En las noches
más frías y en los días más ardientes, es cuando más se ama la albañilería, y
cuando más se siente sobre el cuerpo y aún sobre el alma, la sombra de las
casas, el amor de los muros, la caricia de las piedras labradas.
Ningún oficio
tal alto y tan noble como la albañilería. No tiene alas visibles, pero es el
más alto y el más alado. La albañilería toma la tierra del suelo y la levanta,
y lo mismo hace con los ladrillos: los pone a las alturas. No se cansa de
subir, de hacer música mientras sube, de materializar anhelos y poder soñar,
unos minutos, que su fuego nunca será esparcido por el viento.
Claros y
bellos son los albañiles, con sus cabellos al viento, con sus camisas
ondeantes, con sus pantalones remangados hasta la rodilla, con su olor de
tierra húmeda y su fragancia de madera aserrada, con su golpe en la nube que
pasa y oscurece un momento las plomadas y los andamios.
Trabajan en
sitio más alto y lo hacen con amor, aunque el pan es escaso en sus mesas.
Mientras unen con argamasa palpitante, silban una canción. Caminan por las
tablas tendidas de uno a otro extremo de las construcciones, y las hacen
temblar con los pies anchos y embarrados.
Dios los
contempla desde arriba, desde más arriba, y les lava los rostros con llovizna y
con brisa.
La campana
debe a los albañiles su morada, su nido en la cima de la iglesia. La estatua
debe a ellos su pedestal, la fábrica su chimenea activa y progresista. Los
albañiles dejan en las construcciones lo más hermoso que éstas tienen: el
resplandor humano, la huella de los dedos, el rastro de la sangre. Los
materiales que los albañiles tocan se iluminan con la luz del hombre, que es
insustituible y a la vez fuente inagotable de ternura.