Por María Rosa
Silva Streitenberger
Matilde vivía su niñez como todas las
nenas de la colonia. Ayudando a su mamá y jugando con sus hermanos. Jugaba a
ser maestra. Cosa rara entre las nenas que sólo soñaban con ser mamá. Pero ella
no. Ella quería saber leer y escribir, sumar y restar. Su hermano mayor le
traía cada tanto alguna revista, cuando le sobraban algunas monedas, que la
pequeña Matilde no se cansaba de mirar, porque eso era lo que ella hacía con las pocas
revistas que Juan, su hermano mayor, y el único que la entendía, le podía
traer.
El tiempo transcurrió y Matilde creció y
se fue acercando el día de tener que salir a trabajar. Pero el sueño de
estudiar también fue creciendo y arraigando cada día más y más. En la escuela
le iba muy bien pero debía dejarla porque la pobreza en casa era insoportable y
tenía que irse de la colonia a trabajar a alguna estancia, seguramente a la
misma donde trabajaba Juan, su hermano, porque allí necesitaban una mucama.
Matilde tenía su alma destrozada. Ella
quería ser maestra y con tan sólo diez años sentía que su sueño estaba muerto.
Pero habló con la hermana religiosa del
colegio a quien Matilde admiraba, un día antes de tener que marcharse a la
estancia a trabajar, para que ella la salvara. ¡Y así fue! La monja Preguita,
de increíbles y puros ojos verdes, la miró con ternura infinita, comprendiendo
perfectamente lo que la pequeña sentía. Y la guió para que fuera su discípula y
pudiera cumplir su vocación de enseñar.
Matilde fue maestra en un pueblo alejado
de la colonia. No volvió a ver a su familia ni a su amado hermano Juan. Pero
fue muy feliz porque Juan sabía que la niña que un día había soñaba con leer y
escribir, sumar y restar, supo hacer eso y mucho más!
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