Mamá se levantaba bien temprano, generalmente a las cuatro de
la madrugada, para ayudar a papá a ordeñar las vacas. Después encendía el horno
de barro que estaba detrás de la casa y comenzaba a amasar el pan del día. Sus
manos trabajaban la masa con el palote sobre una mesa de madera curtida, llena
de años y de cicatrices. Amanecía y el rocío caía desde el cielo humedeciendo
su cabello cano. Tanto en verano como en invierno, con heladas o sin ellas, mi
madre siempre se las arregló para tener el pan sobre la mesa a la hora del
desayuno. Ese pan rico para untar con manteca y miel y acompañar el chorizo
seco, las morcillas y los dulces caseros.
En mi alma de niño todavía la veo a mi madre parada junto a
la mesa, en la cocina, cortando rebanadas de pan recién horneadas para su
marido y sus hijos; conservo en mi memoria el aroma a café con leche impregnando
la casa; y el sol asomando en el horizonte, allá lejos, donde mora Dios.
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