El Pelznickel, de barba
enmarañada, arrastrando su larga y gruesa cadena, ataviado de prendas oscuras y
gastado sobretodo negro, viene vociferando sonidos guturales, cual monstruo
prehistórico escapado del fondo de los tiempos para castigar a los niños
díscolos. En la mano un Rutschie, una rama fina y delgada, para descargar sobre
los dedos de los infantes que, una vez sorprendidos
en su falta, no saben rezar o, a causa del pánico, se olvidan del Padrenuestro,
confundiéndolo con el Avemaría.
Un
solo eco de su voz a lo lejos, provoca que los niños huyan despavoridos a
esconderse debajo de la mesa y de la cama o detrás de la falda de la madre.
Imposible huir de este personaje que conoce las faltas y las travesuras
cometidos por todos los niños de la colonia a lo largo del año.
Pero
como todo tiene su recompensa, una vez que el Pelznickel hubo partido de la
casa, dejando a los niños inmersos en un mar de lágrimas, llega el
Christkindie, el niño Dios, personificado en una niña vestida de blanco
inmaculado, para calmar el llanto, mitigar el sufrimiento y brindar consuelo a
las almas de los pobres niños de la colonia.
Toda
ella es dulzura y santidad y lleva colgado en uno de sus brazos, una canastilla
llena de galletitas caseras, frutas y alguna que otra humilde golosina que,
para los niños colonienses, es el manjar supremo, una delicia que saborean
solamente en estas ocasiones o en Pascua, cuando llega el conejito. (Autor:
Julio César Melchior).
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