Lenta, pausadamente, con el rostro
mojado de sudor y la ropa húmeda de transpiración, el colono camina siguiendo
el surco que el arado va abriendo en la tierra. Su paso es cansino. El cuerpo
le pesa. Lleva en su interior una carga de dolor, un sentimiento de desarraigo.
El suelo virgen de la pampa le recuerda la indómita estepa del Volga, el viento
y la nieve, la intemperie y la soledad de los interminables días de invierno
esperando el tiempo de la trilla.
“Es otra tierra, otro cielo y otra
patria. Aún somos extraños bajo esta bandera celeste y blanca que nos abrió los
brazos y nos ofrece una libertad desconocida para nosotros. Las colonias
crecen, es cierto, pero todos hablamos en alemán y tenemos nuestras propias
costumbres. Todavía somos extranjeros. Desconocemos totalmente la idiosincrasia
de esta nación. Tres años no alcanzan para construir un nuevo hogar”.
Se siente huérfano, desamparado y
desprotegido en este mundo donde todos los hombres parecen tener una
nacionalidad, un país, un lugar, un pueblo, un pequeño trozo de tierra que
“llaman mi hogar y por el cual son capaces de entregar la vida”.
“Solamente tengo convicciones”
–reflexiona. “Convicciones y fe en Dios. Ojalá mis hijos algún día amen este
suelo, amen esta patria, y tengan el valor de entregarlo todo por ella”.
El colono camina detrás del arado,
ensimismado en sus pensamientos, los ojos húmedos, en las pupilas brillando la
imagen de sus padres que se quedaron en la aldea, allá, allende el río Volga,
despidiendo hijos, y entre esos hijos, a él. A él que intuye que no volverá a
verlos jamás, que comprende que terminará afincado en esta tierra, en las
riveras del arroyo Sauce Corto, en una de estas tres colonias que comienzan a
surgir y año tras año reciben contingentes más numerosos de alemanes del Volga.
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