Un profundo y
protocolar silencio reinaba en la sala donde funcionaba la oficina del Registro
Civil. Fuera por respeto al lugar y a la investidura de la persona que lo
presidía o porque quien se encontraba sentado detrás del enorme escritorio
cumpliendo una función que creía fundamental para el gobierno nacional y las
futuras generaciones del país sólo hablaba español y el joven que esperaba ser
atendido sólo sabía expresarse correctamente en alemán, lo cierto era que podía
escucharse nítidamente el zumbar de las moscas que, molestas e insistentes,
osaban posarse sobre los pulcros documentos que se encontraban dispersos sobre
el escritorio.
El empleado del Registro
Civil levantó la miraba, apartando la atención del acta matrimonial que
revisaba para posarla sobre el individuo que aguardaba frente a él. Sin
intercambiar palabra, supo de inmediato para qué venía. Lo delataba el pequeño
bulto, primorosamente envuelto, que la mujer que lo acompañaba traía en brazos,
tiernamente acomodado junto a su seno.
-¿Viene a anotar a
su hijo?, inquirió sin demasiada gentileza protocolar, dejando en evidencia
–mediante una deslucida dicción- que la preparación intelectual distaba mucho
de ser no ya la ideal si no la básica para realizar el menester que debía
llevar a cabo.
El colono asintió
con la cabeza, intimidado quizá, por la actitud presumida y el alarde de
autoridad que hacía gala el funcionario de gobierno que, mediante gestos
ampulosos y soberbios, atrajo hacia sí el libro en el que registraba los
nacimientos y después de hojearlo con rapidez, lo abrió en dos, comenzando a
llenar un acta mientras se formulaba a sí mismo las preguntas de siempre:
“¿día? ¿mes? ¿año?”. Mientras de soslayo, y manteniendo una actitud de hombre
superior, acorde al estatus social y cultural que en su delirio de poder
imaginaba poseer, escudriñaba al padre del recién nacido, que a simple vista se
veía que era uno de esos rusosalemanes que unos años atrás colonizaron la
región, estableciendo tres colonias. “Lo delata la manera de vestir”, pensó.
“Tan anacrónica y particular”. “Y para colmo, no entienden casi nada de
castellano. Con suerte, apenas comprenden unas pocas palabras”, reflexionó imaginándose
la tediosa labor que le aguardaba.
Sin embargo, el
trámite se desarrolló de manera relativamente normal hasta el instante de
inscribir el nombre de la criatura.
-¿Nombre de la
criatura?, preguntó.
El colono,
sorprendido ante el énfasis con que fue formulada la pregunta, respondió en
alemán:
-Mole Siebenhardt.
El empleado,
habituado a este tipo de contratiempos, descifró el apellido. Lo había
escuchado en más de una ocasión. Pero el nombre le resultó totalmente
desconocido.
-¿Cómo dijo?,
insistió mirándolo fijamente a los ojos.
-Mole Siebenhardt,
volvió a ratificar el hombre en alemán.
Viendo que
resultaba inútil persistir en el intento de entender el nombre, bien porque el
rusoalemán no sabía expresarlo en español, lo que era probable, o porque
se sintiera cohibido ante su aplomo y viril autoridad, lo que también era
posible, dado el aislamiento en que viven en sus colonias y el total
desconocimiento que tienen de las leyes argentinas, el empleado del Registro
Civil optó por escribir en el acta de nacimiento lo que creyó justo o lo que
imaginó comprender, y se abocó, fastidiado con la falta de cultura de los
inmigrantes que, según él, invadían el país, a continuar con el trámite. No sin
antes esbozar una leve sonrisa de superioridad. Sin sospechar siquiera el
ridículo que estaba haciendo y que su ineptitud quedaría para siempre en
evidencia en el acta que estaba confeccionando. Porque desde ese día, la
niña que sus padres bautizaron como Amalia, pasó a quedar registrada como Mala.
El funcionario, que no conocía ni una sola palabra de la lengua alemana, pese a
atender diariamente a infinidad de descendientes de alemanes del Volga y a
convivir con ellos, jamás se enteró, por ignorancia intelectual y prejuicios
étnicos, de la barrabasada que cometió al confundir un sustantivo propio con un
adjetivo común y corriente.
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