Al atardecer mamá nos daba un
balde y nos mandaba al gallinero a juntar los huevos del día que, generalmente,
superaban las dos docenas. Una tarea que había que realizar con sumo respeto y
cuidado. Porque no solamente teníamos terminantemente prohibido romper un
huevo, aunque, a veces, accidentes no faltaban, sino que, también, debíamos
evitar los picotazos de alguna gallina o clueca a la que no le gustaba para nada que le metiéramos mano al nido para
hurtarle el huevo que había puesto con mucho esfuerzo y pretendía conservar a
toda costa, aun sabiendo que tenía que mantener una reyerta con dos porfiados,
tan porfiados, como mi hermano y yo, que podíamos llegar a hacer uso de
estrategias bastante salvajes para alejarla del nido. En defensa de la pobre
clueca, debo confesar que, más de una vez, la que nos sacó corriendo a picotazo
limpio fue ella. Recogíamos los huevos un poco como un trabajo que era
obligatorio realizar todos los atardeceres y, otro poco, jugando y llevando a
cabo travesuras que nunca le contamos a nadie, ni siquiera a nuestros amigos.
Nadie en su sano juicio se hubiera arriesgado a que algún alcahuete le fuera
con el chisme a papá. Entonces sí que nos hubiéramos enfrentado a un juez
severo, que siempre condenaba y aplicaba una buena tunda con la alpargata o el
cinturón, según la gravedad del asunto en cuestión. Papá no perdonaba las
travesuras y menos perdonaba que maltratáramos las aves domésticas proveedores
del tan ansiado sustento diario. Porque no solo nos proveían de huevos sino
también de carne. Pero nuestro compromiso y obligación con las gallinas y el
bendito gallinero, era mucho más amplio. No solo teníamos que recoger los
huevos sino que, una vez a la semana, era menester barrer todo el excremento
que las aves depositaban durante sus largos encierros nocturnos al que eran
confinadas para protegerlas de los zorros y otras alimañas que, con mucho gusto
y placer, se las hubieran devorado. Sumado a esto, que ya era mucho para
nosotros, una vez al mes teníamos que cambiar la paja sucia de los nidos por
limpia, que había que recoger de los campos aledaños, guadaña en mano. Cómo
verán, no éramos muy amigos de las gallinas y ellas tampoco de nosotros, pues,
las ingratas, todavía tenían el orgullo y el tupé de considerarnos intrusos en
su hogar, cuando nosotros todo lo que hacíamos era cumplir órdenes superiores
y, al final de cuentas, éramos los únicos que manteníamos no solo su hogar
limpio sino que también las protegíamos de las alimañas, que las acosaban
hambrientas y deseosas de comérselas. (Autor: Julio César Melchior).
Historia, costumbres y tradiciones de los alemanes del Volga. Investiga y escribe: Julio César Melchior
Rescata
WhatsApp: 011-2297 7044. Correo electrónico historiadorjuliomelchior@gmail.com
martes, 30 de abril de 2019
domingo, 21 de abril de 2019
Así se vivía el domingo de Pascua en las colonias de antaño
Los domingos de Pascua en las colonias de antaño eran
días de júbilo, las familias celebraban con alegría la Resurrección de Jesús,
en todos los ámbitos, tanto religioso, asistiendo a misa, como en el social,
organizando grandes tertulias bailables que comenzaban a la hora que se ponía
el sol, como en el seno del hogar, donde toda la familia se congregaba
alrededor de la amplia mesa de la cocina a almorzar lechón al horno con papas y
Füllsen. Esa fecha, junto con la de Kerb, eran las dos únicas celebraciones en
que todos los hijos, solteros o casados, y parientes que trabajaban o vivían
lejos, regresaban al hogar paterno. Cada casa bullía de gente. Se dormía dónde
se podía.
Todo comenzaba a la mañana temprano, alrededor de las
cuatro de la madrugada, cuando papá y mamá se levantaban a preparar el
almuerzo. Papá encendía el horno de barro y mamá terminaba de colocar dentro de
la fuente el lechón adobado la noche anterior junto con las papas.
Al amanecer, más temprano que nunca, despertaban los
niños ansiosos por descubrir si el Conejo de Pascua había pasado por sus casas
para dejar los tradicionales huevitos de Pascua en los niditos preparados
durante la semana en una caja. El Conejo nunca los defraudaba, siempre les
dejaba un cúmulo de huevos multicolores, preciosamente decorados, y riquísimos
(huevos de gallina que la madre, en las largas madrugadas, hervía, teñía y
decoraba).
A media mañana todos asistían a misa. Solamente
permanecía en casa una sola persona, la que tenía a su cargo concluir los
últimos detalles de la preparación de la comida que se iba a servir durante el
almuerzo. La iglesia desbordaba de gente, tanto que muchas personas asistían a
la misma participando de la ceremonia desde la vereda. Y dentro de la misma,
era frecuente que se produjera algún que otro desmayo a consecuencia de la
multitud que ingresaba.
Luego de la ceremonia todos regresaban a casa a
participar del gran almuerzo familiar, donde reinaba un clima de fiesta. Se
comía y se bebía abundantemente. Era tanta la cantidad de comida que se
preparaba que, concluida la Pascua, y habiéndose marchado la visita, los dueños
de casa comían comida recalentada o fría durante casi toda la semana.
Durante la sobremesa era frecuente que algún hermano,
tío o abuelo, sacara a relucir su acordeón y comenzara a tocar y cantar las
ancestrales melodías volguenses, rememorando su aldea natal y a la familia que
había quedado, allá lejos, a orillas del legendario río Volga para siempre.
A la hora del mate, llegaba generalmente más visita, y
mamá ponía sobre la mesa los deliciosos Dünne Kuchen y la infaltable miel.
Surgían los recuerdos y las infaltables anécdotas familiares. A veces, se
aprovechaba la ocasión para anunciar un compromiso o la fecha de una
boda.
El día de fiesta concluía con la caída del sol, hora
en la que se cenaba la comida que había sobrado al mediodía, la que se comía
fría para evitarle a mamá la tarea de tener que recalentarla en la cocina a
leña.
Finalmente los hombres solteros, las parejas más
jóvenes, tanto casadas, como la de novios, pero ésta en compañía de alguien
confiable que permaneciera atento a cualquier incorrección que pudieran cometer
los futuros esposos, y las jóvenes, pero acompañadas de un hermano o matrimonio
amigo, asistían a la tertulia bailable. Evento en el que tocaba en vivo una
orquesta local o de un pueblo vecino. Eventualmente podía llegar a contratarse
un grupo de renombre nacional.
Los
padres y los mayores permanecían en casa conversando y recordando tiempos
pasados. Muchos de ellos recién volverían a verse en la Pascua siguiente, y
algunos quizás no se reencontrarían nunca más, porque vivían muy lejos y
antiguamente todos los viajes se hacían en carro, por lo que todo traslado
desde localidades lejanas insumía días y días de un viaje agotador que,
llegados a una edad, las personas ya no soportaban. Además, todos eran
conscientes, que la muerte siempre acecha, y que un adiós no siempre significa
un hasta pronto. (Autor: Julio César Melchior).
sábado, 20 de abril de 2019
¿Conocen la tradición de los Klapperer que eran una parte fundamental en la Semana Santa?
Varias semanas previas a la celebración
de Pascua los niños que cumplían funciones de monaguillos, a los que se le
sumaban a veces una veintena más, importunaban hasta el agobio a sus padres
para que les concedan el permiso, primero, de actuar como Klapperer durante la
Semana Santa, y segundo los ayuden a fabricar una Raschpel, tarea nada sencilla
para los pequeños, pues requería poseer conocimientos de carpintería, aunque
más no fueran rudimentarios, y saber cómo armar una Raschpel no solo de diseño
decoroso sino que emitiera un sonido potente al hacerla girar.
La mayoría de los padres accedían
complacidos felices de que sus hijos manifestaran tanto alborozo en mantener
viva esta ancestral tradición aunque tuvieran que dejar de lado actividades más
apremiantes de su cotidiano quehacer, generalmente relacionado a las labores
rurales; pero los había también, unos pocos, es cierto, que se negaban a perder
el tiempo fabricando una Raschpel para que sus hijos anduvieran por la colonia
alborotando a los perros y las gallinas, y por qué no, a algún anciano
desprevenido. Los vástagos de estos padres desaprensivos, birlaban un serrucho,
martillo y clavos de la herrería y unas maderas de la carpintería, y en secreto
comenzaban a fabricarla ellos. Qué tan difícil puede ser fabricar una Raschpel
se preguntaban unos a otros mientras ponían manos a la obra, sin distinguir, en
cada martillazo, entre dedos y maderas.
Cuando faltaban dos o tres días para que
entrara en funciones este original batallón, el sacerdote los convocaba a la
casa parroquial para instruirlos en sus tareas. Ahí los niños que participaban
por primera vez tomaban conocimiento de la actividad que se esperaba tenían que
llevar a cabo durante Semana Santa y los que ya venían con experiencia de años
anteriores, escuchaban sin oír, pergeñando travesuras.
La labor de los Klapperer o die
Klapperer, así se llamaba a este batallón de niños, consistía en suplir el
mutismo de las campanas durante Semana Santa, cuando se “volaban” en la noche
del Jueves Santo, regresando recién en la noche del Sábado Santo, con el sonido
de sus Raschpel o matracas.
Los Klapperer recorrían tres veces las
calles de la colonia previo al comienzo de cada misa, reemplazando el repicar
de las campanas con el estruendoso sonido de sus Raschpel, que rompía el
pacífico silencio de la localidad asustando a los perros que les ladraban
furiosos y a los gatos, gallinas, pavos, vacas lecheras, que disparaban
despavoridos hacia campo abierto.
Cuando llegaba el momento en que debía
escucharse el primer repicar de las campanas de la torre de la iglesia llamando
a misa, los Klapperer salían a suplir su silencio, al grito de Zum ersten mal o
la primera vez, acompañando su pregón con el atronador ruido de sus
Raschpel.
Ceremonia que se repetía cuando tenían
que sonar por segunda y tercera vez las campanas de la iglesia. En estos casos
los Klapperer vociferaban a los cuatro vientos zum zweiden mal o la segunda vez
y zum dritten mal o la tercera vez, respectivamente.
Acto seguido, el sacerdote daba inicio a
la ceremonia.
Los niños que cumplían la función de
Klapperer, se la pasaban en la calle, Raschpel en mano, recorriendo la colonia
en Semana Santa, volviendo locos no solamente a los animales sino, a veces,
generando alguna pequeña diablura, porque, entre tan numeroso grupo de
infantes, nunca faltaba uno al que se le ocurriera una brillante idea.
Las campanas enmudecían el Jueves Santo
por la noche cuando se decía que die Klocken fliegen fort o se vuelan las
campanas, y regresaban el Sábado Santo, también por la noche, pero esto no
significaba que no hubiera misas, todo lo contrario, las ceremonias religiosas
que se desarrollaban por aquellos años en Semana Santa eran muchas, a la
mañana, a la tarde y a la noche, y el anuncio de todas estaba en manos de los Klapperer,
que, a toda esta tarea de tener que hacer tres recorridos previos a cada misa,
reemplazando el repicar de las campanas de la iglesia con el sonido de sus
Raschpel, también debían levantarse de madrugada para recorrer las calles de la
colonia cantando el Ave María Gracia plena, repitiendo el mismo canto a las
doce del mediodía y al atardecer, porque las colonias de los alemanes del
Volga, a lo largo del año, desarrollaban sus tareas al ritmo del toque de las
campanas, momento en que hacían una pausa en sus labores y rezaban el Ángelus.
Y como si todo esto no fuera suficiente, el Klapperer asimismo recorría las
calles de las colonias anunciando el programa completo de ceremonias religiosas
que se iban a llevar a cabo durante la Semana Santa.
Semejante trabajo religioso tenía su
recompensa el domingo de Pascua, cuando este batallón de más de veinte niños se
congregaba en la casa parroquial, para desde allí empezar a recorrer la
colonia, ingresando a todos los hogares solicitando su recompensa al ritmo de
sus matracas y entonando un poema ancestral afín para esa circunstancia.
Mientras tanto las familias los esperaban con
alegría recompensándolos con Huevos de Pascua, elaborados por las madres, en
realidad huevos de gallina bellamente decorados, algunas masitas, porciones de
Dünne Kuchen o Strudel, y, muy de vez cuando, alguna familia pudiente, les
obsequiaba una monedita de un centavo, todo un dineral para un niño de aquella
época. (Autor: Julio César Melchior).
viernes, 19 de abril de 2019
Así vivían el Viernes Santo nuestros abuelos en las colonias de antaño
El Viernes Santo era día de
abstinencia total de carne y ayuno estricto. Las amas de casa cocinaban
alimentos livianos y la costumbre general era alimentarse pero sin quedar
satisfechos. Todos vestían ropas oscuras o de luto para asistir a la iglesia.
Las actividades quedaban todas suspendidas, las sociales, comerciales y hasta
las rurales. En la comunidad reinaba el silencio casi absoluto. Las calles permanecían vacías. Las personas solamente salían de sus
casas para ir a la iglesia. Las campanas de la parroquia también se mantenían
mudas, porque se habían “volado” durante la noche anterior, y su sonido era
reemplazado por matracas (Raschpel) que hacían sonar un grupo de niños que
recorrían la colonia anunciando los momentos en que debía tener lugar el primer,
el segundo y el tercer repicar llamando a los fieles a asistir a las
celebraciones litúrgicas. A las tres de la tarde se celebraba la “Liturgia de
la Pasión del Señor", hora en la que se ha situado la muerte de Jesús en
la cruz. La iglesia desbordaba de fieles, tanto que muchas personas
participaban de la misma desde la vereda. Lo mismo sucedía el viernes por la
mañana en que el sacerdote llevaba a cabo las confesiones, ya que se sostenía
que para esas fechas todos tenían la obligación de confesarse, para tomar la
Eucaristía durante la misa del domingo de Pascua.
En tanto que por la noche
se llevaba a cabo un Vía Crucis del que participaba toda la comunidad. Solo
permanecían en casa los ancianos, niños pequeños y las personas impedidas
físicamente. En esquinas elegidas estratégicamente se instalaban las catorce
imágenes que representaban las estaciones del camino que recorrió Jesús rumbo a
su crucifixión y muerte. Abriendo el paso de esta multitudinaria procesión, que
caminaba con el alma compungida y dolorida, marchaba el sacerdote y un numeroso
grupo de niños con farolitos (fackellier), realizados con papel crepé y velas,
remedando la luz del Señor. Se oraba y cantaba con profunda devoción y
tristeza. (Autor: Julio César Melchior).
jueves, 18 de abril de 2019
¿Se acuerdan cuando las campanas se “volaban” durante la misa del Jueves Santo en las colonias de antaño?
El Jueves Santo, como todos los otros días de la
semana previos al Domingo de Pascua, era una jornada de introspección, de
profundo silencio, las conversaciones se desarrollaban sin estridencias ni
risas, hasta los niños estaban obligados a mantener recato en sus juegos: el
pueblo entero estaba de luto.
Era día no laborable, para que todos pudieran vivir
como corresponde la Semana Santa y no tener
inconvenientes para asistir a misa.
La noche del Jueves Santo
se conmemora la Institución de la Eucaristía en la Última Cena y el lavatorio
de los pies realizado por Jesús y se rememora la agonía y oración en el Huerto
de los Olivos, la traición de Judas y el prendimiento de Jesús.
En las colonias, además,
tenía lugar un hecho tradicional para los alemanes del Volga: mientras se
cantaba el "Gloria" todas las campanas de la iglesia empezaban a
sonar al unísono, sonido que se esparcía no solamente por los cielos de la
localidad sino hasta una amplia zona de influencia, dado el estruendoso clamor
que generaban las tres campanas echadas a volar a la vez. Se decía que “las
campanas se volaban”. Sí, se “volaban” todas. Porque desde ese instante
quedaban mudas hasta la noche de la Vigilia Pascual, que se desarrolla el
Sábado Santo.
Esta tradición de echar a
volar las campanas, todavía continúa viva en muchas colonias de alemanes del
Volga.
Para llamar a misa en los días subsiguientes se recurría a los Klapperer
(matraqueros -traducción literal- o campaneros) que con sus Raschpel (matracas)
anunciaban el llamado a misa reemplazando el sonido de las tres campanadas
habituales. Pero eso ya es otra
historia, que contaremos mañana. (Autor: Julio César Melchior).martes, 16 de abril de 2019
La magia de los huevos de Pascua elaborados por las abuelas en las colonias de antaño
Los domingos de Pascua los niños se levantaban muy
temprano a la mañana, porque sabían que durante la noche había pasado por sus
hogares el Conejo de Pascua para obsequiarles huevos multicolores, que
invariablemente depositaba en los nidos que construían para tal fin dentro de
cajas, palanganas o algún pequeño tarro, con paja, yuyos y, a veces, papel
cortado en pequeños trozos.
Estos obsequios que el
Osterhase dejaba eran huevos de gallina teñidos y decorados primorosamente por
las madres o alguna abuela que se esmeraba en mantener vigente esta milenaria
tradición. Para ello, hacían uso de artilugios secretamente guardados durante
generaciones en la familia. Para la obtención de los colores para pintar los
huevos y posteriormente decorarlos con delicados trazos, utilizaban el agua
donde habían hervido remolachas para crear el rojo, el agua de las cebollas
para darle vida al amarillo, procedimiento que se repetía con la acelga para el
verde y con otras verduras y hortalizas para obtener una amplia y variada paleta
de tonos. Previo a esto, los huevos eran hervidos durante diez minutos,
aproximadamente. Algunas abuelas también podían llegar a lustrarlos con grasa
de cerdo para que lucieran más brillantes y apetitosos.
Los niños de aquella
época, hoy ya personas mayores, cuentan que jamás volvieron a ver huevos de
Pascua tan hermosos ni tan ricos. También recuerdan que, durante su infancia,
se preguntaban cómo era posible que el conejo ingresara al patio y se metiera
en la casa con su canasta llena de huevos sin que los perros lo notaran. Porque
ni una vez, en todos los años que los huevos de Pascua aparecieron en los
nidos, los perros ladraron. Es que es un conejito muy inteligente y astuto
respondía la madre cuando insistían en obtener una respuesta, mientras la abuela,
más sabia, les confesaba el secreto: el conejo de Pascua tiene una pócima
especial que los duerme. (Autor: Julio César Melchior).
domingo, 14 de abril de 2019
Homenaje a nuestros abuelos
Los abuelos llegaron a la Argentina con los baúles llenos de esperanza. Descendieron en el puerto de Buenos Aires. Viajaron en tren a un lugar desolado en el medio de la pampa que el gobierno les señaló para fundar un nuevo pueblo. Hundieron el arado en la tierra virgen. Erigieron viviendas con adobes que ellos mismos fabricaron. Edificaron escuelas. Levantaron un altar y una iglesia en honor a su Dios, Nuestro Señor.
Andando el tiempo llegaron los hijos y la prosperidad. El pequeño poblado creció. La escuela se llenó de niños que educaban las hermanas religiosas. En los patios de las viviendas florecieron los rosales y en los campos se cosechó el trigo para el pan.
Mientras tanto en sus calles se seguía escuchando el idioma natal, en los hogares se entonaban las canciones de cuna ancestrales, la gente seguía asistiendo a la iglesia, respetando las costumbres y las tradiciones y ayudando al prójimo como el primer día, cuando llegaron de allá lejos, de su aldea natal, allende el Volga. (Autor: Julio César Melchior).
sábado, 13 de abril de 2019
13 de abril: aniversario de Pueblo San José
Pueblo San José, ubicado en el Partido de Coronel Suárez, en la Provincia de Buenos Aires, es fundado el 13 de abril de 1887 por 15 familias inmigrantes alemanas del Volga oriundas de las aldeas Dehler y Volmer. Las familias de Martín Sieben, Jacob Schwab, Stephan Heit, Jacob Schell y Konrad Schwab fueron las primeras en llegar y comenzar a limpiar la zona de malezas para edificar sus primeras y precarias viviendas. En los días sucesivos llegaron al lugar las familias de Johann Förster, Johann Butbilopky, Johann Opholz, Nicolás Seib, Michael Schuck, Matthias Schönfeld, Johann Peter Philip, Adam Dannderfer, Gottlieb Diel y Heinrich Heim.
Las 5 familias citadas en primer término se instalaron definitivamente en la nueva localidad,mientras que las diez restantes, con el transcurrir de los años, fueron emigrando hacia otras regiones, no solo del país sino del exterior.
El nombre que se le da a la localidad es Dehler. Posteriormente se le asignaría el definitivo de Pueblo San José pero, popularmente, hasta la actualidad, se la llama Colonia Dos (en dialecto zweit Konie).
Los primeros años fueron difíciles y muy duros porque fracasaron una tras otra las cosechas por heladas y por el desconocimiento que tenían los colonos del clima y la mala elección en la variedad apropiada de la semilla al momento de la siembra.
Sin embargo, con tesón, mucho sacrificio y fuerza de voluntad, lograron salir adelante y convertir a Pueblo San José en una comunidad progresista y en permanente desarrollo. (Autor: Julio César Melchior)
Sin embargo, con tesón, mucho sacrificio y fuerza de voluntad, lograron salir adelante y convertir a Pueblo San José en una comunidad progresista y en permanente desarrollo. (Autor: Julio César Melchior)
Información tomada del libro “Historia de los alemanes del Volga”, del escritor Julio César Melchior, dónde podrá encontrar más datos al respecto. Para adquirir la obra escribir a juliomelchior@hotmail.com.
domingo, 7 de abril de 2019
El horno de barro y los Dünne Kuchen de la abuela
Don José encendió el horno de barro, que él construyó con sus manos, hace cuarenta y ocho años, cuando se casó con doña Elvira y se mudó a la casa. Lo hizo con tallos secos de cardo y unas pocas astillas cortadas con el hacha de manera fina y prolija. Sobre ésto había colocado ramas más gruesas y pequeños troncos para generar no solamente abundante llama sino, una vez consumido, carbón para distribuir uniformemente en el interior del horno.
En el interior de la casa, doña Elvira trabajaba denodadamente con sus manos, un mazacote de harina, huevos, crema y varios ingredientes más, que tenía sobre la mesa, rodeada de varias fuentes que esperaban su turno para ser llenadas y llevadas al horno. Mientras el reloj marcaba las cuatro y media de la mañana, tomó el palo de amasar. Con paciencia, delicadeza y no sin esfuerzo físico, fue trabajando la masa y distribuyéndola equitativamente en las fuentes. Finalmente tomó una sartén de la cocina a leña para concluir poniendo sobre la masa, anteriormente distribuida en todas las fuentes, una cobertura de grumos. Ya estaban listos los Dünne Kuchen para ser llevados al horno, una vez que hubieran levado lo suficiente. (Julio César Melchior).
sábado, 6 de abril de 2019
La abuela Ana recuerda las recetas de las comidas tradicionales de los alemanes del Volga
La abuela Ana hojea el libro y dos lágrimas comienzan a caer por sus mejillas, se deslizan por su rostro y se pierden en la inconmensurable tierra de los recuerdos. Se ve niña, aprendiendo a cocinar, junto a su madre, en la amplia mesa de madera gastada de la cocina. Amasan Kreppel mientras sobre la cocina a leña se calienta la grasa en la sartén. Su madre estira la masa con el palo de amasar. Le da forma a los Kreppel y uno a uno los coloca dentro de la sartén. Los fríe y los saca para espolvorearlos con abundante azúcar.
La abuela Ana piensa en su madre y en las ricas comidas que le enseñó a hacer. Recuerda cuando preparó su primer Dünne Kuche, sus primeros Strudel, algunos rellenos de ricota, otros de chucrut y otros de manzana. Los Wückel Nudel con estofado de carne. Los Kleis, con cebollitas y trozos de pan rehogado en grasa, en la sartén. Los fideos caseros puestos a secar al sol, antes de cortarlos en tiras finitas para arrojarlos a la cacerola con agua hirviendo. Las largas madrugadas amasando el pan diario para hornearlo en el horno de barro. Y tantas y tantas comidas más que es imposible recordarlas a todas juntas pero que descubre en el libro.
La abuela Ana vuelve a hojearlo y una nostalgia profunda le llena el alma de sabores y aromas. El libro “La gastronomía de los alemanes del Volga”, del escritor Julio César Melchior, le trae al presente no solamente las recetas, los sabores y aromas de la colonia de antaño, sino también la imagen de su hogar, su familia, sus seres queridos que ya no están y la amada e inolvidable imagen de su madre.
La abuela llora desconsoladamente. Llora de tristeza y, a la vez, de felicidad. De tristeza, por las personas que ya no están, y de felicidad, por descubrir un libro que perpetúa en el recuerdo las recetas de su madre y de todas las madres alemanas del Volga. (Autor: Julio César Melchior).
martes, 2 de abril de 2019
Receta de Kartoffel und Klees
1 kg. de papas
½ kg. de harina
1 huevo
½ taza de agua
1 pizca de sal
Preparación:
Colocar en un bol ½ kilo de harina, agregar el huevo, el agua y pizca de sal; mezclar bien todos los ingredientes hasta obtener una masa liviana y dejar descansar ½ hora aproximadamente. Cortar las papas en dados y ponerlas a hervir. Luego tomar la masa con las manos y cortar pequeños trocitos, dejándolos caer directamente dentro del agua, que debe estar en ebullición. La cocción de los Klees es de 5 minutos aproximadamente. Pasar todo por colador para que escurra bien. Se puede servir con chucrut, con pedacitos de panceta dorados previamente en aceite, con crema o con huevo batido.
Esta receta y 150 más, se
pueden encontrar en el libro "La gastronomía de los alemanes del
Volga", del escritor Julio César Melchior. Se adquiere por correo mediante
el sistema de contra reembolso: Ud. hace el pedido y recién paga cuando lo
tiene en sus manos. Para ello comunicarse a juliomelchior@hotmail.com.
Los bailes de los sábados en las colonias de antaño
Las muchachas iban y venían a lo
largo de la amplia galería de la casa. Dos arrojaban agua sobre las baldosas
que sacaban de la bomba y otras dos barrían frenéticamente con la escoba,
limpiando a conciencia. Conversaban y reían, felices. Hacían planes para el
atardecer. Rosa soñaba en voz alta: “ojalá que venga Juan”. “Si se entera papá
que estás pensando en él, te va a encerrar en el cuarto y te vas a quedar sin
bailar” -opinó Luisa seriamente. “Vamos, vamos, que
todavía tenemos que barrer el patio y ordenar la cocina” - las apuró Berta. Sí,
vamos! Que después hay ayudarle a cocinar a mamá” -acotó María.
Y así
fue. Al rato asomó doña Filomena rezongando porque ya era tarde y nadie estaba
haciendo nada en la cocina. La norma en la casa era almorzar a las doce en
punto del mediodía, cuando sonaban las campanas de la iglesia: momento en que
todos paralizaban su actividad para rezar el Ángelus. Y las muchachas sabían
que las costumbres se cumplían a rajatabla. Por eso, sin refunfuñar pero sí
controlando a duras penas su ansiedad, obedecieron a su madre. Rosa comenzó a
pelar papas, Berta cebollas y Luisa comenzó a reunir ingredientes para preparar
una pasta, mientras María se dirigía a la quinta a buscar las verduras que
faltaban para elaborar el menú.
Luego
del almuerzo, la vivienda quedó en silencio. Poco importaba que fuera sábado y
las muchachas tuvieran planes para esa jornada. Nada alteraba el orden habitual
de los habitantes de la casa. A nadie se le hubiese ocurrido revelarse ni
contradecir las normas. Por respeto a los padres y a las buenas
costumbres.
Los
sábados a la tarde, después de la siesta y del mate, venía el momento del baño.
Se calentaba agua en la cocina a leña en cuanta pava y tarro hubiera en la
casa. La tina era un enorme fuenton confeccionado de chapa en la localidad y el
cuerpo y la cabeza se lavaban con jabón casero que elaboraba la abuela tras
cada carneada.
Habiéndose
bañado y concluida la cena, que se desarrollaba con el toque de las campanas de
la iglesia, a la hora del atardecer, las muchachas, que vivían en la calle
central del pueblo y eran hijas de una familia de un pasar económico holgado,
sacaron la radio a la galería. La trasladaron entre Berta y María y con
esfuerzo la colocaron sobre una mesita instalada en un rincón, para que no
moleste, en el momento de bailar. La encendieron y subieron el volumen.
Ahora
solo cabía esperar que llegaran las primas, los primos y las amigas y los
amigos invitados. Y todo estaría listo para otro sábado de baile y diversión.
(Autor: Julio César Melchior).
Un parto difícil en las colonias de antaño
Los gritos se escuchaban hasta en
el galpón, donde las mujeres se habían llevado a los niños para que no se
percataran del nacimiento de un hermanito. Después se les diría que los trajo
el arroyo o que nació de un repollo. Pero los gritos eran cada vez más fuertes
y desgarradores y los niños, asustados, preguntaban insistentemente que le
pasaba a su hermana que gritaba de esa manera tan terrible. Las mujeres,
también desbordadas por la angustia, los
consolaron diciendo que tenía un fuerte dolor de barriga por comer demasiadas
ciruelas verdes. Los niños se miraron estupefactos, prometiéndose nunca más
volver a probar ciruelas verdes. Sabían, por propia experiencia, que, a veces,
generaban una descompostura, pero nunca se les pasó por la cabeza que unas inocentes
ciruelas inmaduras podían llegar a generar semejante dolor de panza.
Los
gritos continuaron implacables hasta que llegó doña Berta, con su habitual
atuendo negro y sus casi ochenta años a cuestas, y todas las mujeres que
estaban dentro salieron corriendo al patio a buscar palanganas, agua y a bajar
alguna toalla del tendal.
Los niños cada vez entendían menos. Qué estarían haciendo dentro de la casa para necesitar tantas palanganas, agua y toallas? -se preguntaban anonadados. Qué nueva manera de curar había descubierto doña Berta? Ellos sabían que curaba el empacho, el mal de ojo y que entregaba yuyos para diferentes dolencias pero jamás supieron de algo así.
Los niños cada vez entendían menos. Qué estarían haciendo dentro de la casa para necesitar tantas palanganas, agua y toallas? -se preguntaban anonadados. Qué nueva manera de curar había descubierto doña Berta? Ellos sabían que curaba el empacho, el mal de ojo y que entregaba yuyos para diferentes dolencias pero jamás supieron de algo así.
Media
hora después, los gritos pasaron a ser cada vez más pausados y menos terribles.
Paulatinamente el dolor de panza se le está pasando -pensaron los niños al
advertir que las mujeres que los mantenían lejos de la casa, también respiraban
aliviadas.
Y súbitamente los gritos cesaron. El silencio fue
tal, que todos se miraron temiendo una fatalidad. Las mujeres comenzaron a
observar la casa. Los niños hicieron lo mismo. Nada. Silencio absoluto. Total.
Una lágrima amarga empezó a caer… pero, a mitad de camino, se transformó en
alegría, cuando escucharon el llanto de un bebé. (Autor: Julio César Melchior).
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