Estaba solo.
Solo y cansado. Abrumadoramente cansado. Los años le pesaban. Tenía que
aceptarlo: ya no era joven. Había cumplido setenta. Setenta años y estaba solo.
Desdichadamente solo. Como todos. Como nadie. Solo. Su pasado era un recuerdo;
su presente un universo de soledad; y su futuro, la nada. Pasado y futuro los
había sepultado hacía unas horas en el mismo féretro donde descansaba su
esposa. Su existencia actual era una sepultura.
Estaba
sentado a la mesa de la cocina, frente a una botella de vino vacía y un vaso a
medio llenar. En penumbras. La mirada abismada en sí mismo. La cara roja,
perlada de transpiración. De cuando en cuando apretaba las mandíbulas. Único
movimiento. Ese y el pestañeo. Únicos indicios de vida. Casi una estatua. Una
esfinge inmemorial, eterna, ajena a todo. A las tempestades, al paso del
tiempo, a la historia... inmutable. Inexpugnable en su silencio.
Bebió el
último vaso de vino, temblorosa y torpemente. De un trago. Brusco y seco. En un
gesto desesperado y doloroso. Para retornar a la quietud. Neutra. Estoica.
Transcurrió
media hora y la cabeza comenzó a inclinarse sobre la mesa, lenta, inexorable y
fatídicamente. Un ronquido profundo y otra vez el silencio. Un silencio
absoluto.
A su alrededor,
la cocina, a oscuras, reproducía amarillentas fotografías colgadas de la pared:
padres, esposa... un hijo... todos muertos. Muertos como él.
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