“Periodo de ayuno y penitencia observado
según la tradición por los alemanes del Volga cristianos como preparación para
Pascua. La duración del ayuno cuaresmal, durante el cual los fieles comían con
mesura, fue establecido en el siglo IV y alcanzaba una duración de cuarenta
días. El periodo de la cuarentena empezaba el Miércoles de Ceniza y se
prolongaba, con la omisión de los domingos, hasta la víspera de Pascua. El
Miércoles de Ceniza se llamaba así por la ceremonia de imponer la ceniza en la
frente de todos los fieles como signo de penitencia. Esta costumbre, introducida probablemente por
el Papa Gregorio I, ha sido universal desde el Sínodo de Benevento (1091). Las
cenizas obtenidas después de quemar las ramas de las palmas del Domingo de
Ramos se bendicen en esa ocasión antes de misa. El sacerdote hacía una cruz en
la frente de los demás oficiantes y de los fieles con la ceniza, mientras
recitaba sobre cada uno la fórmula: “Recuerda que polvo eres y en polvo te
convertirás”.
Párrafos de antiguos textos de la Iglesia
Cuarenta días de ayuno
En el período de Cuaresma (cuarenta
días antes de la Semana Santa), se interrumpían en las colonias toda clase de
espectáculos y casamientos, porque se consideraban inadecuadas las
diversiones, pues eran días de recogimiento y de fervor religioso. Grandes y
chicos se preparaban para evocar la Pasión, Muerte y Resurrección que se
conmemora en la Pascua.
La ley del ayuno la observaban los
antiguos con sumo rigor. No contentos con cercenar la cantidad del alimento,
se privaban totalmente de carnes, huevos, lacticinios, pescado, vino y todo
aquello que el uso común consideraba como una gratificación. Hacían sólo una
comida diaria, después de la misa, que terminaba al declinar la tarde; y esa
única comida solamente consistía en pan, legumbres y agua, y, a las veces,
una cucharada de miel. Con la particularidad que ninguno se eximía del ayuno,
ni aún los jornaleros, ni los ancianos, ni los mismos niños de más de doce
años de edad; tan sólo para los enfermos se hacía una excepción, que debía ser
refrendada por el sacerdote. A estas penitencias añadían otras privaciones,
tales como la continencia conyugal, la supresión de las bodas y festines, de
las reuniones del Consejo del Pueblo, de los juegos, recreos públicos, caza,
deportes, etc. De este modo se santificaba la Cuaresma no ya solamente en el
templo, como ahora, sino también en los hogares, y hasta en todos los lugares
tanto de trabajo como de diversión. Es decir, que el espíritu de Cuaresma
tutelaba la vida de toda la sociedad cristiana aldeana.
Los templos se veían privados durante
los oficios cuaresmales del alegre Aleluya, del himno Angélico Gloria in
excelsis, de la festiva despedida Ite missa est, de los acordes del órgano, de
los floreros, iluminaciones y demás elementos de adorno, los crucifijos y las
imágenes, que se cubrían con telas de color morado. El contenido exterior de
la liturgia acentuaba los cantos graves y melancólicos del repertorio
gregoriano y el frecuente arrodillarse para los rezos corales.
La oración cuaresmal por excelencia era
la Santa Misa, precedida de una procesión.
Las limosnas se
hacían en favor de las viudas, huérfanos y menesterosos, con quienes también
ejercitaban a porfía otras obras de caridad.