Descendió del tren en la estación de Coronel Suárez, donde lo
esperaba un familiar. Mi bisabuelo y sus hijos ayudaron a descender y volver a cargar, ahora en carro tirado por dos caballos, los baúles. Cuando terminaron con la tarea y de saludarse efusivamente con el conductor, ascendieron y se sentaron dónde y cómo pudieron.
Emprendieron la marcha conversando animadamente. Mi bisabuelo contando novedades de la aldea que había dejado atrás para siempre y el auriga refiriendo los avances que estaban obteniendo los colonos en el sitio elegido para levantar un nuevo pueblo. El primero hablaba con palabras impregnadas de llanto y el segundo, con una voz que desbordaba entusiasmo.
Recorrieron un sendero apenas marcado por las huellas de las ruedas de los carros de las personas que se animaban a transitar por esos caminos olvidados, después de que un grupo de colonos se animaran, a fundar un pueblo, no lejos de allí, en el medio de la nada, entre malezas, alimañas y el rumor de aborígenes rondando en el horizonte, tal vez esperando la oscuridad de la noche y la profundidad de la madrugada para atacar y asesinar a todos.
Mi bisabuelo oteó lejos y por fin descubrió un caserío. Unas pocas viviendas de adobe, una enorme cruz de madera, aguardando ser reemplazada por una iglesia, un pequeño cementerio y parcelas de terrenos con flores, huertas y trigo.
Había llegado a Kamenka, futura Colonia Tres, futuro Pueblo Santa María.
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