Mamá nos esperaba al regresar de la
escuela con una fuente llena de Kreppel espolvoreados con azúcar y una taza de
leche. Eran las cinco de la tarde. Después había que ir a encerrar las vacas
para ordeñarlas a la mañana siguiente. En ese trabajo, sentados bajo la
intemperie de los crudos inviernos de la pampa, también participaban los niños.
Mis hermanos y yo. Éramos seis. De entre siete y quince años. Habíamos nacido
uno detrás de otro. Mi madre se pasó la vida embarazada y lavando pañales y
ropa de bebé cuando yo era niño. Aparte de eso nunca dejó de trabajar en el
campo y en la huerta. No recuerdo a mi madre sentada sin hacer nada. La recuerdo
siempre trabajando hasta el último día de su vida. Era el ángel guardián de la
familia. Ella nunca estaba enferma. Jamás la oí quejarse por nada. Ni siquiera
el día que tuvo el accidente, cuando el carro volcó atropellado por un
automóvil al subir a la ruta, en 1959 –recuerda Augusto Schamberger.
Desde ese día nada volvió a ser como
antes. Creo que recién ahí papá se dio cuenta cuán necesaria era mi madre para
que nuestra familia se mantuviera unida y marchara sin problemas de ningún
tipo, desde los referidos a los caracteres de cada uno hasta los económicos.
Ella velaba por todo y por todos. Cuidaba de la ropa, del dinero, de la salud,
de que todos fuéramos a la escuela y a misa. Nunca nos faltó nada. Ni ropa, que
ella misma confeccionaba, ni un plato de comida, por más humilde que fuera –acota.
Cuando murió mi madre mi niñez cambio
rotundamente. El poco tiempo que tenía libre para jugar lo tuve que dejar de
lado para trabajar. Tenía nueve años. Dejé la escuela y me fui a una estancia a
ayudar a un peón que trabajaba de mensual. A mis hermanos les pasó lo mismo.
Salvo mi hermana, que tenía dieciséis años, que tuve que quedarse con papá,
para cocinarle, lavarle la ropa y hacer los trabajos de la casa. Y lo hizo
durante toda su vida. Jamás tuvo novio ni se casó. Siempre estuvo atenta a mi
padre. Lo cuidó hasta el día que murió, ya viejito. Y ella quedó sola, en la
casa de nuestra niñez –remarca.
Crecí y me hice
hombre. Me casé. Lentamente me fui alejando de la colonia, de mi hogar paterno,
de mis hermanos. Cada vez nos veíamos menos y hoy hace como veinte años o más
que no nos hablamos. El tiempo pasa y uno se va poniendo viejo y no se da
cuenta. Y hoy extraño aquellos años de mi infancia, aquellos años que pasé en
la colonia, junto a mis padres, a mi mamá y a mi papá, esos dos seres hermosos
que me dieron todo lo que soy –concluye Augusto Schamberger con un dejo de
llanto en la voz.
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