En la mente no tenía ideas ni palabras sino imágenes bogando en un mar de
abismos insondables. Y cada una de ellas traía l remembranza de una sensación
que la sobrecogía de angustia. Un golpe en el vientre... otro... otro... y
otro... Hasta que escupió sangre. Es todo lo que recordaba. Un desmayo había
puesto un vacío en el tiempo reciente. Después... después esto. Acurrucada en
un rincón de la cocina, arrojada en el piso, la cara ensangrentada, temblando
de frío y miedo, un miedo irracional y devastador. ¿Por qué? ¿Qué había
sucedido? Sola. Abandonada en la oscuridad. ¿Por quién? No sabe ni lo sabrá
nunca: agoniza. Apenas respira: la sangre la ahoga. Está muriendo; pero no lo
sabe ni lo sabrá jamás. Murmura un nombre. Un sonido leve, desgarrante, rasga
sus entrañas, se abre camino en la garganta destrozada y palpita en los labios
desbordando sílabas de saliva y sangre. “En... rique”. Los dedos se crispan. El
cuerpo se estremece y... nada. Silencio.
Susana murió molida a golpes la noche del 30 de octubre de 1945. Los
hijos la encontraron al levantarse a las cuatro de la madrugada para ordeñar
las vacas. El padre había desaparecido. Nunca lo ubicaron. Jamás se supo el motivo de la tragedia. La
policía ni se interesó en el caso. “¿Para qué”, se encogió de hombros varios
años después el comisario. “En aquel tiempo no se le daba tanta trascendencia a
ese tipo de hechos. Sí, no me mire con esa cara. Mujer y pobre. Antes eso era
una desventaja hasta en la hora de la muerte. El marido siempre tenía razón.
Sus motivos habrá tenido”.
La muerte de Susana fue olvidada de la misma manera que su tumba. Nadie
puede decir con exactitud dónde la sepultaron. Su marido nunca retornó a la
colonia y los hijos, uno a uno, se fueron marchando a hacer sus vidas lejos de
los malos recuerdos.