Según opinión de las personas honradas de la sociedad,
Fritz tenía una virtud y dos defectos. La virtud: trabajaba como un condenado
para mantener a una esposa que no sentía ningún remordimiento en malgastar el
dinero que su marido ganaba en lujos superfluos e innecesarios. Los dos
defectos: el primero, bebía hasta agarrarse tal peludo que perdía la conciencia
de lo que hacía; segundo, ya en pedo, visitaba a la viuda Analisie para
cabalgar sobre ella hacia un vertiginoso sueño que siempre llegaba muy de madrugada,
cuando, exhausto, quedaba dormido abrazada a las carnes de la mujer.
Todo el pueblo lo sabía. Por eso a nadie le sorprendió
cuando un sábado a la medianoche mientras Fritz bebía en el bar, uno de sus
amigos le comentó:
-Una de estas noches el diablo te va a visitar en la
casa de la viuda para compartir tu lujuria.
Fritz, borracho, lo observó detenidamente, agitó la
cabeza, y con la lengua dura como un cartón, murmuró:
-¡Esos son cuentos de viejos!
Sonrió y continuó bebiendo.
Su amigo también sonrió. Codeó a su compañero y ambos
se incorporaron.
-¿Se van?- preguntó Fritz.
-¡Sí!, es tarde -respondieron casi al unísono.
Salieron del bar. A unos doscientos metros tenían
estacionado un Ford T. Joseph y August, así se llamaban los dos hombres, se
subieron al vehículo para desaparecer en la oscuridad de la noche, dejando en
el traqueteo del motor del Ford T que se alejaba, el balar de una oveja y el
ladrido de un perro.
Fritz terminó de beber. Pagó la cuenta. Tambaleando, y
en zigzag, caminó hacia la casa de la viuda. Marchaba con los ojos lujuriosos y
el cuerpo ardiendo de deseo carnal. Ingresó en la casa y a la cama de la viuda
sin ningún tipo de preámbulos, desvistiéndose en el trayecto, tropezando con
sus propios zapatos, sus pantalones, su calzoncillo... Llegó al borde del lecho
extenuado. Respiró hondo y, como pudo, se tiró encima de la mujer que lo
esperada desnuda.
Comenzaron los jadeos, las risas, el trajinar del
elástico de la cama... Mientras en la puerta del frente de la vivienda entraban
dos sombras, Joseph y August. Arrastraban tres enormes bultos. Con sigilo se
acercaron a la puerta de la habitación donde Fritz relinchaba como un potrillo
brioso a punto de perder el aliento... Lentamente desataron los bultos y los
hicieron ingresar a la pieza. Y fue como si de pronto se hubiese desencadenado
el Apocalipsis. Los amigos de Fritz habían soltado dos carneros y un perro que,
en la oscuridad, los perseguía destrozando la habitación. Los pobres carneros,
en su afán de escapar del perro, se llevaban por delante todos los muebles,
destrozando el ropero, mesas de luz, quebrando incluso una de las patas de la
cama donde Fritz y la viuda, desnudos y perplejos, gritaban desesperados ante
tamaño caos, sin entender ni ver lo que sucedía.
-¡Mi Dios! ¿Qué pasa?- gritó Fritz que, al intentar
salir corriendo, fue embestido por uno de los carneros que le propinó tal
topetazo con la cabeza que lo arrojó contra la pared.
Súbitamente estallaron los cristales de la ventana y
los desorientados intrusos escaparon.
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