La vivienda era precaria, estaba
construida con adobes, revocada con barro, pintada a la cal, y con piso de
tierra. Tenía solamente dos dependencias, una que cumplía las veces de cocina y
otra, de habitación. La única puerta que daba al patio, lo mismo que la que
daba al dormitorio, al igual que las dos ventanas, una para la cocina y otra
para la pieza, estaban pintadas de verde.
El único lujo, y a la vez, el
único confort, que sus moradores poseían, era una cocina a leña, en la que se cocinaban y horneaban todos
los platos que ponían sobre la mesa, y con la que calentaban toda la casa en
invierno.
También
tenían una mesa larga de madera, varias sillas, un enclenque mueble para los
enseres domésticos, una cama matrimonial y otra de una plaza y dos colchones,
que yacían tirados en el piso.
En la
vivienda vivían don Alfredo, su esposa y seis hijos. El mayor tenía trece y el
menor dos años. Ninguno asistía a la escuela. Todos debían aportar, con su
trabajo, en la manutención del hogar. De nada sirvió que la monja superiora
tratara de convencer al hombre de que sus hijos merecían una educación. “Y
quién me ayuda en el campo? Usted?” -fue la respuesta. “Somos muchos en la y
todos quieren comer”.
La
vivienda había sido levantada a unos cien metros del pueblo. Cerca de un
arroyito. Los niños, en verano, junto a la madre, cultivaban una quinta, como
para alimentar a toda la colonia. Cosa que intentaban, porque todos los días,
bien temprano a la mañana, madre e hijos, recorrían el pueblo vendiendo
verduras y hortalizas.
Tenían
una vida sacrificada. Dura. Llena de privaciones. Que, con los años, se
profundizó, porque fueron naciendo varios niños más. La pobreza no parecía un
límite para concebir más niños. Más bien, parecía todo lo contrario.
Tampoco
el poco espacio que había en la casa era un límite para traer más hijos al
mundo. En vez de ampliarla, cosa difícil, ante una situación de humildad tan
extrema, se solucionaba el inconveniente desparramando colchones en la cocina
durante las noches, que generalmente eran compartidos por más de dos niños.
Todos
crecieron sanos y de uno en uno fueron abandonando la casa para luego
casarse.
Finalmente
don Alfredo y su esposa quedaron solos, en la casa de adobe, junto al
arroyito.
Primero
murió don Alfredo, a los 83 años, y unos meses después, lo siguió su esposa.
La
vivienda, de adobe, pintada a la cal, con puertas y ventanas verdes, quedó
sola, a merced del tiempo.
Un
día, transcurridos muchos años de soledad y olvido, un viento fuerte se llevó
el techo.
Y la casa empezó a morir.
(Julio César Melchior).
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