Mamá se levantaba a las cuatro de la
mañana para amasar y hornear pan casero en el horno de barro que papá había
construido en el fondo del patio de casa. Elaboraba el pan diario de cada
jornada bajo la luz de un farol a kerosén. Lo hacía cantando. Con alegría.
Contenta de la vida que llevaba.
Mientras hacía esto, encendía la cocina
a leña, donde comenzaba a preparar la sopa que ingeríamos todos los días como
entrada al plato principal del almuerzo. Era obligación que la sopa hirviera
durante horas, con cuanta verdura se cosechara en la quinta: trozos de
zanahorias, zapallos, zapallitos, papas, repollo, perejil, ajo… y por supuesto,
abundante carne.
Después de terminar de hacer el pan,
mamá lavaba la ropa de toda la familia en un enorme fuentón de chapa,
refregando con sus manos en la tabla de lavar las prendas sucias de tierra y grasa
de los hombres que trabajaban el campo. Las colgaba a secar al aire libre, a
merced del viento, en largos hilos de alambre, tensados a lo ancho de la parte
trasera del patio.
Era una tarea ardua y prolongada en la
que colaboraban todas las mujeres del hogar, sin distinción de edad, así
tuvieran veinte, quince o nueve años: era obligación so pena de castigo, sacar
de la bomba el agua, acarrearla en grandes baldes, para que mamá pudiera
realizar su labor.
Terminado ese menester, mamá comenzaba a
preparar el plato principal del almuerzo: Kleis mit Sauerkraut, Wickelnudel… o
algún otro manjar tradicional que andando el tiempo y la vida nunca nadie
volvió a saborear con el mismo placer.
A las doce, cuando sonaban las campanas
de la iglesia para rezar el Ángelus, toda la familia se sentaba alrededor de la
larga mesa de madera de la cocina. Papá rezaba agradeciendo a Dios el alimento
y el bienestar en que desarrollábamos nuestra existencia. ¡Y a comer! Mamá,
papá, los abuelos, los tíos… Las personas mayores conversaban con gestos
adustos y serios sobre temas que no incumbían a los niños, que debían
permanecer en silencio. Nada de hablar en la mesa y de tener que hacerlo, a las
personas adultas se las trataba de usted.
A la tarde, mamá y los hijos, concurrían
al campo a ayudar a papá, a arar, sembrar, cosechar… Dar vuelta la quinta con
la pala, carpir… Juntar bosta de vaca para quemar en la cocina a leña…
Alimentar los cerdos, las gallinas, patos, gansos, pavos… Las vacas lecheras…
Las ovejas para consumo…
El trabajo parecía no terminar nunca.
Al atardecer, mamá y sus hijas, luego de
bajar la ropa de los tendales, comenzaban las largas horas de planchar la ropa
con las planchas a carbón. Almidonar los cuellos de las camisas… Zurcir las
medias y remendar las prendas con parches de tela, sin importar el tamaño y
cuanto se notara. Eran otros tiempos, en que las camisas y los pantalones
remendados, se lucían con orgullo, porque eran símbolos de trabajo, muestras
evidentes de que quien las vestía trabajaba de verdad.
Después mamá empezaba a preparar la cena
a la par que amasaba y freía Kreppel en una sartén con abundante grasa, que
comíamos espolvoreados con mucha azúcar, y acompañados de unos ricos mates.
Llegada la hora de la cena, papá volvía
a rezar. Se repetía la misma escena del almuerzo: las personas mayores
conversaban y los niños permanecían sentados en silencio, saboreando la última
comida del día.
Concluida la cena, y lavados los platos,
se leía algún pasaje de la Biblia, se rezaba y se cantaba en alemán. El abuelo
buscaba la verdulera para tocar canciones llenas de nostalgia que rememoraban
viejos amores, seres queridos que se quedaron para siempre esperando allá en
las aldeas del Volga, en Rusia…
Mamá, ajena a todo, sentada en un
rincón, cerca de la lámpara a kerosén, tejía con cinco agujas, guantes y
medias, pensando en vaya uno a saber qué cosa.
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