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jueves, 10 de marzo de 2011

¡Cuánto tuvo que sufrir mi madre para cosechar un poco de felicidad!

El 15 de octubre de 1931 nació en las colonias esa mujer increíble con la que vivo en la Capital Federal y que no deja de recordar su terruño natal. Que en las tardes, al acercarse el anochecer, sentada en las penumbras, llora en silencio a los seres queridos que enterró, al pasado que dejó en uno de los pueblos alemanes; a sus padres que descansan bajo una tumba en las colonias y a los que no puede visitar para bendecirlos con un poco de agua bendita y entregarles aunque más no sea el consuelo de una oración.

Pobre mi madre querida. Es la segunda de once hermanos, de los cuales solamente quedan con vida ella y dos varones: Luis y José. Todos se han ido para no volver, dejándola sola, sentada en su mecedora, junto a la ventana que da al pequeño jardín, mirando hacia el pasado.
Mi madre viene de una familia humilde, dedicada a las labores de campo. Su padre, Esteban, era agricultor, hombre serio y cumplidor, trabajador incansable, que tenía cien hectáreas, herencia de sus padres. La madre, Felisa, murió poco después de parir a su prole. Las cuatro últimas hijas mujeres en nacer aún eran muy pequeñas cuando esto sucedió, así que mi madre se tuvo que hacer cargo de la casa como hermana mayor que era.
Mientras los hombres salían al campo, ella se ocupaba de los animales, de cuidar el huerto, y de mantener la casa; además de criar a sus hermanas pequeñas. Contaba con la ayuda de sus tías, que le enseñaron a guisar, a zurcir, y a mantener la casa. Aprendió a leer y a escribir, y también algo de matemáticas para poder llevar las cuentas. Sus hermanas iban a la escuela, mientras ella soportaba el peso del hogar.
El tiempo pasó para todos. Las pequeñas hermanas pronto se fueron a trabajar a la capital, y ella, sin nadie ya de quien ocuparse, sintió que era hora de encontrar marido.
Se enamoró de un joven de un pueblo cercano, con quien se casó.
Con el paso del tiempo se trasladaron a otro pueblo, donde continuó trabajando, criando animales; ocupándose del huerto; y educando a sus hijos. Su marido nunca fue un hombre muy trabajador: le perdían los vasos de vino que le ponían sobre el mostrador en el bar.
Y en noches de juerga, juego de naipes y mucha bebida, el marido apostó el campo que mi madre había heredado y lo perdió.
Mi madre lloró desconsolada durante días. Fue doloroso para ella dejar la chacra donde había nacido y donde vivió toda su vida. Abandonar las cosas que su padre le legó fue un suplicio jamás resuelto ni olvidado. Pero bajó la cabeza y acató la suerte y la mala racha de su marido en el juego. Lo perdonó y volvió a empezar en la Capital Federal.
Ambos trabajaron en una fábrica. De ser dueños de cien hectáreas de campo y patrones, terminaron siendo simples operarios.
Con los años llegaron tres hijos. Nada fue fácil. Frente a tanto sufrimiento, tanto desarraigo, tanto dolor y angustia, lograron finalmente ser felices.
Pobre mi madre querida, cuánto tuvo que sufrir para cosechar un poco de felicidad.

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