Mi padre se fue despacio, entre
brumas de olvido y olor a morfina. Se fue apagando lentamente, lleno de
pinchazos de agujas de suero que lo alimentaban y de jeringas que le inyectaban
medicamentos. Se marchó consumiéndose en la cama, de tanto peso que fue
perdiendo con los meses que pasó en el hospital. Los ojos vidriosos, el alma
perdida en el cuerpo demacrado. Mirando a la nada, observando sin ver, sin
conocer a nadie.
De vez en cuando hablaba de su
pasado. Recordaba sus tiempos de la niñez. Evocaba a la abuela. Murmuraba malas
palabras en alemán. Retaba, rezongaba, bufaba de dolor y desesperación. Peleaba
con las enfermeras mientras tuvo fuerzas y ánimo. Decía que veía a su papá
junto a la cama, contándole historias del lejano Volga. Explicaba que le decía
que había llegado en un barco, que trabajó mucho, en las aradas, las cosechas,
que lo explotaron los ricos, que lo engañaron y estafaron. Pero que, sin
embargo, salió adelante y crió a once hijos.
En los últimos días jamás nos reconoció. Ni a mis
hermanos ni a mí. Les preguntaba a las enfermeras quiénes eran esos extraños
que se la pasaban sentados alrededor suyo, junto a la cama. Se enojaba con
nosotros. Nos apuntaba con el dedo en señal autoritaria, indicándonos el camino
de salida. ¡Pobre papá! ¡Tener que sufrir tanto después de haber luchado incansablemente
para darnos la vida, la educación y mucho más! ¡Tener que morir de esa manera
tan humillante! Haciendo sus necesidades en la cama, vomitando, llorando de
angustia y dolor; de orfandad y soledad; abandonado del destino y de Dios.