
Amanece. El sol comienza a subir a lo lejos, imponente, en el horizonte. El día es transparente. Diáfano. Claro como los ojos de Joseph, donde sólo brillan sueños y una esperanza indómita. Sopla una brisa leve, como el suspiro de un ángel que se despierta tras una noche larga. Algunas gaviotas surcan el firmamento esperando que el arado abra surcos y surjan de la tierra húmeda los deliciosos manjares que la naturaleza les provee.
Amanece. Un día más como tantos en medio de la pampa húmeda de un partido llamado Sauce Corto. Un día más lejos de la aldea natal, donde permanecen vivos los recuerdos de seres queridos, habitando a la orilla del río Volga. Un día más de trabajo. Como tantos. Como los que ya transcurrieron y como los que vendrán. Iguales pero diferentes. Siempre más ajenos a la aldea del Volga y más cercanos a la colonia de la Argentina. Tan cercanos que los hijos de Joseph ya balbucean algunas palabras en español.
Amanece. Como amanecerá mañana, cuando Joseph se haya ido y sus nietos rememoren su hazaña. Le rindan tributo a su imagen de abuelo inmigrante que llegó al país a hacerse la América, solo, sin más riqueza que un baúl y más tesoro que su fe y su lengua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario