Vivíamos en una
casa de adobe muy precaria. Cuando soplaba viento fuerte nos metíamos debajo de
la mesa y de las camas del miedo que teníamos de que se volara el techo. Las
chapas hacían un ruido terrible. Pasamos muchas madrugadas temblando de pánico.
Éramos tan pobres que tengo que confesar que pasamos frío y hambre. Comíamos
pan casero untado con grasa espolvoreada con azúcar, cuando había azúcar y sino
así no más. Varias noches vi llorar a mi madre en silencio mientras veía como
sus hijos nos repartíamos la poca comida que había para cenar. A veces, muchas
veces, no alcanzaba para llenar la panza de todos. Mamá y papá se quedaron
muchas noches sin cenar. Nunca voy a olvidar sus miradas tristes y sus ojos
llenos de lágrimas, sufriendo de hambre, de dolor y de impotencia por no poder
darnos una niñez mejor. Mi pobre padre trabajaba todo el día en un campo cerca
de la colonia pero lo que le pagaban no alcanzaba para alimentarnos y vestirnos
a todos: mamá, papá y diez hijos. Además, los ricos de la colonia tampoco eran
tan generosos como para pagar un sueldo acorde a lo que papá laburaba. A veces,
nos ayudaban los vecinos, con lo que les sobraba, que tampoco era tanto.
Llegaban con fuentes de guiso, sopa, chorizos o pedazos de carne de alguna
carneada. Esos días eran de fiesta para nosotros. Comíamos hasta reventar.
La ropa pasaba de
un hermano a otro y hasta que llegaba a mí, los pantalones lucían grandes
remiendos y las alpargatas enormes agujeros tapados con cartón. En invierno
pasamos frío. Jamás tuvimos suficiente leña. Nunca pudieron comprarme un saco.
Y de noche, en la cama, nos abrigábamos con mantas que mamá cocía con tela de
bolsas de arpillera. Los colchones estaban rellenos de lana de oveja y otros,
simplemente de paja de trigo. Los varones dormíamos en una sola cama y las
mujeres en otra. Nos dábamos calor unos a otros. Tampoco había demasiado lugar.
La casa era pequeña. Una cocina y dos ambientes. El lujo no existía. Una cocina
a leña para cocinar y calentar el ambiente cuando sobraba leña, una mesa de
madera grande, unas cuantas sillas, un mueble fabricado por papá para guardar
los enseres de cocina y apenas una o dos chucherías más. Del techo colgaba una
lámpara a kerosén para alumbrar las oscuras noches de invierno.
Sufrí mucho y, sin
embargo, recuerdo mi infancia con cariño. Siento nostalgia al hablar de ella.
Añoro aquellos años en que la vida era simple y en que éramos felices con poco
o casi nada. Recuerdo que recibir un plato de comida de un vecino de algo que
no comíamos hacía tiempo, se transformaba en una fiesta. Valorábamos mucho
todo. Sabíamos que todo costaba mucho sacrificio. Las cosas no caían del cielo.
Había que trabajar y esforzarse para tenerlo. Y había que hacerlo desde muy
niño. Yo empecé a trabajar en el campo a los ocho años. Ayudaba a mi padre en
todo lo que podía. Terminaba cansado. Destrozado. Pero no me quejaba porque
sabía que ese era mi deber y eso era lo que se esperaba de mí.
Maravillosa la forma de volcar en palabras tantas historias vividas!! Es así, tal cual lo relata mi tía Nélida, la forma que vivió su infancia... Así y más triste y paupérrima aún!! Pero sigue intacto su sueño de regresar a "su lugar y con su gente" para cerrar sus ojos allí, el lugar donde conoció el calor de una familia, la seguridad de un hogar, la alegría de lo compartido...
ResponderEliminarGracias, Mariposa, por tu reflexión!!! Un aporte muy personal a la historia!!!
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