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lunes, 31 de octubre de 2016

Recuerdos de mis viajes en tren rumbo a la colonia, a visitar a mis abuelos

Por  María Rosa Silva Streitenberger

Ante los ojos de un niño, cada acontecimiento es una aventura. Y para mí, las vacaciones, claramente lo eran. Ir a Constitución, a esa estación inmensa, llena de gente, que llega y parte constantemente. Con su arquitectura imponente y gigante, para una niña que la vio dos o tres veces. Un salón antiguo lleno de gente, acercándose a ventanilla, planeando y acomodando, en lo posible, las fechas para el viaje. Y yo, ansiosa porque mamá ya tenga en mano los boletos de la aventura más extraordinaria de mi vida. Salir de la estación con los pasajes en mano, sabiendo que dentro de unos días volveremos, era la antesala al éxtasis.
Armar valijas, preparar lo que comeremos en el viaje (no vaya a ser cosa que muramos de hambre), cerrar todo, desenchufar los artefactos eléctricos, y dejar todo listo para el regreso, ese regreso que yo sentía tan lejano y que no me interesaba. Mi emoción estaba lista para desatarse ni bien cruzáramos el umbral.
El viaje en taxi, la mirada nostálgica de la ciudad que despedía, por unos días, y que cambiaba por la experiencia del campo. Y de nuevo, ante mis ojos, Constitución. Imponente. Hermosa y misteriosa. La espera en su hall chequeando que no nos hayamos olvidado nada y que estamos a horario. Hasta que por altoparlante se anuncia el ascenso al tren, ese tren que llega rugiendo  con la fuerza de mil leones, que se acerca majestuoso, amigable,, pero al que también le tengo terror, terror de que se vaya sin nosotros, de que no nos espere. Acercarme y ver y oler sus vagones, sus luces encendidas esperándonos que lo ocupemos, invitándonos a subir para llevarnos lejos a pasear, a toda prisa, a ese lugar desconocido por mí, a esa colonia donde hablan raro y todo es raro, distinto a la ciudad dónde vivo pero me gusta igual. ¡Ventanilla para mí! Abrirla, asomar la cabeza y sentirme la más dichosa de estar allí, con mi mamá. Comida y ropa en las valijas y saber que nos esperan en casa de mis abuelos tías y primos y un mundo distinto, sin escuelas ni portarse bien, sólo jugar y pasear.
¡Cuánta felicidad me diste querido tren! Agitaste mi corazón más fuerte que la potencia de tu locomotora porque mi corazón estaba cagado de inocencia, de pureza y dicha. Porque sabía valorar el sacrificio de mamá, para ir de vacaciones, el valor de la familia que te espera, la pureza de la vida rural y la simplicidad de la gente trabajadora. No sólo fuiste un medio de locomoción. Fuiste el lazo que une lo que la distancia y el tiempo no logran aniquilar. Fuiste la emoción de un sonido, un vaivén, un olor, me mostraste la belleza del paisaje, el olor a zorrino, el amanecer en el horizonte, la belleza de una bandada de pájaros cruzando el cielo. Lo bonito de ver las vacas pastar. Las luces del pueblo a lo lejos y la generosidad de tus rieles llegado al lugar más bonito que siempre me hizo sentir bienvenida y amada: la casa de mis abuelos.

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