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jueves, 3 de marzo de 2011

Cuando los recuerdos se olvidan

Con el transcurso de los años los recuerdos se transforman en estrellas que iluminan el destino y llenan de constelaciones el cielo de la vida. Se trocan en reflexiones, en memoria que se torna experiencia y sabiduría. Son como pequeños diamantes que el tiempo va esmerilando y día a día se vuelven más y más preciosos e intangibles, más profundos e imborrables, y en la vejez son el tesoro más preciado que ser humano pueda poseer sobre la tierra.
Esto lo comprendió Don Agustín en su ancianidad, cuando se sentó en la vereda de una de las calles de su querido pueblo y comenzó a desinteresarse del presente para desandar el camino color sepia de las remembranzas, de aquellas lejanas y largas jornadas de antaño, cuando niño o joven, cuando la colonia apenas era un puñado de viviendas que se erguían desafiantes entre calles de tierra, en medio de la pampa inmensa, de la no menos inmensa República Argentina. Cuando su madre, canturreando melodías llenas de consonantes alemanas, cocinaba u horneaba las delicias culinarias tradicionales, desempolvando de su memoria las recetas traídas por sus padres desde las lejanas aldeas erigidas a orillas del mítico río Volga, allá en Rusia; cuando muy pocos en la comunidad sabían o entendían una sola palabra en español y construían una gramática nueva en base a un cambalache de vocablos castellanos y alemanes cada vez que había que ir a Coronel Suárez a adquirir lo que en la colonia no se conseguía.
Don Agustín nació a comienzos del siglo XX y murió con el siglo. Vio crecer, desarrollarse y progresar a su amada localidad. La vio pujante. Grande. Hermosa. Con sus calles pavimentadas. Sus obras públicas que la modernizaron. Sus casas elegantes. Pero también descubrió con tristeza que a medida que avanzaba el crecimiento y se mejoraba la calidad de vida, muchas otras cosas iban quedando a la vera del camino de la vida, como útiles en desuso, como muebles pasados de moda. Por ejemplo, algunas costumbres, algunas tradiciones, el dialecto que se iba apagando lentamente, como un susurro perdiéndose en la nada de la indiferencia, y tantas pero tantas otras cosas que el tiempo ya borró para siempre.
Por eso, a los ochenta años, al ver a sus nietos dialogando en castellano, sin comprender ni una sola palabra en el dialecto en que les hablaba el abuelo, y sin apenas conocer las costumbres y tradiciones de sus ancestros, una lágrima amarga rodó por la mejilla apergaminada. Y sin pronunciar palabra, pero seguramente pensando en que su ciclo estaba concluido, se marchó en silencio al reino de los cielos. Feliz porque Dios le dio la posibilidad de ver grande a su querido Pueblo San José, pero a la vez melancólico y triste porque –según dijo antes de morir- “esa grandeza se construyó sobre la pérdida de la identidad que nos legaron nuestros ancestros”.
¿Será así? ¿O todavía estaremos a tiempo de recuperar todo lo que culturalmente perdió no solamente Pueblo San José sino Pueblo Santa Trinidad y Pueblo Santa María? La respuesta está en nosotros. Como también está en nosotros el compromiso de ser fieles al destino y a la identidad que nos legaron los abuelos alemanes arribados a la Argentina desde las lejanas orillas del río Volga. Ojalá todos seamos capaces de asumir este compromiso para trabajar en pos del rescate de este legado, antes de que sea demasiado tarde.

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