Por Carlos Emilio
Araujo
Fuente: “Tango
y Cultura Porteña”
FM 97.9 Radio Cultura.
Emisión Nº 24.
11 Octubre de 1999
Comenzábamos
la escuela primaria cursando el primer grado inferior. Era todo un
acontecimiento el de colocarse el guardapolvo blanco, planchado y almidonado.
Zapatos de cuero lustrado, si se tenía la buena suerte de tener un par, o
simplemente alpargatas, si se tenía la mala suerte de ser pobre, como la
mayoría de los chicos de las colonias; y un peinado impecable. Así se salía de
casa pero al regreso, al guardapolvo le faltaba un botón, tenía manchas por
todos lados y estaba casi deshecho.
En
los primeros meses no se usaba tinta; sólo se escribía con lápiz negro, empezando
con los palotes y luego las letras. El libro de lectura nos introducía en la
maravillosa aventura de aprender a leer: “mi mamá me ama”.
La
cartera escolar, colgada en bandolera, era de cuero, delgado o grueso y alojaba
los elementos imprescindibles para las tareas diarias, que se realizaban de
lunes a sábados. Cuaderno borrador y cuaderno de clase; libro de lectura y
Manual del Alumno; caja de útiles de madera donde guardábamos lápiz, lapicera
con su pluma cucharita o cucharón, sacapuntas tradicional o aquel otro que
usaba hojitas de afeitar ya utilizadas; compás, limpia plumas elaborado con
recortes de género unidos con un botón central; goma de borrar para lápiz y
tinta; el papel glacé y el papel secante. Goma de pegar; lápices de colores en
cajas de 6 o 12 unidades.
Las
escuelas parroquiales eran parecidas entre sí: rigor, orden y autoridad. Las escuelas
estatales, en la época de Perón, nos ofrecían un riquísimo desayuno consistente
en una taza de leche chocolatada acompañada de un pancito: un majar que hasta
ese momento nunca habíamos tenido la dicha de saborear.
Durante
los recreos, nos divertíamos con juegos de figuritas redondas de chapa, la
payana, la rayuela, las bolitas, y tantos otros juegos que hoy desaparecieron
para no volver.
Toda
esa algarabía se detenía al sonar la campana. Al primer toque, silencio y al
segundo, cada grado formaba frente a la campana, para ingresar en forma
ordenada. Nos alineábamos en 2 filas, estableciendo la distancia de un brazo
extendido entre uno y otro.
Con
la escuela llegaban los piojos. Y como siempre fueron problema, las religiosas
con dos lápices, nos revisaban la cabeza y a los portadores, se les indicaba
que concurrieran con sus padres, a fin de informarles sobre la novedad; el
examen de las uñas y de las rodillas, completaban la tarea.
La
religiosa pasaba lista y a la respuesta de “Presente”, nos parábamos para
identificarnos. Los bancos del aula eran de madera, para dos alumnos, con un
tintero en el medio. El paso de los años se apreciaba en las innumerables
marcas e inscripciones que tenía, dificultando muchas veces la escritura.
El
pasaje del lápiz a la tinta era un acontecimiento especial: a partir de ese
momento los dedos cambiaban de color y las manchas de tinta no nos abandonarían
durante años, con el agregado de manchas en los cuadernos y en el guardapolvo.
Ahí conocimos el valor agregado de la goma de borrar, el papel secante y el
limpia plumas.
En
el aula, las tareas asignadas a la lectura en voz alta y a los trabajos
manuales, unido a las horas de ejercicios físicos, siempre despertaban nuestro
interés. Durante la semana de fiestas patrias, las aulas se adornaban con
motivos alegóricos; inducidos por la religiosa colaborábamos en su confección
(en realidad nuestros padres) conjuntamente con el ayudante de la religiosa, un
alumno seleccionado por sus condiciones, para secundarla en sus tareas.
El
día de la fiesta, una de las religiosas pronunciaba un discurso incomprensible
e interminable. Todos lucíamos la escarapela en la zona izquierda del
guardapolvo, en el “sitio del corazón”. Al finalizar el acto recibíamos alguna
golosina y todos nos marchábamos a casa felices y orgullosos de ser argentinos.
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