Vivir era una responsabilidad desde el
momento que nacíamos. No solamente debíamos ser responsables de nosotros
mismos, sino que cargábamos con el peso de toda la familia desde niños. Cada
integrante del grupo familiar tenía que aportar lo suyo para el sustento
diario. Llevar alimentos a la mesa era toda una odisea. Éramos muchos:
hermanos, mamá, papá, abuelos, algunos tíos, todos viviendo bajo el mismo
techo.
Nosotros éramos catorce hermanos. Mamá y
papá. Dos tías y tíos. Varios primos. Abuelos. Todos sentados alrededor de una
mesa de madera grande. Todos sufriendo calladamente la miseria de ser pobres.
En una casa donde, a veces, faltaba hasta lo más indispensable. Era duro
acostarse y levantarse con hambre. Pero… ¡ojo! ¡Jamás se nos cruzó por la
cabeza salir a la calle a pedir limosna! Eso se consideraba indigno para una
familia trabajadora y honesta. Era una humillación. Si nos daban, por supuesto,
aceptábamos el obsequio; pero pedir nunca.
El dolor me hizo fuerte. El sacrificio
me hizo tener más fe en Dios, que nunca nos abandonaba: apretaba pero no
ahogaba, siempre nos tiraba un salvavidas. Siempre había una luz al final de la
oscuridad. Siempre salimos adelante. Superando mil y una dificultades,
incluyendo la muerte de seres queridos. Pero nada ni nadie logró doblegarnos.
Trabajamos. Luchamos. Sufrimos. Hicimos mucho sacrificio. Y un día, con tesón,
apretando los dientes y el cinturón, logramos sonreír: conseguimos nuestra
casa. Mejoramos nuestra vida. Y a partir de allí, a medida que mis hermanos
iban creciendo, pudimos darles una vida mejor a mis padres y abuelos.
Así crecí. Me hice hombre. Tengo las
manos curtidas, el corazón duro. Trabajo desde los ocho años. No fui a la
escuela. No había tiempo. De niño lloré todo lo que tenía que llorar. Nadie me
consoló; nadie me abrazó ni me dio ternura. Siempre estuve solo. Solo en el
medio de una gran familia que se amaba mucho pero que no lo demostró en ningún
momento. Según mi padre, no hubo tiempo para perder en cursilerías, había que
utilizarlo para solucionar cuestiones más urgentes, como sobrevivir. Trabajar
era lo más importante porque aportaba el dinero para comprar comida.
A simple vista parece que no hubiera
tenido infancia. Pero, sin embargo, la tuve. Tampoco puedo decir que fui infeliz
porque, a mi manera, fui feliz, muy feliz. Eran otros tiempos, con otros
códigos. Recuerdo aquellos años con mucha nostalgia y volvería a vivirlos con
mucha alegría. Extraño tanto a mis padres. Las cenas con ellos, con mis
hermanos, mis tíos, mis abuelos, sentados alrededor de la enorme mesa de
madera, conversando a los gritos, o rezando, o cantando al compás del acordeón.
Sí, a pesar de todo, fui muy feliz y muy afortunado de la vida que Dios me dio.
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