Un sábado a la tarde, doña Ester
y su hija terminaron de bañar a los cinco niños, después de que se bañaron los
hombre de la casa, el marido de doña Elvira y sus tres hijos mayores, que ya
trabajaban en el campo y que, ni bien terminaron de vestirse, enfilaron hacia
la calle, uno a visitar a su novia y los otros dos, rumbo al bar a beber el
clásico vermut con los amigos y a jugar a los naipes.
El marido, don Fermín, se dirigió a la cocina, encendió la radio para
escuchar el noticioso mientras, relajado, tras una larga semana de trabajo,
tomó unos mates en silencio. Doña Ester y su hija, que se llamaba Mercedes,
empezaron a recorrer las habitaciones recogiendo ropa sucia. Al pasar por la
cocina con los bultos, don Fermín les convidaba un mate, alardeando de su
sapiencia como cebador. Doña Ester lo miró fijo pero no dijo nada. Para qué?
Nada cambiaría. La vida era así y seguiría siendo así por toda la eternidad.
Ya en
la patio, se dispusieron a lavar en enormes fuentones de chapa. Soplaba una
brisa fresca.
Mercedes
había cumplido dieciséis años y si bien ella no lo advertía, sus padres ya la
habían reservado como garantía de su vejez. Le dejarían en herencia la casa
como premio al sacrificio. Ella no tendría derecho a tener novio, tampoco a
casarse, ni a tener hijos. Apenas sí el permiso de tener una o dos amigas que,
andando el tiempo, formarían sus propios hogares y la dejarían sola en su
vejez. (Autor: Julio César Melchior)
No hay comentarios:
Publicar un comentario