El Pelznickel la miró a los ojos,
hasta el fondo de su alma. Parecía poder atisbar en los rincones más recónditos
de su interior, allí dónde ocultaba las travesuras que sus padres no debían
saber jamás, como la tarde que dejó escapar las ovejas, arruinando la quinta y
la cosecha de verduras para el invierno, ocasión en que el culpable terminó
siendo el pobre perro que, dicho sea de paso, recibió una furibunda paliza por
el delito que no cometió. Elisa, de nueve años,
cerró los ojos. Temblaba. Apenas respiraba. A su lado, su hermano la observaba
de reojo, consciente de que él sería próximo.
El
Pelznickel gruñó unas palabras para demostrar que estaba muy enojado con la
niña. Le ordenó que abriera los ojos y se arrodillara frente a él. A
continuación le preguntó si se había portado bien durante el año. Sí -mintió
Elisa. Lo que aumentó la furia del Pelznickel, un viejo barbudo, de pelambre
enmarañada, calzado en botas de lluvia y un vetusto sobretodo negro, de
invierno. Lo grupo que le provocaba un mar de sudor. A quién se le ocurría
vestirse con ropas de invierno para aparecerse a los niños durante la
Nochebuena.
El
Pelznickel le revisó las manos y las uñas y la obligó a rezar, primero el
Padrenuestro, después el Avemaría, después el Credo… Elisa tartamudeó, tropezó
con las palabras, se confundió, empezó a sentir como sus manos comenzaban a
temblar y a sudar. Hasta que no soportó más y estalló en llanto. Un llanto
desgarrador. Pero no se movió ni nadie la rescató. Los demás niños miraban
absortos, porque sabían que después les tocaría a ellos, y los padres y tíos
observaban cómplices, conocedores de la rutina que se estaba desarrollando
desde tiempos inmemoriales.
El
Pelznickel repitió el espectáculo con todos los niños de la casa. Todos, los
seis, a su turno, lloraron. Poco o mucho, pero lloraron. Las mujeres y los
varones. Nadie quedó indemne de un castigo. Para la mayoría solo consistió en
rezar. Para el más díscolo, sin embargo, la pena fue, además de orar, recibir
unos golpes sobre las palmas de las manos, con un Rutschie.
Concluida
la labor, el Pelznickel se marchó como había llegado: lanzando estertóreos
gritos guturales y agitando la pesada cadena que, año a año, traía consigo para
anunciar su terrorífica arribo. (Autor: Julio César Melchior).
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