Un pueblo luchando por tener una vida
digna y en paz, un lugar dónde poder trabajar y, con orgullo, ofrecer el pan de
cada día a sus hijos. Con la mayor sencillez y humildad pero con el amor más
grande y puro. Educando y enseñando desde pequeños el valor del trabajo y del
sacrificio. De llevar con orgullo un apellido y estar libre de toda mancha de
deshonestidad. Sabían disfrutar de la vida a pesar de los sinsabores. Vivir la
vida era celebrar la familia reunida, danzar al ritmo de las polcas, cantar y
agradecer por lo que se tenía, aunque fuera poco. Escuchar el sonido del
silencio, el viento en el rostro, llevar cayos en las curtidas manos signos del
sacrificio. No importaba cuánto se ganaba sino cómo. No importaba qué se comía
sino con quién se compartía. No importaban los lujos y ostentar sino tener
cerca a los seres queridos, a la familia. Porque las alegrías eran muy pocas
pero bien sentidas. Porque el valor lo tenían las personas no los objetos
materiales. Porque nuestros antepasados sí sabían diferenciar lo importante de
lo que no lo era. Ellos sí sabían porque las adversidades los hicieron sabios.
La vida les mostró los verdaderos valores y ellos lo aprendieron y lo
transmitieron. Algunos dirán que fueron muy estrictos, fríos, poco
demostrativos, pero yo, hoy, digo que me heredaron lo mejor que tenían, una
herencia que con el transcurrir del tiempo se cotiza mejor: la integridad como
persona. Por eso hoy puedo decir con orgullo que mi infancia y mi niñez fue muy
humilde pero crecí rodeado de una fortuna invaluable; la educación de papá y
mamá.
(Encontrará
más de estas historias, junto con vivencias, anécdotas, tradiciones, costumbres
y fotografías antiguas, en el libro “Lo que el tiempo se llevó de los alemanes
del Volga”, que se puede adquirir por correo, comunicándose a
juliomelchior@hotmail.com)
Comparto absolutamente. No solamente tu experiencia, sinó, además, tus propias conclusiones. Gracias.
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