“Mi
madre murió sola y dejó una silla vacía que nadie pudo ocupar”.
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Mi madre quedó sola,
muy sola, en la casa donde nacimos. Una cocina grande, tres habitaciones
inmensas, un corredor vacío de chiquillos y las flores marchitas de tanta
soledad y silencio. Camina por los cuartos buscando recuerdos, llorando
nostalgias y añorando un tiempo que ya no ha de regresar.Está viejecita y
triste. Viste de negro. Quedó viuda hace dos años. Sus hijos están dispersos
por el país y ella está sola. Camina encorvada, rosario en mano, murmurando
conversaciones que nadie escucha. Habla sola. Reproduce escenas que el tiempo
se llevó pero su memoria conserva intactas. A veces ríe; a veces llora. A veces
se enoja con el destino. Pero no hay nada qué hacer: nada mitiga la soledad que
le amarga el alma y atormenta su gastado corazón.Esa es su vida, esta
será su existencia de ahora en más hasta el día de su muerte. Los hijos, con
suerte, vendremos a visitarla una vez al año. Y los días irán trascurriendo. Se
harán semanas, meses, años... y un día mamá ya no estará en la casa. Se habría
ido como se fue papá, casi sin darnos cuenta.Entonces, como sucede
siempre, lloraremos sobre su tumba; pero será tarde. Irremediablemente tarde.
Ya no podremos decirle todo lo que no le dijimos en vida ni tampoco compartir
todo lo que no llegamos a compartir porque no teníamos tiempo para ella. Para
nuestra pobre madre que murió sola, en la casa inmensa, la casa que nos vio
crecer, como ella, como mamá, que nos dio todo y nosotros apenas si le dimos un
poco de nuestro tiempo que nos sobraba, porque queríamos crecer, volar, tener
una buena posición económica. Queríamos eso y mamá estaba sola. Muy sola. Y
murió sola. En la cama. Sin decir adiós. Murió de soledad y tristeza.
Julio César Melchior
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