Rescata

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miércoles, 31 de marzo de 2021

Se presentó la muestra de arte “Las guerreras nunca mueren” en la Sala Bicentenario. La obra ilustra un poema del escritor Julio César Melchior

La obra ilustra un poema del escritor Julio César Melchior que podrá recorrerse hasta el 30 de abril de lunes a viernes de 7 a 14:30, en la Sala Bicentenario del Mercado de las Artes “Jorge Luis Borges”. Obras magníficas realizadas por artistas suarenses que expresaron a través del arte la lucha que llevan adelante las mujeres contra la violencia de género –expresa el artículo de prensa difundido por la Municipalidad de Coronel Suarez.

Organizada por la Dirección de Gestión Cultural y Ceremonial, a instancias de la publicación realizada por el escritor suarense Julio César Melchior quedó inaugurada el último lunes (29 de marzo), en la sala Bicentenario del Mercado Municipal de las Artes “Jorge Luis Borges”, la muestra de arte “Las guerreras nunca mueren”.
En la oportunidad el director de Gestión Cultural Marcelo Castorina destacó el honor de contar con la participación de renombradas artistas locales que se sumaron con su arte a la convocatoria en el marco del Mes de la Mujer.
Por su parte, el escritor Julio César Melchior agradeció a las artistas suarenses que participaron del proyecto subrayando que con su magnífico arte le dieron “visibilidad” a una problemática que atraviesa a toda la comunidad.
“Es importante el compromiso de todos en hacer visible esta problemática social para que cambie de una vez”
Cabe destacar que Melchior fue seleccionado como semifinalista del concurso literario organizado por la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires, en el marco del Festival Internacional “Grito de Mujer”, con el poema “Las guerreras nunca mueren”.
Las artistas que participaron para ilustrar la obra de Melchior fueron: Elsa Felipovich, “Una y otra vez como el Ave Fénix”; Adriana Schwindt, “Resplandecer IV”; Guillermina Victoria, “Majaderío”; Andrea Lazaro, “Esposada”; Alicia Muschong, S/N; Nilda Susana Azolina, “Clamor”; Zulma Asla Etcheverry, “Queremos ser libres”; Graciela Ponchik, “Resurgidas”; Agustina Garros, “María Magdalena”; Silvia Stork, “La danza de la libertad”; Karina Schwerdt, S/N y Raquel Gonnet, “Ave Fenix”.
Sumado a la muestra, María Silvina Pane y María Silvina Díaz recibieron un certificado por haber presentado una obra literaria en el concurso organizado por la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires, siendo también finalistas.

domingo, 28 de marzo de 2021

Las comidas de la abuela: Wückelnudel, Maultasche, Kleis, Kreppel, Dünnekuche, Strudel y muchas más

La abuela elaboraba sabrosas comidas, que luego continuó haciendo mi madre. La abuela las elaboraba en la cocina a leña o en el horno de barro y mi madre, en la cocina a leña, porque el horno de barro se dejó de usar, cuando los abuelos murieron.
Y actualmente, las nietas prosiguen cocinando y horneando los mismos platos, pero en la cocina a gas. Distintas generaciones, distintas épocas, pero las mismas comidas realizadas siguiendo los pasos de las mismas recetas que nuestros ancestros se llevaron de Alemania al emigrar a orillas del río Volga y luego trajeron consigo al llegar e instalarse en la Argentina.

Mi infancia en las colonias de antaño

Recuerdo, en esta hora de la tarde, en que lentamente llega la noche y las estrellas asoman en el cielo, los atardeceres de antaño en que junto a mis padres nos sentábamos alrededor de la mesa grande, de madera, en la cocina, bajo la luz de un farol, a cenar Wickelnudel, luego de que mi padre rezara agradeciéndole a Dios el alimento que íbamos a consumir. Recuerdo las largas sobremesas, con mi tío tocando el acordeón, papá cantando, la abuela y mamá lavando los platos y después tejiendo medias. Recuerdo mi infancia, allá en la colonia, en la casa de adobe, donde fui tan feliz, y profundas lágrimas comienzan a rodar por mi rostro, llorando un tiempo que se fue para no volver.

sábado, 27 de marzo de 2021

Nuestras abuelas cocinaban las comidas más ricas. He aquí la historia de su legado

Nuestras abuelas cocinaban verdaderos manjares y lo hacían con productos cotidianos, con manteca, crema, quesos y leche, que ellas mismas ordeñaban y producían, y verduras, hortalizas y frutas que ellas plantaban y regaban con sus manos y su sudor.
No compraban nada. Todo se hacía en casa. Absolutamente todo. Se cocina en la cocina a leña o se horneaba en el horno de barro, construido cerca de la vivienda. La leña podía ser desde bosta de vaca, los tallos de las plantas de girasol, de maíz, de cardo, y ramas secas de lo que naciera a orillas del arroyo.
Las fuentes también se fabricaban en casa, con chapa, porque la cantidad que se horneaba era abundante, porque abundante eran los integrantes de la familia que había que alimentar, entre los numerosos hijos, que la mayoría de las veces, superaba los diez, más los abuelos y algún pariente, sin familia, que compartía el mismo techo.
Nuestras abuelas atesoraban en su memoria prodigiosa decenas y decenas de recetas, que rescato en mi libro "La gastronomía de los alemanes del Volga". Recetas que se llevaron consigo al emigrar de Alemania, conservaron en Rusia, en las aldeas fundadas a orillas del río Volga, y luego trajeron consigo a la Argentina. Conservando siempre los mismos ingredientes. Recordando cantidades y proporciones. Legando a sus hijas las recetas y así pasándolas de generación en generación. Hasta que, un día, me impuse a investigar, rescatar y revalorizar la gastronomía de nuestras queridas abuelas alemanas del Volga.

Así vivían nuestros abuelos

Vivíamos en una casa de adobe muy precaria. Cuando soplaba viento fuerte nos metíamos debajo de la mesa y de las camas del miedo que teníamos de que se volara el techo. Las chapas hacían un ruido terrible. Pasamos muchas madrugadas temblando de pánico. Éramos tan pobres que tengo que confesar que pasamos frío y hambre. Comíamos pan casero untado con grasa espolvoreada con azúcar, cuando había azúcar y sino así no más. Varias noches vi llorar a mi madre en silencio mientras veía como sus hijos nos repartíamos la poca comida que había para cenar. A veces, muchas veces, no alcanzaba para llenar la panza de todos. Mamá y papá se quedaron muchas noches sin cenar. Nunca voy a olvidar sus miradas tristes y sus ojos llenos de lágrimas, sufriendo de hambre, de dolor y de impotencia por no poder darnos una niñez mejor. Mi pobre padre trabajaba todo el día en un campo cerca de la colonia pero lo que le pagaban no alcanzaba para alimentarnos y vestirnos a todos: mamá, papá y diez hijos. Además, los ricos de la colonia tampoco eran tan generosos como para pagar un sueldo acorde a lo que papá laburaba. A veces, nos ayudaban los vecinos, con lo que les sobraba, que tampoco era tanto. Llegaban con fuentes de guiso, sopa, chorizos o pedazos de carne de alguna carneada. Esos días eran de fiesta para nosotros. Comíamos hasta reventar.
La ropa pasaba de un hermano a otro y hasta que llegaba a mí, los pantalones lucían grandes remiendos y las alpargatas enormes agujeros tapados con cartón. En invierno pasamos frío. Jamás tuvimos suficiente leña. Nunca pudieron comprarme un saco. Y de noche, en la cama, nos abrigábamos con mantas que mamá cocía con tela de bolsas de arpillera. Los colchones estaban rellenos de lana de oveja y otros, simplemente de paja de trigo. Los varones dormíamos en una sola cama y las mujeres en otra. Nos dábamos calor unos a otros. Tampoco había demasiado lugar. La casa era pequeña. Una cocina y dos ambientes. El lujo no existía. Una cocina a leña para cocinar y calentar el ambiente cuando sobraba leña, una mesa de madera grande, unas cuantas sillas, un mueble fabricado por papá para guardar los enseres de cocina y apenas una o dos chucherías más. Del techo colgaba una lámpara a kerosén para alumbrar las oscuras noches de invierno.
Sufrí mucho y, sin embargo, recuerdo mi infancia con cariño. Siento nostalgia al hablar de ella. Añoro aquellos años en que la vida era simple y en que éramos felices con poco o casi nada. Recuerdo que recibir un plato de comida de un vecino de algo que no comíamos hacía tiempo, se transformaba en una fiesta. Valorábamos mucho todo. Sabíamos que todo costaba mucho sacrificio. Las cosas no caían del cielo. Había que trabajar y esforzarse para tenerlo. Y había que hacerlo desde muy niño. Yo empecé a trabajar en el campo a los ocho años. Ayudaba a mi padre en todo lo que podía. Terminaba cansado. Destrozado. Pero no me quejaba porque sabía que ese era mi deber y eso era lo que se esperaba de mí.

domingo, 21 de marzo de 2021

"¡Quiéreme mucho, hijo mío!" -me pidió mi madre.

Tenía en los ojos el celeste del cielo pintado con crayones de ternura; eran diáfanos y transparentes como un amanecer de verano; claros y puros como bellos y dulces el mirar de los ángeles; comprensivos como solo los de una madre pueden serlo.
Tenía en la mirada la dignidad que conceden los valores más nobles, esos que nos llenan el alma de fortaleza en la hora más difícil y dramática y nos hacen levantar y volver a empezar una y otra vez y otra vez y otra vez...; esos que nos abrazan sin necesidad de palabras; esos que nos iluminan el espíritu aun en la soledad y en el recuerdo; esos que nos hacen llorar amargamente cada vez que rememoramos la niñez y pensamos en mamá y evocamos aquel día en que, próxima a morir, nos pidió: “No me olvides. Piensa en mi. Recuérdame en los momentos difíciles. No mires hacia atrás, hacia el pasado, porque siempre estaré a tu lado acompañándote. No me llores. Pero, por favor, no me dejes morir en el olvido. No quemes las fotografías ni tires los objetos que atesoro en mi caja de memorias. Consérvalas. Algún día me extrañarás y agradecerás haberlas guardado porque te servirán para aplacar tu nostalgia. Y una última cosa te pido: quiéreme mucho. Hoy, mañana y siempre... ¡quiéreme mucho, hijo mío!”.

La curiosidad de las adolescentes

-Mi mamá me contó que a los bebés los trae el arroyo- reveló la adolescente de 14 años.
-¡Eso es mentira!-interrumpió otra. Nacen de un repollo en la quinta.
-Mi hermana me dijo que vienen del cielo-sostuvo una tercera de 15 años.
El grupo de amigas estaba sentado en ronda, bajo la sombra del nogal, descansando, balde en mano, de la labor de regar la huerta.
Eran cuatro, entre 13 y 16 años. Todas habían visto surgir en sus hogares a muchos hermanos. Todas se enteraron recién cuando escucharon llorar al bebé en la habitación donde se habían encerrado su madre, que gritaba angustiada, la comadrona para curarla de su ataque de nervios, y varias mujeres con palanganas con agua caliente y toallas.
La adolescente de 16, las observaba escuchando atenta y reflexiva. Necesitaba saber la verdad con urgencia. La apremiaba el tiempo. Iba a casarse dentro de un mes y necesitaba saber de dónde vendrían los hijos que soñaba criar.

Una mujer de convicciones firmes

Batió las claras a nieve. Le agregó azúcar. Estaba a punto de comenzar a batir nuevamente cuando ingresó el marido a los tumbos y le arrebató el recipiente y lo arrojó por los aires, yendo a caer el cuenco por la ventana y los huevos a punto nieve desparramados por la mesa y el piso.
La mujer, lejos de amedrentarse, buscó la escoba y comenzó a golpear al borracho. En la cabeza, en la espalda, en las nalgas. Con furia y desesperación. Lo fustigó hasta que sus fuerzas mermaron.
El borracho retrocedió. Tambaleó y cayó al piso.
La mujer salió al patio. Se escuchó que sacaba agua con la bomba. Regresó con dos baldes llenos. Y sin mediar palabra se los arrojó al borracho.
El borracho se agitó como un pez que se ahogaba.
-¡Mamá! Gritó otra mujer que salió de la habitación atraída por los ruidos.
-¿Qué le estás haciendo a mi pobre marido?
-Esto no es un marido. Ni siquiera es un hombre- sentenció la mujer volviendo a tomar la escoba. Si viviera tu papá ya le hubiera dado su merecido.
El hombre se incorporó ayudado por su esposa.
-Sacale la ropa y metelo en la cama y después vení a ayudarme a limpiar el lío que hizo esa bestia de hombre.
La hija y el borracho bajaron la cabeza y obedecieron.
La mujer cascó nuevos huevos en un cuenco limpio, separando la yema de la clara, y se puso a batirlos.
Nada la haría modificar el plato principal de la cena. Y menos el bueno para nada de su yerno.

martes, 16 de marzo de 2021

JULIO CÉSAR MELCHIOR SEMIFINALISTA EN UN FESTIVAL INTERNACIONAL

Un poema del reconocido autor suarense resultó semifinalista en el concurso organizado por la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires en el marco del Festival Internacional “Grito de mujer”.

El poema “Las guerreras nunca mueren” del escritor Julio César Melchior fue consagrado semifinalista en el concurso literario organizado por la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires, en el marco del Festival Internacional “Grito de mujer”, que convocaba a poetas y artistas.
Los trabajos fueron seleccionados en base a la calidad, relevancia con el tema, apego a las bases, subrayando el trabajo literario de mujeres y hombres cuyas palabras rompieran con el silencio y calaran en el corazón de sus lectores.
El lema escogido para el 2021, fue “Guerreras: ¡La violencia no está en cuarentena!” y la selección estuvo a cargo de un Tribuno de Honor de la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires.
“Desde la Dirección de Gestión Cultural de la Municipalidad de Coronel Suárez, felicitamos una vez más al escritor Julio César Melchior por tantos merecidos reconocimientos y logros alcanzados”, expresó el director de Gestión Cultural Marcelo Castorina.

lunes, 15 de marzo de 2021

Mi madre me cuenta de su niñez

Mi madre me habla en alemán. Me cuenta de su niñez en la colonia, de su casa, de sus padres, de la escuela parroquial. Recuerda amigas. Las cita con nombre y apellido. Me detalla dónde vivía cada una. Cómo eran sus hogares. Sus familias. Cuántos hermanos tenían. Cómo eran sus padres. Algunos muy buenos, otros no tanto. A qué jugaban.
Me habla de un universo que ya no existe. De una sociedad que el consumismo devoró. De un pueblo diferente, dónde la solidaridad era algo cotidiano y no una excepción. Donde todos integraban una sola y gran familia. Donde todos se conocían. Donde todos se saludaban. Donde todos hablaban entre sí. Donde todos eran felices con poco. Donde todos compartían todo. Donde todos se ayudaban. Donde todos creían en Dios.
Y mientras mi madre me habla imagino ese pueblo, esa sociedad, y me dan ganas de llorar al comprender todo lo que perdimos.

El eterno amor de las manos de mamá

Las manos tiernas de mamá siempre nos preparaban algo rico para la hora de la merienda. Para comer junto con el mate cocido, el té con leche, leche sola o leche chocolatada, dependiendo del poder adquisitivo de cada hogar. Los Kreppel no faltaban nunca. Los Dünnekuche menos. Y los Strudel, con distintos rellenos, dulces o salados eran una delicia. ¡Cómo olvidar aquellas tardes de merienda, después de regresar de la escuela! Lo mismo se puede decir de los almuerzos de domingo, con la familia toda reunida alrededor de la mesa grande de la cocina. ¡Cómo olvidar los Maultasche, Wickenudel !
Para volver a saborear todos estos platos está mi libro “La gastronomía de los alemanes del Volga” disponible en formato papel. Para obtener mas información escribir por mensaje privado, enviar WhatsApp al 01122977044.

Haciendo tortitas de barro

Las niñas, de ocho y diez años, conversaban animadamente, imitando a la madre y a la tía Elisa, que cada dos por tres repetía “es ist wie es ist” cuando quería decir las cosas son como son, mientras reunían tierra en una vieja y abollada cacerola. La mayor de las nenas se llamaba María y la menor, Ana.
- Ya alcanza de harina – dijo María. Andá a buscar la leche. Ana tomó la lata de duraznos oxidada, que habían encontrado ya no recordaban dónde, pero que siempre les resultaba útil como jarra, se dirigió a la bomba y parada frente a ella, le dijo:
- Señor almacenero, me vende un litro de leche y me lo anota en la libreta, que a fin de mes, cuando el patrón le pague a mi marido, le va pasar a pagar.
Esperó un ratito hasta que el almacenero le respondió afirmativamente. Luego se sirvió un litro de leche bombeando agua en la bomba.
Regresó al lado de María, que tomó la lata/jarra y comenzó a arrojar agua dentro de la cacerola, donde habían colocado la tierra/harina.
Acto seguido, ambas metieron las manos y comenzaron a amasar reconcentradas, como hacía su madre, murmurando: no es fácil la vida de una mujer. Siempre le espera un trabajo, nunca puede sentarse tranquila a descansar, como lo hace el hombre.
Cuando la masa estuvo lista, enharinaron con tierra/harina un trozo de chapa que imaginaron la fuente de mamá, y empezaron a darle forma a pequeñas tortitas y a colocarlas sobre ella.
Luego llevaron la fuente al horno, que era una especie de rectángulo que habían construido con trocitos de ramitas y cubierto con barro, dejando en el interior suficiente espacio para introducir la fuente con las tortitas.
Una vez horneadas, las retiraban con cuidado del horno, las desmoldaban pacientemente de la fuente y las ponían al sol para que se enfriaran, donde las dejaban hasta el día siguiente, para que la masa de barro terminara de secarse y las tortitas pudieran servirse sin que se rompieran. Al día siguiente era domingo, y la idea era servirlas a la hora del mate, cuando llegaran de visita, sus primas, como lo hacían todos los fines de semana.

sábado, 6 de marzo de 2021

Mamá me dijo “mañana es el último día que vas a la escuela” -cuenta la abuela Nélida Gallinger

Mamá me dijo “mañana es el último día que vas a la escuela. Ya tenés edad para trabajar. Tu hermano, a los ocho años, ya ayudaba a su padre en el campo y tu hermana, a los doce, ya estaba trabajando en la casa de doña María, de cocinera. Y vos todavía no hacés nada. Solamente vas a la escuela y perdés el tiempo jugando”.
“Yo no entendía nada. No quería dejar la casa de mis padres para ir a trabajar con una señora que necesitaba una niñera para que la ayuden con sus hijos. Lloré durante toda la noche y le recé a Dios que me ayudara para que mi madre cambiara de opinión. Pero no pasó nada. A la mañana me mandaron a la casa de la viuda Margarita Denk a trabajar. Tenía once años.
“Y así me fui –cuenta doña Nélida Gallinger. Con mi pequeño atadito de ropa y lo puesto. Nada más. Tenía solamente una muda para domingo y otra para trabajar. Lloré durante varias noches. Extrañaba a mi mamá, mi papá y a mis hermanos. Ellos estaban lejos. Yo trabajaba en la ciudad, que quedaba a cincuenta kilómetros de la colonia.
“La señora me hacía cuidar a sus hijos pero con el tiempo me hizo lavar la ropa y planchar. Y yo no podía decir nada porque me iba a echar a la calle y mi madre me iba a retar si pasaba eso. Mis padres necesitaban la plata.
“Mi mamá cobraba mi sueldo y lo usaba para criar a mis hermanos. Éramos seis mujeres y cinco varones. Pasamos mucha pobreza y miseria.
“En esa casa trabajé hasta el día en que me casé, a los dieciséis años, y me fui a trabajar al campo, con mi marido, a un tambo, a ordeñar vacas. Ahí estuvimos veinte años. Hacíamos de todo. Yo era un peón más. Hacía las cosas de la casa pero también ayudaba a mi marido en todo” –concluye doña Nélida Gallinger. 

Historia de los niños tamberos

El reloj sonó a las cuatro de la mañana. Se levantó, se vistió y despertó a sus hijos, Juan, de 14, Luis, de 12, y María, de 11 años. Los niños abrieron sus ojos, estiraron sus brazos, invadidos por una necesidad inconmensurable de continuar durmiendo. Sabían que era pleno invierno y que ni bien sacaran su cuerpo de las gruesas cobijas, un frío helado les envolvería el cuerpo. A esa hora de la madrugada la cocina a leña todavía se encontraba apagada y aunque estuviera encendida, estaba en la cocina.
Lentamente comenzaron a vestirse, sin embargo. Los tres eran conscientes que no tenían manera de escapar a la rutina diaria: las vacas lecheras debían ser ordeñadas. Había que vender la leche. Del dinero de esa venta dependía el sustento de la familia. Una familia que cayó en desgracia, hace dos meses, cuando su padre murió aplastado por un carro, mientras era reparado sin extremar demasiado las medidas de seguridad. El exceso de confianza generalmente se paga muy caro en el campo.
Una vez vestidos y abrigados con gruesos pulóveres tejidos con lana de oveja hilada en la rueca por la abuela, salieron detrás de la madre rumbo al tambo.
Llovía una lluvia mansa pero persistente. El frío parecía cortar la piel. Los niños tiritaban.
Los cuatro, la madre y sus tres hijos, comenzaron a ordeñar bajo la lluvia, chapoteando en el lodo hecho de barro, excremento y orina que los animales iban dejando tras de si mientras eran ordeñados. El rostro y las manos coloradas por el frío. Entumecidas. La lluvia los empapaba, les nublaba la vista. María, la más pequeña, lloraba en silencio. No se quejaba porque sabía que era inútil. Su madre no se compadecería. No se podía dar el lujo de perder a un trabajador: las vacas tenían que estar ordeñadas y la leche en los tarros, puestos en la tranquera, para las ocho, hora en que pasaba el camión de la fábrica de productos lácteos.
Un relámpago cruzó el cielo. Luego otro. Y otro más. Hasta que un diluvio comenzó a caer. Pero nadie interrumpió su labor. La consigna era trabajar con normalidad, ignorando el clima. La supervivencia de la familia dependía de ello y la madre y los tres hijos lo sabían. Y por eso, también sabían, que no les quedaba elección.

La triste historia de Julia

“Nos casamos en la colonia, un jueves y al día siguiente nos fuimos a trabajar al campo, de matrimonio. Mi marido realizaba las tareas rurales y yo tenía que cocinar para los patrones y limpiarles el chalet. Fueron muy duros conmigo. Me trataron muy mal. Me hacían trabajar todo el día. Había pisos en la casa que tenía que lavarlos con cepillo, arrodillada. Y uno no se podía quejar porque enseguida te despedían, te tiraban a la calle como a un saco de basura”- cuenta bajando la mirada. Los ojos se le llenan de lágrimas: “Los patrones tenían un hijo –agrega- que me hacía la vida imposible. Me tocaba toda. Me metía las manos por todas las partes del cuerpo cuando se acercaba en silencio y me agarraba desprevenida, lavando ropa en el lavadero. Fue muy feo. Y no lo podía contar a nadie. Ni siquiera a mi marido. Nos hubieran echado enseguida y nosotros no teníamos a dónde ir. Menos mal que el hijo de los patrones se fue a estudiar a la Universidad. Fueron tres años horribles. Me la pasaba llorando”- confiesa.
Doña Julia llora en silencio, desahogándose.
Luego de unos minutos, dice: “Ahí estuvimos quince años. Nacieron mis seis hijos. Cuando nació mi último hijo, el patrón llamó a mi marido y le dijo que ya no nos podía tener, porque éramos muchos, que él quería un matrimonio más joven, sin hijos. Y nos despidió. Juntamos nuestras pocas cosas y nos fuimos a casa de mi mamá hasta conseguir un nuevo trabajo. Mi marido hizo algunas changas y a los dos meses nos fuimos a trabajar a otro campo, lavando, planchando y cocinando, para los patrones”- remarca. “Mis hijos empezaron a trabajar desde muy chicos porque no se podían quedar con nosotros, al patrón no le gustaba. Decía que nos iba a tirar a la calle si no hacíamos algo y que él no alimentaba parásitos. Y así nos fuimos quedando solos, mi marido y yo”- revela.
“Estuvimos en el campo hasta que lo vendieron, en total treinta años. Después nos fuimos a vivir a la casa de mis padres, que ya no estaban. Mi marido sufrió mucho porque ya estábamos grandes para conseguir trabajo y así fue: hacía changuitas y nada más. Fueron años muy duros. Menos mal que teníamos algo de dinero ahorrado. Mi marido murió de tristeza. No podía estar sin trabajar. Me dejó sola”- sentencia doña Julia llorando, que hoy vive lejos de su casa, lejos de su colonia, en el hogar de su hijo, en otra ciudad, otra gente, otra cultura.

Aventura en la siesta de las colonias de antaño

El niño cortó medio felipe de pan, lo ahuecó y le arrojó dentro abundante terrones de azúcar picados, lo aplastó y mientras le daba un mordisco salió corriendo de la cocina, antes de que su madre lo atrapara en plena tarea de despilfarro de pan y azúcar, rumbo al baldío ubicado al fondo del patio de su casa, para continuar jugando el partidito de fútbol con sus amigos.
Al llegar, cortó un trozo de pan para Luis, Federico y Agustín, incorporándose al partido que estaba en pleno desarrollo. Su equipo estaba yendo al ataque, rumbo al gol que, por el mal cálculo del delantero el balón terminó en la copa de unos árboles, del pequeño bosquecillo que había detrás del arco.
Lo que desencadenó un amontonamiento de niños y una trifulca de reproches que apabullaron al chico que había realizado un disparo tan desafortunado. La pelota no caía. A pesar de los piedrazos que le arrojaron para desestabilizarla y moverla de lugar. Parecía muy satisfecha y decidida a permanecer en la copa del árbol. Lo que obligó al causante del tiro fallido, a subirse al árbol en cuestión, con mucho esfuerzo, cuidado, raspándose la cara, los brazos y las piernas. La tarea le demandó más de una hora. Debajo, alrededor de la planta, los integrantes de los dos equipos, alentaban al valiente e intrépido escalador, gritándole, de vez en cuando, algún consejo sobre qué rama era más segura pisar, y continuar subiendo sin que se cortara.
La bataola de gritos de aliento atrajo al padre de uno de los niños, que se acercó, alpargata en mano, desparramando a alpargatazo limpio al bullicioso grupo, que salió corriendo despavorido en todas las direcciones escapando de la furibunda paliza.
El único pobre angelito que no tuvo otra alternativa que resignarse a recibir una buena tunda de alpargatazos en la cola, fue el niño que estaba trepado en el árbol, rescatando la pelota.

Volver a empezar

Partir y no poder regresar.
Dejar la aldea en el ayer.
Guardar en el recuerdo
rostros de seres queridos.

Navegar el mar desolado.
Llegar a puerto sin esperanzas.
Llevar en los baúles
tristeza y orfandad.

Comenzar de nuevo.
Forjar una aldea en la nada.
Levantar una iglesia,
construir un sueño.

Volver a empezar.
Volver a soñar.
Volver a creer.
Y volver a ser feliz.

La vida de los niños en las colonias y aldeas de antaño

En las colonias o aldeas de antaño, las niñas y los niños comenzaban a vivir una vida de adultos, con todo lo que eso implica, en cuanto a compromisos, responsabilidades y obligaciones, desde muy pequeños. Las edades podían oscilar entre los seis y nueve años. La adolescencia, tal cual la conocemos hoy, prácticamente no existía para ellos. Pasaban, sin escala, de jugar a las muñecas, las niñas, o a los Koser, los varones, a colaborar en los quehaceres domésticos de la cocina o a trabajar a la par de sus padres en las labores rurales. Tareas todas duras y pesadas, con horarios que iban de sol a sol. La escuela quedaba relegada a segundo orden. Todos los integrantes de la familia tenían que trabajar para aportar dinero a la economía hogareña, para mantener, muchas veces, a más de diez hijos.
Las niñas aprendían a cocinar, bordar, tejer, coser, lavar, planchar, a hacer y mantener una huerta, limpiar el gallinero, ordeñar, ocuparse de las aves y los animales domésticos además de alguna que otra pesada y dura tarea que aprendían a la par de sus hermanos varones.
Los niños en tanto, aprendían a andar a caballo, pastorear vacas, ovejas, cerdos, cuando faltaba pasto, porque la lluvia era escasa, a arar, sembrar, cosechar, realizar trabajos de herrería, carpintería, alambrar y muchas otras tareas más.
Tanto a niñas como a niños nuestros antepasados les enseñaban a trabajar y a hacer de todo, desde muy pequeños. La vida no era fácil para nadie.
A todas estas enseñanzas de trabajo, se le sumaban conocimientos de religión, solidaridad, respeto y valores humanos que los transformaban en mujeres y hombres de bien, honestos y trabajadores.