El Ford T daba brincos y tumbos volando por el aire, corriendo una
carrera furiosa a ciegas, cruzando el campo arado, en parte lleno de pajas
vizcacheras y hoyos de peludos. A veces, cuando caía luego de volar unos
metros, el ruido era tan estremecedor que parecía a punto de desarmarse. El
alemán que lo conducía era revolcado dentro del habitáculo, como un juguete,
agitando los brazos, cuando podía, a través de la ventanilla pidiendo auxilio.
Se había sentado dentro del Ford T, frente al volante, deslumbrado
por el nuevo invento. ¡Claro, cómo no estarlo! Si era el primer automóvil que
recorrió las calles de la colonia. Y él, como todo habitante de la localidad
quiso manejarlo. Pero cabeza dura y porfiado, no esperó hasta aprender.
Preguntó para qué sirve esto y aquello y aquello y se animó a lanzarse al
camino y así le fue: terminó su trayectoria con la trompa del Ford T dentro de
las aguas del arroyo Sauce Corto.
Al descender, se disculpó ante el dueño justificándose con las
siguientes palabras:
-No encontré las riendas para guiarlo ni para detenerlo. Es una
bestia endemoniada. Le gritaba: ‘¡Alto! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Quieto! ¡Quieto!
¡Quieto, zaino! Pero no me hacía el menor caso. No es como mis caballos que
cuando les grito se quedan parados. Prefiero mil veces mi carro. Es mucho más
seguro”.