Guardó sus enseres de cocina en los
baúles al igual que la ropa de cama y las prendas de vestir. Es imposible
llevarlo todo. Sobran platos, vasos, ollas, mantas, sábanas. Tantos años
ahorrando y cuidando las cosas. ¿Para qué? Para ahora terminar malvendiéndolas
o regalándolas a las familias que no quieren, no pueden, o tienen temor de
marcharse. Es muy poco lo que se puede cargar en el carro, menos aún lo que se va
a poder subir al tren, y menos todavía lo que se va a poder llevar como
equipaje al ascender y ocupar los diminutos espacios disponibles en el barco. Todo
es así de injusto si se viaja entre en el pasaje que ocupan los que huyen del
hambre, de las persecuciones, de las guerras, de la muerte, de los que son
fáciles de estafar y engañar porque ya no tienen opciones.
La familia termina de cargar los baúles
en el carro. La pareja asciende y se sienta en el pescante. Los niños dónde
pueden. Todos están tristes. La mujer llora. El hombre mira el camino. Una larga
distancia a recorrer los espera. Es duro el adiós y será doloroso el desarraigo
y eterno el recuerdo. Jamás olvidarán la aldea, el río Volga y a sus familiares
y amigos que los despiden con el alma desbordada de llanto.
El hombre agita las riendas, los
caballos relinchan, y empiezan a andar. Lentamente la historia que escribió la
familia en las aldeas del río Volga va quedando atrás. Los espera la Argentina.
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