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Anna tenía veintidós años. Sus padres
arreglaron que se casara con un peón que trabajaba en la misma estancia. Un
hombre que solamente conocía de vista. Jamás había hablado con él. No sentía
nada por ese muchacho. Anna tampoco sabía que había que sentir algo para
casarse. No sabía que existía eso que ahora llaman amor. Solamente sabía que
era obligación obedecer lo que le ordenaban sus padres. Ellos sabían lo que
estaba bien para su futuro. Y así lo hizo.
Se casó. Hubo una ceremonia religiosa. Una
gran fiesta con muchos invitados y mucha comida. También hubo música, baile,
alegría. Todos estaban felices. Incluso Anna estaba contenta. Se había casado.
Cumplía con sus padres y con lo que Dios ordenaba para la mujer: casarse y
tener hijos. Y Anna iba a tener, por fin, su propia familia y sus propios
hijos.
Anna no sospechaba lo que le esperaba. La
noche de bodas supo lo que era estar con un hombre. Y no le gustó para nada.
Solo sintió un profundo dolor, como le había dicho confesado su tía. Dolor,
asco y miedo. Mucho miedo. Miedo a que su marido la lastimara con esa cosa que
le metía en el cuerpo. No sintió ese placer del que le habló su hermano. El
acto de tener un hijo la traumó y pasó a ser un sacrificio. Un sufrimiento que
se prolongó durante toda su vida.
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