Cada casa antigua está llena de detalles que nos hacen ver la presencia
de la abuela, con su vestido negro, su delantal gris y su manera jovial y
alegre de caminar y estar al servicio de toda la familia. La vemos viejecita,
con su rostro lleno de arrugas, sus ojos celestes irradiando ternura, parada
frente a la cocina a leña friendo Kreppel. O arropando a un nieto recién
nacido. O contando historias de aldeas lejanas y de un río llamado Volga.
Siempre presente. Siempre con un consejo. Una persona que legó pergaminos de
sabiduría en actos y palabras cotidianas y simples pero profundas e
inteligentes. Que nos llenó el alma de voces alemanas, de canciones que aún
resuenan en nuestros oídos, abrigando noches de nostalgia, amparando
atardeceres de soledad.
Abuela construyó un monumento de sí misma. Fue un ser inmenso, con un
corazón grande y un espíritu inquebrantable. Nada la pudo doblegar. Nada la
pudo vencer. Era capaz de hacer cualquier tipo de trabajo y de resolver
cualquier clase de problemas. Aún hablando solamente en alemán. Ella siempre
salía adelante. Nada la detenía. Ni aquí en las colonias, ni allá en Coronel
Suárez. El idioma no importaba. Valían los gestos, las actitudes, las acciones,
la fe en sí misma.
Todos la recordamos. Todos la tenemos presente. Y en ella conservamos
la memoria de todas las abuelas alemanas del Volga.
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