liviana y dejar descansar ½ hora aproximadamente. Cortar las papas en dados y ponerlas a hervir. Luego tomar la masa con las manos y cortar pequeños trocitos, dejándolos caer directamente dentro del agua, que debe estar en ebullición. La cocción de los Klees es de 5 minutos aproximadamente. Pasar todo por colador para que escurra bien. Se puede servir con chucrut, con pedacitos de panceta dorados previamente en aceite, con crema o con huevo batido.
Esta receta y 150 más, se pueden encontrar en el libro "La gastronomía de los alemanes del Volga", del escritor Julio César Melchior. Se adquiere por correo mediante el sistema de contra reembolso: Ud. hace el pedido y recién paga cuando lo tiene en sus manos. Para ello comunicarse a juliomelchior@hotmail.com.

Los bailes de los sábados en las colonias de antaño


Las muchachas iban y venían a lo largo de la amplia galería de la casa. Dos arrojaban agua sobre las baldosas que sacaban de la bomba y otras dos barrían frenéticamente con la escoba, limpiando a conciencia. Conversaban y reían, felices. Hacían planes para el atardecer. Rosa soñaba en voz alta: “ojalá que venga Juan”. “Si se entera papá que estás pensando en él, te va a encerrar en el cuarto y te vas a quedar sin bailar” -opinó Luisa seriamente. “Vamos, vamos, que todavía tenemos que barrer el patio y ordenar la cocina” - las apuró Berta. Sí, vamos! Que después hay ayudarle a cocinar a mamá” -acotó María.
Y así fue. Al rato asomó doña Filomena rezongando porque ya era tarde y nadie estaba haciendo nada en la cocina. La norma en la casa era almorzar a las doce en punto del mediodía, cuando sonaban las campanas de la iglesia: momento en que todos paralizaban su actividad para rezar el Ángelus. Y las muchachas sabían que las costumbres se cumplían a rajatabla. Por eso, sin refunfuñar pero sí controlando a duras penas su ansiedad, obedecieron a su madre. Rosa comenzó a pelar papas, Berta cebollas y Luisa comenzó a reunir ingredientes para preparar una pasta, mientras María se dirigía a la quinta a buscar las verduras que faltaban para elaborar el menú.
Luego del almuerzo, la vivienda quedó en silencio. Poco importaba que fuera sábado y las muchachas tuvieran planes para esa jornada. Nada alteraba el orden habitual de los habitantes de la casa. A nadie se le hubiese ocurrido revelarse ni contradecir las normas. Por respeto a los padres y a las buenas costumbres. 
Los sábados a la tarde, después de la siesta y del mate, venía el momento del baño. Se calentaba agua en la cocina a leña en cuanta pava y tarro hubiera en la casa. La tina era un enorme fuenton confeccionado de chapa en la localidad y el cuerpo y la cabeza se lavaban con jabón casero que elaboraba la abuela tras cada carneada. 
Habiéndose bañado y concluida la cena, que se desarrollaba con el toque de las campanas de la iglesia, a la hora del atardecer, las muchachas, que vivían en la calle central del pueblo y eran hijas de una familia de un pasar económico holgado, sacaron la radio a la galería. La trasladaron entre Berta y María y con esfuerzo la colocaron sobre una mesita instalada en un rincón, para que no moleste, en el momento de bailar. La encendieron y subieron el volumen. 
Ahora solo cabía esperar que llegaran las primas, los primos y las amigas y los amigos invitados. Y todo estaría listo para otro sábado de baile y diversión. (Autor: Julio César Melchior).

Un parto difícil en las colonias de antaño


Los gritos se escuchaban hasta en el galpón, donde las mujeres se habían llevado a los niños para que no se percataran del nacimiento de un hermanito. Después se les diría que los trajo el arroyo o que nació de un repollo. Pero los gritos eran cada vez más fuertes y desgarradores y los niños, asustados, preguntaban insistentemente que le pasaba a su hermana que gritaba de esa manera tan terrible. Las mujeres, también desbordadas por la angustia, los consolaron diciendo que tenía un fuerte dolor de barriga por comer demasiadas ciruelas verdes. Los niños se miraron estupefactos, prometiéndose nunca más volver a probar ciruelas verdes. Sabían, por propia experiencia, que, a veces, generaban una descompostura, pero nunca se les pasó por la cabeza que unas inocentes ciruelas inmaduras podían llegar a generar semejante dolor de panza.
Los gritos continuaron implacables hasta que llegó doña Berta, con su habitual atuendo negro y sus casi ochenta años a cuestas, y todas las mujeres que estaban dentro salieron corriendo al patio a buscar palanganas, agua y a bajar alguna toalla del tendal. 
Los niños cada vez entendían menos. Qué estarían haciendo dentro de la casa para necesitar tantas palanganas, agua y toallas? -se preguntaban anonadados. Qué nueva manera de curar había descubierto doña Berta? Ellos sabían que curaba el empacho, el mal de ojo y que entregaba yuyos para diferentes dolencias pero jamás supieron de algo así. 
Media hora después, los gritos pasaron a ser cada vez más pausados y menos terribles. Paulatinamente el dolor de panza se le está pasando -pensaron los niños al advertir que las mujeres que los mantenían lejos de la casa, también respiraban aliviadas.
Y súbitamente los gritos cesaron. El silencio fue tal, que todos se miraron temiendo una fatalidad. Las mujeres comenzaron a observar la casa. Los niños hicieron lo mismo. Nada. Silencio absoluto. Total. Una lágrima amarga empezó a caer… pero, a mitad de camino, se transformó en alegría, cuando escucharon el llanto de un bebé. (Autor: Julio César Melchior).