Rescata

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jueves, 15 de octubre de 2015

El rumor como control social en las comunidades de alemanes del Volga

¡Cuánto daño podía causar un rumor o un chisme!
Sin embargo, más de una vez servía como
control social o era utilizado como un medio
al cual que recurrían  las "autoridades" para
mantener el orden social y moral.
Los habitantes de la localidad eran descendientes de inmigrantes alemanes, que llegaron al país con una cohesión social firme, basada en dogmas religiosos, que tenían su raíz en tradiciones y costumbres milenarias, cuyos rastros se perdían en la noche de la Edad Media. También una historia común de lucha,  esfuerzo y superación. Un pasado de aldea en la mítica Europa y la noble Rusia zarista, de los siervos incultos y los rebeldes cosacos. Habían emigrado dos veces. Primero de Alemania, su tierra natal, la que jamás olvidaron. Y luego de Rusia. País que dejaron sin llevarse nada. Porque nada asimilaron. Ni siquiera el idioma.
Cuando llegaron a la indómita pampa Argentina, a finales del siglo XIX, lo primero que hicieron fue levantar una cruz. Dios estaba por delante de todo. Después recién pensaban en ellos. El cuerpo podía esperar; el alma no. Así surgieron majestuosas iglesias, con altares de mármol de carrara y cálices de oro en el centro de pequeñas localidades. Grandes escuelas parroquiales.  Y sacerdotes y monjas inquisidoras que velaban por la moral, la ética y el buen comportamiento social. El cura predicaba aprovechándose del sacramento de la confesión para enterarse de lo que sucedía y de lo que no pasaba también. Mentirle al sacerdote significaba arder eternamente en el infierno por lo que a nadie se le hubiese ocurrido pensarlo siquiera. Como tampoco no ir a confesarse. Era una obligación moral y un dogma de fe sagrado el ir a contarle todo al santo hombre de la iglesia.
Y el hombre de negro, con su sotana al viento, lo sabía todo. Era el comisario, el juez, el intendente. En una palabra, era Dios. Dios y todos los apóstoles juntos. Porque no había tema, no había asunto, ni público, ni privado, dónde su autoridad fuera apelable o siquiera pasible de opinión. Era la voz de Dios en la tierra. Y la conciencia de todos los hombres y mujeres, niños y niñas incluidos. Porque todo el mundo se confesaba.
Cuando en el secreto inviolable de su confesionario, el cura se enteraba que alguna mujer había dado el mal paso, él la condenaba a rezar treinta rosarios, veinte avemarías, dieciocho padrenuestros y una semana de ayuno, sin carne ni pan. Y si esto no alcanzaba para mitigar los deseos insanos de la oveja descarriada, ponía en marcha una argucia que nunca le fallaba. Echaba a correr el rumor: “María engaña a su marido, se acuesta con Juan”. Porque sabía que las quince viejas que se pasaban el día en la iglesia rezando para que no llegara el fin de la creación, enseguida iban a poner en marcha el andamiaje del control social y moral. A partir de saber la novedad, no solamente se la pasarían una a otra, sino que la desparramarían por todo el pueblo, y después se las ingeniarían para espiar a María y a Juan, haciéndoles notar que algo sabían y que con su proceder innoble estaban mancillando el buen nombre de la localidad. Y la pobre María terminaría por encerrar en cuatro paredes, y ocho llaves de castidad, sus deseos e impulsos sexuales, al igual que Juan, so pena ser desterrados a vivir apartados de aquellos santos varones y señoras de alcurnia, que tenían la frente limpia y el nombre sin mácula.
Pero hete aquí, que un día sucedió algo inaudito. El sacerdote se enteró en el confesionario que estaba corriendo por la vecindad un rumor que lo afectaba a él y a su buen nombre. Se decía que el cura se acostaba con la viuda Elisa. Por eso iba todas las semanas a visitarla y a llevarle la comunión. Y que era mentira que ella no podía salir de su casa porque estaba deprimida por la muerte de su marido.
Indignado, en la primera misa que ofició, el cura se encaramó en el púlpito, y en su sermón fustigó a su rebaño por hablar mal de ese pobre apóstol de la iglesia, que era él, ese hombre que renunció a las riquezas y bienes materiales para servirlos a ellos con humildad y entrega absoluta. Justamente a ellos, persistentes pecadores. ¿Y así le pagaban? ¿De esa manera tan atroz? ¿Tan diabólica? –preguntó a los gritos.
Sin embargo, transcurrido un mes, el cura hizo su valija. El obispo le notificó en una carta que, dado los rumores, era mejor que se marchara del pueblo. Su credibilidad había caído hasta abismos inverosímiles y esto le causaba mucho daño a la imagen de la Santa Madre Iglesia. Por supuesto que el obispo, otro santo varón, no lo iba a abandonar porque unos innobles pecadores mancillaran su buen nombre. Ya lo había designado a otra parroquia.
Antes de marcharse definitivamente del lugar, el cura pasó por casa de la viuda Elisa, a confesarla por última vez.

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