En esta hora solitaria del atardecer, cierro
los ojos y vuelvo la mirada al pasado, y rememoro las horas que pasé sentado
frente al pupitre de la escuela primaria, deletreando sílabas, leyendo las
primeras lecturas del libro de primer grado, aprendiendo matemática, lenguaje,
ciencias naturales, ciencias sociales y tantas otras materias, a medida que los
años me iban aproximando a séptimo grado y al adiós definitivo de la escuela. Y
al cerrar los ojos también recuerdo a personas que esculpieron mi carácter, formaron
mi voluntad, me educaron y me señalaron un rumbo con su ejemplo y dignidad.
Personas como las hermanas religiosas –Hna. Inocensa, Hna. Joela...-, las directoras y maestras –como la Sra. Antonia Pin de
Reser, Marta Prieto, Susana Leonhardt, Mirta Gariglio...;- y tantas pero tantas
otras que inculcaron algo en mi novel espíritu ávido de conocimientos, de
saber, de crecer, de ser alguien, para devolver tanto pero tanto amor y
dedicación.
Pienso en aquel pupitre de la Escuela Parroquial
Santa María sobre el que lloré las lágrimas del primer día de clase, tímido y
vergonzoso de verme rodeado de nuevos compañeros y tener que hablar en público;
sobre el cual también lloré emocionado cuando el último examen de séptimo grado
significaba llegar al final y emprender la despedida: recibir el diploma y
decir adiós para siempre. Y cerrar la puerta a una etapa de mi existencia en la
que debía guardar palabras tales como “cuaderno único”, “cuaderno borrador”,
“tinta china”, “clase de religión”, “recreo”, “guerra de tizas”; y empezar a
olvidar canciones que nunca pude olvidar y que todavía, de vez en cuando,
tarareo en voz baja embargado de nostalgia; y decir adiós al guardapolvo
blanco; dejar de escuchar la campana, su eterno lagrimón de bronce llamando a
formar a fila; y a veces, a cantar el
himno... En una palabra, empezar a convertir todas aquellas hermosas vivencias
en recuerdos inolvidables.
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