Rescata

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martes, 17 de junio de 2014

El abuelo que busca el perdón

El anciano sabía mirar. Tenía ojos de iris profundos, que veían más allá de las simples palabras y los gestos. No preguntó nada durante la entrevista, solamente habló, como en un acto de catarsis, como quien encuentra, por fin, el momento y el lugar exactos que tanto buscó para desahogarse. Y se desahogó. Lloró silenciosamente. Y se marchó como vino: dejando en el ambiente un dejo de tristeza y una historia inverosímil grabada en la mente de quien escribe estas líneas.

Dijo llamarse Nicolás Evaristo D. (mostró su documento para confirmar la identidad). Ochenta años cumplidos. Viudo. Seis hijos radicados en distintos puntos del país. Jubilado ferroviario. “Croto moderno por elección”, se calificó al decir que pasaba el tiempo viajando sin rumbo. Tenía pruebas de ello: sacó, de un bolso, fotografías que mostraban decenas de lugares que visitó en los últimos años. “Viajo porque no tengo hogar ni sitio al cual regresar”, agregó. “Tampoco me importa”.
Lo observé contar su historia sorprendido. No hacía falta interrogarlo: hablaba como para sí mismo, como quien se sienta frente a un psicólogo para realizar su catarsis habitual. A medida que las palabras brotaban, la mirada se profundizaba, hundiéndose cada vez más en el alma, adquiriendo un penetrante tono celeste.
“Volví a la colonia para apagar el fuego de mis recuerdos” –prosiguió contando-, me queman el corazón como un incendio. Lo devoran. Ya no soporto más… Pero…” –hizo una pausa, sollozó-, todo cambió. Ya no hay a quién pedirle perdón. Esperé demasiado tiempo para regresar”.
Lo miré intrigado.
“Maté a una persona”, reveló con acongojada crudeza. “Fue un accidente. Fue durante una pelea. Por amor. Por eso me tuve que ir. Escapé con ella”. Escondió el rostro entre las manos. “¡Qué horror! ¡Pagué durante toda mi vida ese tremendo error! Ni siquiera la amaba. Ella salía con otro” –explicó. “Me gustaba; la seduje; el novio nos descubrió… y el resto… lo mismo de siempre: una injuria, una pelea, alguien que cae malherido y la inercia de las circunstancias que me llevó a actuar sin pensar. ¡Pensar!” –exclamó. “Ni siquiera sabía lo que sucedía. Lo único que recuerdo con claridad es que una persona, casi un amigo, cayó malherido; que salimos corriendo, ella y yo… que juntamos nuestras ropas y escapamos. Fue en el año ’50. ¡Una locura! Y lo irónico del destino es que no la amaba. ¡Ni siquiera la amaba!” –repitió con voz ronca y mirada arrepentida. “Vivimos la vida que merecimos vivir. No se puede construir un matrimonio feliz teniendo como cimiento la tumba de un hombre”.
No dije nada. ¿Qué decirle? ¿Qué disculpa inventar? Nada de lo que dijera aliviaría su alma atormentada. Ni siquiera le pregunté los nombres de los protagonistas. ¿Para qué? Ya es demasiado tarde para remediar nada. Y él lo sabía. Sólo buscaba desahogarse, hacer pública su culpa, obtener el perdón de la gente… gente que ya no vive, y los que viven no recuerdan el suceso. Además, y él lo sabe, lo que en realidad busca, es perdonarse a sí mismo. Y eso sólo depende de él, de él y de nadie más. Porque la infelicidad no alcanza para lavar pecados de juventud. Y el remordimiento tampoco.

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