Las
tardes de las colonias, en la década del setenta, se deslizaban lentas. Sólo el
arrullo de las palomas estremecía el silencio. Después de la siesta salíamos a
jugar. El rito lo completaba una naranja o una manzana. Pero el momento de
mayor emoción llegaba con el regador. El motor del tractor se escuchaba desde
lejos como un inconfundible rumor opacado por el ruido del agua y su presión.
Inmediatamente corríamos a sentarnos en el borde de la vereda, calculando si el
chorro nos alcanzaría o pasaría apenas salpicando.
Todo
dependía de la presión que el chofer le impusiera. Si con suerte venía uno con
ganas de divertirse, aumentaba la presión; entonces, el chorro crecía hasta
cubrir la mitad de las veredas obligándonos a escapar y pegar la espalda contra
la pared entre risas nerviosas. Claro que alguno de los varones aceptaba
gustoso el reto y se dejaba envolver por el enorme chorro, mientras las chicas
gritaban con una mezcla de horror, admiración y algo de envidia. Tras el paso
del tractor, el barrio quedaba perfumado por el inconfundible aroma de tierra
mojada.
Melancólicos
recuerdos que todavía sobreviven como sobrevive, pese al avance tecnológico y
al crecimiento de las colonias, el regador. Las décadas han trascurrido, he dejado
de ser un niño, pero en mi alma aún perdura aquella sonrisa pícara de querer cometer una travesura cada vez que veo pasar
el regador.
Si Julio tal cual lo describes!!!! Yo vivía en la provincia de Córdoba y haciamos lo mismo!!! Cuantos recuerdos...
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