La puerta al pasado se cerró para siempre. |
Mis tías y mis
tíos sacaban y sacaban más y más cosas de la casa. Papeles amarillos, ropa
pasada de moda, sábanas bordadas, cortinas tejidas a crochet, almohadones de
plumas, colchones de lana de oveja… todo iba a parar sobre una gran fogata que
ardía en el fondo de la casa. Emanaba humo negro, oscuro. De luto.
Yo era apenas un
niño y presencié cómo arrasaron con todo. Destruyeron mis raíces. Mis recuerdos.
Me dejaron las manos vacías. Lo que para mí hoy tiene un valor incalculable
para ellos no significó nada. Todo les pareció vetusto. Viejo. Desechable. Lo pasado
pisado –me dijo una de mis tías al descubrir mi mirada devastada que observaba
horrorizado como tío Luis hachaba, haciendo pedazos, un ropero antiguo, una
mesa gastada, sillas heredadas de generación en generación.
Era la época en
que había que deshacerse de todo vestigio que nos remitiera a nuestro pasado
alemán del Volga. Estaba mal visto. Era doloroso soportar como nos trataban. El
prejuicio, la discriminación, la ignorancia de los demás, dolían mucho –se disculpó
muchos años más tarde una de mis tías, anciana ya, que participó de la quema.
No pararon hasta
que la casa estuvo vacía. Solo quedaron las machas de humedad y los rectángulos
oscuros en las paredes, dónde hubo cuadros colgados. Y un eco devastador
repitiendo nuestras voces ajenas. Y detrás de ese eco, un silencio de tumba
profanada.
Así está mejor –exclamó
satisfecha tía Bárbara, al recorrer la casa pasando revista.
Cumplida la
misión decidieron que había llegado el momento de venderla. Todos tenemos
nuestras propias casas –adujo tía Clara. ¿Para qué la queremos? ¿Para juntar
mugre? –preguntó satisfecha de haber encontrado una excusa que no iba a
discutir nadie.
Con tesón inquebrantable
fueron horadando la resistencia de abuela. Ella no quería vender. Y era lógico
que fuera así. Después de todo era la casa de sus padres, la casa dónde había
nacido y había sido feliz. Pero, tanta insistencia, tanto martirizarla diariamente
con “la casa se viene abajo”, que abuela terminó accediendo.
Y la vendieron. Y
se repartieron el dinero.
Los nuevos
propietarios la reformaron. Los que vinieron después también. La modernizaron –dijo
tía Marta.
Y así fue como
la casa de mis bisabuelos desapareció para siempre. Al igual que todo lo que
había dentro.
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