Doña
Rosa Margarita Walter era una anciana de cabellos canos. Tenía un rostro
curtido de arrugas. Ojos claros como el cielo. Labios en los que apenas surgía
alguna que otra sonrisa. Había cumplido noventa y dos años cuando murió. Se
llevó en su ataúd, además de su Biblia y su rosario negro, la historia de su
familia, de su localidad y de su propia vida. Lo poco que sobrevive de ella es
lo que confesó a Periódico Cultural Hilando Recuerdos una tarde de invierno de
hace ya unos cuantos años.
“Nací
y me crié en el campo, lejos de la colonia. Entre las vacas, el barro y el
trabajo duro –narró en su momento doña Rosa, con lágrimas en los ojos.
“Mis
padres eran tremendamente severos. Mi papá me pegaba con el cinturón cada vez
que se le antojada o estaba enojado por algo. Mi niñez estuvo llena de
obligaciones. No se me permitía jugar. Siempre tenía que hacer alguna tarea. A
los diez años tuve que empezar a ayudar a regar la quinta de verduras y a la
mañana, bien temprano, a las cuatro de la madrugada, tenía que levantarme para
colaborar a ordeñar las vacas. Yo no quería. Lloraba. Pataleaba. Porque sentía
frío, porque se me helaban las manos. Porque tenía miedo que una vaca me
pateara, como una vez sucedió: me lastimó la pierna hasta hacérmela sangrar.
Pero no había caso. Mis padres no me escuchaban. Cuánto más lloraba y gritaba,
más me pegaban para que me callara la boca y obedeciera.
“A
los doce años me pusieron de niñera en la casa de una familia rica. Yo
trabajaba y mamá recibía el sueldo. Allí pasé de todo. Me humillaron. Me
trataron como una basura. Hasta intentaron violarme. El hijo del patrón, que
tenía unos quince años, me agarró desprevenida cuando estaba tendiendo ropa. Me
tiró al piso, me rompió el vestido, me manoseo, me dio una trompada en la cara
porque no dejaba que él me violara. Me escapé como pude, dándole una patada
entre las piernas. Cuando se enteró el patrón, me despidió.
“Al
llegar a casa se lo conté a mis padres y en vez de comprenderme, me dieron una
paliza que jamás voy a olvidar. Papá me dijo: “Seguro que lo provocaste”.
Y mamá me gritó: “Sos una egoísta. Solamente pensás en vos. ¿Me querés
decir cómo vamos a hacer para comer sin tu sueldo? Tenés la idea fija. Querías
revolcarte con el hijo del patrón y te salió mal. ¿No podías controlarte un
poco y buscarte un macho pobre? ¡No, la señorita justo elige el hijo del
patrón! ¿Qué le vamos a dar de comer a tus hermanos?”. Y mamá tenía razón.
Éramos trece hermanos y el más chico recién había cumplido seis meses.
“Mis
padres me dejaron de hablar por unos días. Ni me miraban. Y si lo hacían, me
miraban con desprecio. Yo no hacía otra cosa que llorar y llorar. Me sentía
culpable de ser la causante del sufrimiento de mis padres y del hambre de mis
hermanos.
“Pasaron
tres meses y nuevamente me entregaron a una familia rica como empleada
doméstica. Esta vez el trabajo era en Capital Federal. Lejos. Bien lejos de mis
padres, para que no me mandara ninguna macana y me escapara. Y mis nuevos
patrones me llevaron en tren. Mis padres ni siquiera fueron a la estación a
despedirme. La patrona le giraba mi sueldo a mi mamá por correo. Yo no pude
volver durante cuatro años. Durante todo ese tiempo no viví a mis padres
y tampoco a ninguno de mis hermanos. No tenía permitido venir de visita porque
no debía gastar nada de lo que ganaba. Tampoco podía salir a pasear en Buenos
Aires porque no tenía un solo centavo. Mamá se quedaba con todo. Pasaba los
días libres en la habitación llorando y pensando en mi familia.
“A
los veinte –continúo relatando doña Rosa-, me casaron con el que sería mi
marido hasta el día que se murió: estuvimos casados más de cincuenta años. Nos
fuimos a vivir juntos después de pasar por la iglesia y de compartir una fiesta
de bodas. Así empezó mi matrimonio. Sin saber nada de sexo. Sin haber visto
nunca a un hombre desnudo. Cuando nos quedamos solos en el dormitorio, la
primera noche, mi marido me miró fijo, casi con enojo porque yo estaba
paralizada de miedo, me desvistió a medias, me arrojó sobre la cama, se me tiró
encima, y comenzó a hacer algo que yo no entendía y que me dolía mucho. Me puse
a llorar desconsoladamente. Me dio asco y miedo. No quería hacerlo más. Pero
tuve que hacerlo aunque no lo deseaba, aunque me doliera y aunque sintiera
asco. Porque era mi marido y tenía que hacerlo siempre que él quisiera, me dijo
el sacerdote cuando indignada por el pecado que habíamos cometido se lo conté.
“A
los nueve meses nació nuestro primer hijo. A los dos años nació otro. A los
tres años, otro. A los cinco años, otro. Y así sucesivamente, hasta que terminé
por parir dieciséis hijos. Ya no daba más. Mi cuerpo pedía descanso y
tranquilidad. No quería sufrir más. Pero mi marido no entendía. Y siempre me
buscaba. Hacía lo quería conmigo. Yo no podía decir nada porque era su esposa y
una esposa debe obedecer a su marido en todo.
“Pasamos
mucha miseria. Incluso hambre. Porque a mi marido no le gustaba trabajar y
tomaba mucho: era un borracho. Si sobrevivimos fue gracias a la solidaridad de
la gente de la colonia, que nos daba de todo: comida, ropa… ¡de todo!
“Mi
esposo me pegaba mucho. Cuando estaba borracho también les pegaba a nuestros
hijos. Todos le tenían pánico. Salían corriendo cuando lo veían venir. Porque
siempre alguno la ligaba. Pegaba muy duro. Nos lastimó el cuerpo varias veces
con golpes y cortes en la cabeza.
“Con
esa angustia permanente nuestros hijos fueron creciendo. De a poco comenzaron a
huir de nuestra casa. Ninguno de los varones se quedó conmigo para defenderme
de mi marido, que me pegó durante toda su vida. Vivía enojado. Con nosotros.
Con el vecino. Con la gente. Con el mundo entero. Nos culpaba de todo. Y
descargaba la bronca pegándonos cada vez con más fuerza.
“Mi
marido vivió hasta los setenta y dos años. El día que murió no pude llorar.
Tampoco pude llorar la tarde en que lo sepultaron. En vez de dolor sentí alivio.
Eso me generó culpa, sentí que estaba en pecado con Dios.
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