Llegó fatigado. Caminando lento. Como quien arrastra a sus espaldas
la cruz de toda una vida vivida en vano. Los ojos desbordados de tristeza; el
rostro rasgado de filigranas que el tiempo grabó en formato de arrugas. El cabello cano. Las manos temblorosas y
torpes. El cuerpo anciano y frágil como un sueño a punto de desaparecer en el
olvido. Venía del ayer. Del pasado de las colonias. De una época que ya no existe
y que sin embargo, conservaba en el alma como un último refugio al cual
regresar, encontrar consuelo, comprensión, perdón, y un hombro sobre el que
llorar. Pero no quedaba nada de todo aquello. Ni tampoco nadie. Recién en ese
momento entendió que los años no solamente transcurrieron para él sino para
todos. Y que todos vivieron, bien o mal, pero vivieron. Equivocados o
acertados, hicieron lo posible para ser felices. Algunos lo lograron. Él era
obvio y notorio que no lo consiguió.
Sentado en la silla, con sus ochenta años a cuestas, una voz cansina
y apenas audible, abrió su corazón, desgarrando su alma en cada recuerdo. Miraba
hacia dentro, hurgando en lo más profundo de su ser. En esos rincones, poblados
de telarañas, donde uno va sepultando los fracasos para continuar y no caer
para siempre.
Habló. Relató vivencias. Reflexionó. Demostró poseer sabiduría
innata como todos los ancianos que asimilan experiencia y saben transmitirla
sin pasar por petulantes. Pidió comprensión. Dijo que nada le resultó fácil. Que
se fue de las colonias a los dieciséis años. Que los pueblos alemanes le
parecieron muy poco para los sueños que él tenía en aquel entonces. Tenía la
ilusión de volar alto, bien alto… pero cayo de bruces haciéndose pedazos el
cuerpo y el alma. Las personas lo decepcionaron; el amor lo lastimó
profundamente; los sueños fracasaron… Y llegó la soledad. Y quedó solo,
desoladamente solo: él y su nombre, Jacobo Aurelio Resch.
Vagabundo en tierras extrañas, vivió de lo que pudo. Sobrevivió a
miles de tempestades que en más de una ocasión estuvieron a punto de conducirlo
al suicidio. Lloró. Pero el llanto no sirvió de mucho. No se apaga el fuego del
alma ni aun con todo el agua del mar cuando se sufre por amor y se tiene en las
manos y en el corazón los pedazos de sueños hechos añicos.
Contó que caminó por las colonias. Vagó por las calles. Por los
senderos de los recuerdos buscando lugares y seres queridos: familiares,
amigos, compañeros… Y que no encontró a nadie. Solamente en el cementerio halló
varias tumbas con nombres de personas que un día amó. “Sí –reconoció-, que un
día amé, hace muchos pero muchos años pero que no supe valorar en su momento. Ahora,
tarde, demasiado tarde, me doy cuenta cuanto significaron –y todavía
significan- para mi. Pero es tarde para decírselos o para enmendar el dolor que
les causé cuando me marché a la Capital
Federal sin mirar atrás y sin tener en cuenta cuanto
sufrimiento causaba”.
Solo. Sin esposa. Sin hijos. Deambula por la vida. Dice que espera
la muerte. También dice que se hace rogar demasiado, que ya está cansado de
esperarla. Mucho más ahora que visitó
las colonias y no encontró a nadie.
Sonríe forzadamente. Con una sonrisa falsa, porque los ojos están
más tristes que cuando llegó. Remover tantos recuerdos le provocó todavía más
dolor. Y de nada sirven las palabras de consuelo, de aliento, de esperanza.
Está cansado de escucharlas. Porque sabe que las palabras solas, sin afecto,
sin amor, no valen de nada. Como tampoco alcanzan para justificar una vida
vivida en vano.
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