El gallinero de la abuela no era solo una estructura más al fondo del patio; era el corazón latente de la vida de los alemanes del Volga en tiempos difíciles. Allí, entre el cacareo de las gallinas, el graznido de los patos y el paso ceremonioso de los gansos, se gestaba la subsistencia de la familia.
Este espacio, humilde pero vital, era una fuente inagotable de huevos, imprescindibles para amasar los alimentos tradicionales que tanto añoraban y valoraban nuestros ancestros. ¿Qué sería de los domingos sin esos fideos caseros estirados con paciencia infinita, o sin los reconfortantes Wickel Nudel o Wickel Kleis que calentaban el alma en los inviernos crudos? Cada huevo era una promesa de sabor, un ingrediente fundamental para mantener viva la herencia culinaria que los unía a su tierra de origen.
Pero la función del gallinero iba más allá de la mera gastronomía. Cuando la vida se volvía particularmente difícil, y la escasez golpeaba las puertas, las aves ofrecían su carne como una valiosa fuente de alimento. No era una decisión ligera; cada animal representaba un esfuerzo y un cuidado, pero su sacrificio aseguraba que la familia tuviera algo en la mesa. Era una demostración de la resiliencia y la capacidad de adaptación de estos colonos, que supieron transformar la adversidad en oportunidad, aprovechando cada recurso con ingenio y gratitud.
El gallinero era también un espacio de aprendizaje y de transmisión de costumbres y tradiciones. Los niños crecían observando a la abuela, aprendiendo a recoger los huevos con delicadeza, a alimentar a las aves, y a entender el ciclo de la vida y la muerte en el campo. Estas vivencias cotidianas forjaron el carácter de generaciones, inculcando valores como el trabajo duro, la autosuficiencia y el profundo respeto por la tierra y sus frutos. Así, entre el aleteo y el canto de las aves, se tejía gran parte de la historia y la cultura de los alemanes del Volga en Argentina.